La casta

De cinco letras. Palabra más pronunciada y escrita desde que el diablo cargó las urnas provocando un roto —ya veremos si superficial o no— al llamado sistema. Tic, tac, tic, tac… Efectivamente, la misma que titula estas líneas: casta. Como habrán comprobado, es el vocablo fetiche de los que festejan, me da a la nariz que con demasiado anticipo, el fin de los viejos tiempos. Se hace a imitación del encumbrado como guía espiritual de la neoinsurgencia, que por lo visto, usa el Macguffin en dos de cada tres frases que suelta en las mil y una tertulias televisivas que le han sido de tanto provecho.

Si le dan una vuelta, verán que no es un fenómeno muy diferente al de las muletillas popularizadas por otros grandes gurús catódicos como Bigote Arrocet, la Bombi o el dúo Sacapuntas en el rancio a la par que entrañable Un, dos, tres de cuando solo había dos canales. Se basa en mecanismos mentales similares, igual por parte de quien pone en circulación la cantinela que por la de quienes la recitan al por mayor. En el caso que nos ocupa, además, hay un algo del caca-culo-pedo-pis que marca la cándida rebeldía de la primera edad, quizá la sintomatología a la que el mismísimo Lenin se refirió, conociendo mejor que nadie el paño, como la enfermedad infantil del comunismo, que hoy traduciríamos como de la izquierda.

Disquisiciones aparte, resulta enternecedor asistir a la división simplista del mundo en lo que es casta y lo que no. Un ejercicio tramposo en el que se señala a los contrarios como portadores de la peste y se libra de mancha a los del bando propio, así sean igual de casta (o más) que el resto.

El experimento Podemos

Con Podemos me ocurre como con Ocho apellidos vascos, que aunque no me da ni frío ni calor, no puedo negar que algo tendrá el agua cuando la bendicen. De entrada, su estruendosa irrupción ha puesto las rodillas temblonas a unos cuantos ciclotímicos que pasan en un segundo de pensar que todo está bajo control a proclamar que esto se va al carajo. Esas caras de tribulación, ese humo saliendo por las orejas, esas nueces de Adán como melones en los dueños del balón son ya un triunfo. La pregunta es si la cosa irá más allá o si simplemente se trata del punto más alto de una riada que al cabo del tiempo servirá para entonar con nostalgia qué noche la de aquel día. Recomiendo no precipitarse en la respuesta. Tenemos tsunamis bien cercanos que según los profetas de primera hora iban a decaer en un pispás y que en el momento de escribir estas líneas lucen en todo su esplendor. Bien es cierto que los que vamos para abuelos Cebolleta también recordamos un puñado de cohetes que cayeron con mayor estrépito del que subieron: aquellos 21 diputados de IU en 1996 o aquellos 7 europarlamentarios del CDS de Suárez en 1987 que transcurridas unas pocas lunas se convirtieron en 8 y cero, respectivamente.

Ante la improcedencia del vaticinio, me apunto a observador de un fenómeno que es un caramelo para los viciosos de la política como el que suscribe. No se pierda de vista que su líder carismático y mesiánico, amén de politertuliano con piquito de oro, es un brillantísimo teórico —no es coña; lean su tesis— de los movimientos sociales. De momento, el experimento académico parece que le está saliendo de cine.

Abstención sin dueño

Me divierten mucho las peleas, generalmente entre las mil y un banderías de la izquierda, sobre si la abstención es otra forma abyecta de colaborar con el pérfido sistema o la más heroica de las rebeliones frente a las habas contadas de la democracia representativa. Como son gente que le da mucho al cacumen, los litigantes suelen acompañar sus argumentaciones de ladrillos teóricos, cuadros sinópticos y bibliografía donde no falta la crema y la nata de la ortodoxia, de Lenin a Chomsky, pasando por Gramsci. El resultado es que unos y otros parecen estar cargados de razón, salvando el pequeño detalle de que pasan por alto que los motivos de cada miembro del censo para ir o no ir a votar son de una variedad inabarcable. Pretender que hay un solo modelo de votante o de abstencionista solo cabe en eso que el otro día el presidente de Uruguay, Pepe Mujica, llamó entre aplausos de los aludidos “el infantilismo patológico de la izquierda”. Y ello, en una versión menor; la mayor llegará el domingo, cuando ante el resultado final de las europeas comiencen a llover tuits que sumen lo que cosechen los minifundios zurdos con las papeletas no depositadas y se proclame la victoria incontestable de un pueblo que no quiere participar en farsas.

Doy por esfuerzo inútil hacer notar que ese 40, 50 o hasta 60 por ciento de abstención que se vaticina no será unívoca y homogénea. Habrá un puñado, sí, que no se acerquen a las urnas después de haberlo meditado en conciencia. Otros pocos más quizá le hayan dado un mínima vuelta. Pero buena parte de los demás simplemente no le habrán dedicado ni un segundo a la cuestión.

Parecida repugnancia

Perdonen la comparación un tanto frívola, pero en la cuestión de Ucrania me ocurre como con la final de la Champions de este año: no voy con ninguno. Ni siquiera me sirve el mal menor. Aquí no caben los decimales. Tengo motivos similares —no diré exactamente iguales— para deplorar de los grandes bandos que nos imponen, e incluso intuyo que, como suele suceder en la inmensa mayoría de los conflictos, hay posturas intermedias que ni llegamos a conocer. Pero no, el maldito pensamiento binario, que es un refugio de perezosos, bravucones y maestros Ciruela, impone la alineación obligatoria. Ni siquiera es necesario que la adhesión sea por acción. Es corriente que sea por omisión: quien no está con nosotros está contra nosotros y sanseacabó. Y los tales nosotros estamos a tres mil kilómetros de los disparos.

