De la tortura

Indignación con carácter retroactivo. Ocho años después, un periódico saca del congelador el vídeo de tres soldados españoles moliendo a patadas a unos presos iraquíes encerrados en una mazmorra de Diwaniya, base de los tercios pacificadores de su majestad en aquellos andurriales del eje del mal. La conciencia perezosa de los mansos, que en realidad somos casi todos, se rebela. En algunos casos, porque les han jodido el café y el croasán dominical con las duras imágenes; te conectas para ver cómo ha quedado Alonso en Australia y te encuentras con eso. A otros les incomoda enterarse abruptamente de que los héroes humanitarios que nos sacaban en los publirreportajes patrióticos llevan el sadismo tatuado al lado del amor de madre y demás calcomanías legionarias. Y los hay también que simplemente se suben a la ola del rasgado tuitero de vestiduras aunque en su fuero interno se la traiga al pairo que inflen a hostias “a unos moros que seguramente se lo merecían”.

Tenemos un problema respecto a la tortura. Uno muy serio. Al primer bote y, especialmente si hay público, nos parece fatal. Villanía, vesanía, tropelía… Se nos agota el campo semántico en la denuncia. Pero luego, en la intimidad del hogar, no se nos atragantan los nachos viendo cómo el poli de nuestra serie favorita le calza unas yoyas al maloso en el interrogatorio. Al contrario, celebramos que se le vaya la mano y deseamos fervientemente que le caiga otra, y otra, y otra más.

De acuerdo, pero eso es ficción. En la vida real hilamos más fino. ¿Seguro? Me encantaría poder afirmarlo. Sin embargo, no dejo de ver, en el mejor de los casos, reproches asimétricos en función de quién da y quién recibe. La descalificación de los malos tratos no suele ser absoluta ni atiende a principios éticos básicos. Funciona como reacción de parte, revelando una descomunal hipocresía y, lo peor, provocando su perpetuación por los siglos de los siglos.

Libia: También no a la guerra

Escribí aquí mismo el domingo pasado que era incapaz de tomar partido sobre la intervención -eufemística palabra- en Libia. Unas toneladas de bombas y lecturas después, lo voy teniendo más claro. Agradezco de modo especial a José Luis Rodríguez Zapatero la ayuda prestada con su confesión: “El objetivo no es expulsar al coronel Gadafi del gobierno de Libia”. Oído cocina. Se monta este pifostio sólo para darle un escarmiento al de las túnicas fashion, con el que no descartan volver a sacarse fotos ni cambiarle por petróleo el armamento que le hayan descuajeringado. Lo de arropar al pueblo libio en su lucha por la libertad era, igual que la invocación de altísimos motivos humanitarios, pura propaganda. La verdad es que debí habérmelo olido. Siempre dicen lo mismo. También lo cacareaban cuando se lanzaron en sarra sobre Irak.

Con o sin resolución

¡Pero esta vez hay una resolución de la ONU! Sí, claro, qué gran diferencia. Los saharauis y los palestinos saben, entre otros muchos, que esos documentos suelen tener el mismo uso que aquel áspero papel Elefante de color ocre. ¿Por qué unas se aplican, como esta, al instante y otras se van vírgenes al archivo? Esa pregunta es del temario del curso que viene. Antes habría que explicar algo más simple: por qué entre las decenas de sangrantes vulneraciones de derechos humanos a lo largo y ancho del mundo hay unas pocas que merecen que las llamadas Naciones Unidas les dediquen unas líneas y otras que jamás llegan al orden del día. ¿Qué boleto de lotería tienen que jugar las poblaciones de la República Democrática del Congo, Birmania o Sri Lanka para que les toque un lote de Tomahawks contra los gobiernos que las masacran? Y eso, por citar países que están en la lista oficial de despreciables. La Guinea Ecuatorial recién visitada por Bono, el emirato de Catar donde el lehendakari López estuvo de turismo petitorio o la misma Arabia Saudí las gastan igual, aunque tengan mejor prensa porque también disponen de más pasta para cerrar bocas.

Con el mal hecho y refrendado por una aplastante mayoría en el parlamento español, lo único que nos queda a los cuatro o cinco que ya sabemos que estamos también contra esta guerra es desear que los bautizados como rebeldes lo sean de verdad. Pero la cosa es que eso empieza a estar cada vez menos claro. Va cayendo el velo romántico y apareciendo en su lugar el consabido cóctel de intereses e inquinas de tribus y clanes frente a las que los occidentales no tenemos libro de instrucciones. Es norma universal que a lo malo lo sucede algo peor.