¿Cómo explicar que no son excluyentes las repugnancias que me provocan los fascistas del Maidán y los matasietes prorrusos? Y lo mismo, respecto a los valedores de estos y aquellos en la pinche comunidad internacional. Ahí sí que el calco es perfecto. Los intereses de la UE y Estados Unidos por un lado y los de la madrastra Rusia por otro son de una bastardez pareja. Es de miccionar y no echar gota que para mostrar rechazo a los mangarranes de la troika y al tío Sam haya que cantarle loas al genocida probado Vladimir Putin. Bien es cierto que esto último revela la tendencia al postureo malote de esa seudoizquierda —no hablo de toda, líbreme Marx— que a estas alturas de la liga sigue creyendo que al otro lado del muro residían la libertad, la igualdad, la fraternidad y una prima del pueblo.

Derrotas como victorias

A lo mejor son solo las encuestas, que van de mosqueo y sobrecocinadas a beneficio de obra, pero lo que uno infiere aquí y allá es que la anunciada muerte del bipartidismo en el Estado español tardará en llegar un buen rato. Si es que llega, que llevamos desde 1982 con la misma cantinela y todo lo que han visto nuestros ojos crecientemente cansados es la alternancia de rigor. Me quito, te pones, te quitas, me pongo, y vuelta a empezar. Al resto de los jugadores les queda pelearse las pedreas y, en el mejor de los casos, cruzar los dedos para que la mayoría no sea absoluta y puedan ejercer de bisagra, es decir, de bisagrilla. Eso, claro, y el autoengaño, en cuya práctica han alcanzado una maestría que roza la perfección.

Si estas formaciones —cada vez más en número, y de propina, más divididas— fueran capaces de abandonar la fascinación por su ombligo y mirarse desde fuera, comprobarían la amarga insuficiencia de lo que proclaman como grandes logros. Imaginemos, porque no es descabellado, que en las elecciones del 25 de mayo, la correosa candidatura acaudillada por el tertuliano omnipresente obtuviera el único escaño al que aspira. Habría cohetes, guirnaldas y charangas como si se hubiera certificado la toma del Palacio de invierno. Sin embargo, la jodida y terca realidad determinaría que frente a los, pongamos, meritorios 350.000 votos habría unos cuantos millones de papeletas respaldando el pérfido modelo contra el que luchan. Se trataría no ya de una victoria pírrica, sino de una derrota en toda regla. Pero vaya usted a decirles a los felices ganadores que, aunque no quieran verlo, han perdido.

El tal Elpidio

En la cola de canallas hay muchos por delante del juez (o lo que sea) Elpidio José Silva. Sin ir más lejos, el agujereador de bolsillos ajenos Miguel Blesa, al que el Narciso con toga entrulló por un tiempo, le aventaja en varias traineras de villanía. Ninguna duda al respecto, salvo las derivadas de algo que probablemente habremos de comprobar muy pronto: la chapucera actuación de Silva será el salvoconducto que permita ir de rositas a quien, según dos carros de indicios y centenares de emails autógrafos, tuvo casi todo que ver con el birlibirloque de Bankia, incluyendo el tocomocho de las preferentes. Ni los cien bufetes de mayor postín y pastón en la minuta podrían haber parido una estrategia de defensa que iguale la negligencia del buscador de fama enmascarada de justicialismo.

Lo curioso del caso de este chisgarabís con equilibrio mental parejo al de una regadera rusa —el Copyright de la comparación es de mi difunto tío Manolo— es que una nutrida falange progresí lo haya adoptado como héroe. Y no hay manera de bajarlos de la burra. Ni siquiera su ruin comportamiento en el juicio para apartarlo de los estrados, donde ha llegado a festejar que multaran y expulsaran de la sala a una estafada, ha servido para abrir los ojos sobre la catadura del gachó.

Si la rueda a seguir en el camino a la revolución pendiente es la de un bufón ególatra (no es el único que tal baila, por cierto) que vende sus firmas a diez euros e hipotéticos viajes a Bruselas en su compañía a quinientos, yo prefiero quedarme en la cuneta a contemplar el espectáculo. O volverme con una bandera blanca a la casilla de salida.

La república que no fue

Será que se me está avinagrando —más aun— el carácter, pero este año he llevado muy mal las conmemoraciones de la segunda república a las que yo mismo me sumaba con gran entusiasmo no hace tanto. Por alguna extraña razón, que puede ser haber leído bastante sobre ese tiempo irrepetible, en lugar de soltar la lagrimita y dejarme arrastrar por la ola emotiva, he ido de berrinche en berrinche al comprobar lo poco que se parece el pastiche naif de algunos fastos seudonostálgicos a lo que pasó en realidad entre el 14 de abril de abril de 1931 y el último parte de guerra. Puedo entender vagamente los motivos de la idealización, pero me niego a aceptar la reescritura de los hechos como si se tratara de un cuento de hadas y brujas al gusto del infantilismo en que ha decidido instalarse esa cierta izquierda de la que no dejo de escribir últimamente. Está fatal la intolerancia a la frustración que provoca el presente, pero extender el vicio del autoengaño al pasado roza la patología.

Como anoté en otro aniversario, yo sigo reivindicando sin rubor la república imperfecta, una época en la que junto a los sentimientos más nobles proliferaron excesos, ingenuidades, atropellos, corrupción, caciquismo, fanatismos y, desde luego, políticos tan canallas o más que algunos de los actuales. ¿Tememos que por reconocerlo estemos justificando a los que se la llevaron por delante? Con ello solo estaríamos demostrando una conciencia culpable y, de propina, desdeñando la oportunidad de aprender de los errores. Y eso nos condena a la eterna añoranza de algo que no fue y que muy probablemente jamás volverá a ser.