Operación nostalgia

Es difícil escoger entre la pereza infinita y la rabia de la misma talla. Por una parte está la asfixiante sensación de haber sido tragados por un socavón del suelo ético para amanecer una mañana de hace diez, doce, quince años, cuando desayunábamos a diario operaciones policiales de aluvión y el cocidito madrileño repicaba en la buhardilla a todo gas y a pleno pulmón. Justo al lado crece el ascazo, la náusea irreprimible al comprobar que, como sospechábamos, si ETA no existiera, no faltarían quienes la inventaran… y no serían precisamente los que durante medio siglo jalearon o disculparon sus acciones. Qué va, el ejército de nostálgicos se nutre de los que a lo largo de ese mismo tiempo fungieron de héroes y campeones mundiales de la dignidad, mientras hacían carrera, pasta y se forraban de votos literalmente pescados entre la sangre. En un lado de la balanza, los muertos, las amenazas, el miedo; en el otro, todo lo demás. ¿Compensa? Por tremendo y despreciable que suene, según las cuentas de algunos, vaya que si compensa.

Contra ETA vivían mejor. Y quieren seguir haciéndolo. Por eso no dudan en mandar a sus jueces y policías pertrechados con el balón de oxígeno y el equipo completo de reanimación. Al cabo, la metáfora se demuestra reversible. La del aliento a la serpiente y la otra archifamosa: ¿Quién agita ahora el árbol y quién recoge las nueces? Quiero decir que quiénes lo intentan, porque como escribí en mi última columna dirigiéndome a la grada contraria, lo bueno es que este pozo de la abundancia se ha agotado junto a la capacidad de atención del respetable. La vistosa y telegénica redada contra Herrira, que hace una década hubiera sido el recopón informativo, Ebro abajo se ha quedado en, como mucho, tercera noticia, tras el birlibirloque de las pensiones o, qué bochorno, la recaída de la prima de riesgo española contagiada por el virus italiano. Ciertas cosas ya no cuelan.

Fernández amenaza

Tricornio Basque Tour 2013. A Fernández, el ministro de la triste figura y la lengua inquieta, lo han mandado a las bárbaras tierras norteñas en comisión de servicio. Lunes en el cuartel de la Guardia Civil de Leitza y martes en Intxaurrondo. Entre esos muros que han amortiguado tantos gritos desesperados, testigos o más bien cómplices de ciento y un episodios de la violencia que no cabe en la versión oficial, el jefe de la porra hispana arengó a la tropa verdeoliva. Una palmadita en el lomo a los penúltimos de Sidi Ifni, que necesitaban escuchar que allá en la metrópoli los tienen en sus pensamientos, que siguen siendo su anacronía predilecta, y que así será por siempre jamás, digan lo que digan las habladurías.

Desconozco cómo sonarían sus palabras desde dentro. Desde fuera, el eco era de ultratumba, de no-do o, como poco, de telediario de Urdaci, definitivamente divorciadas del día que señala el calendario. La amenaza, a estas alturas, de la ilegalización inminente, con la metáfora de un supuesto contador de ofensas que, una vez colmado, tendría su traslado a los señores de las togas para que procedieran en consecuencia. Como en los buenos tiempos. Solo que esos, así haya muchas ganas, no volverán. Han pasado dos o tres docenas de cosas que hacen impensable la marcha atrás, y Fernández es el primero que lo sabe, o el segundo, después de superior jerárquico, el Tancredo de Moncloa.

Otro asunto es que no quieran darse por enterados y prefieran seguir con el lenguaje y las actitudes añejas, pecado del que no tienen el monopolio, por cierto. En muchos aspectos, no les va mal por el momento. Todavía mantienen y ejercen draconianamente su capacidad de bloqueo, su contumaz negativa a moverse un solo milímetro. No es poca cosa, pero es casi lo único que les queda. El resto es pólvora mojada, pura farfulla de aluvión, como las amenazas extemporáneas del ministro en su gira por los cuarteles.

La perpetuación de Fernández

Era un domingo sin titulares de fuste y vino a alegrarlo el muy opusiano ministro español de Interior. Sí, a alegrarlo. Yo ni siquiera me tomé el trabajo de indignarme por su salida de pata de banco sobre las consecuencias letales del matrimonio entre personas del mismo sexo. Aviados iríamos si derrocháramos bilis por gachupinadas que deberíamos tener amortizadas mucho antes de ser aventadas. A estas alturas no puede sorprendemos que un meapilas convicto y (ejem) confeso como Fernández Díaz se descuelgue con una memez del calibre habitual. Y menos, insisto, cabrearnos, a no ser que nos vaya la pose tanto como a él. ¿Que sus palabras son muy graves? Solo si queremos concederles gravedad. Tal vez lo pudieran haber sido en otro tiempo o en otro lugar. Aquí y ahora carecen de trascendencia. Quedan cuatro que piensan como él y saben que han perdido esa batalla. Las declaraciones pintureras son su último recurso, casi el del pataleo. Quién lo hubiera dicho hace apenas diez o quince años.

Si rascamos un poco en la frase que fue entrecomillada, veremos que no son necesariamente los homosexuales quienes más motivos tienen para sentirse ofendidos o dolidos por la soplagaitez de Fernández. Al acusar a las parejas del mismo sexo de poner en peligro la perpetuación de la especie —hay que ser rancio para emplear una expresión así—, también estaba señalando por extensión a cualquier pareja heterosexual que, por la causa que sea, no tiene descendencia. Hay miles de los llamados por el ministro matrimonios naturales que, por muy observantes de la fe católica que sean sus contrayentes, no están en disposición de tener hijos. Según la atrabiliaria teoría del señor de las porras, merecerían ser objeto de censura general por su incapacidad para traer prole al mundo. Por fortuna, hemos avanzado lo suficiente como para que este enunciado nos resulte insensato más allá del tipo de parejas a que se refiera.

Sin vuelta atrás

Resulta gracioso, además de altamente ilustrativo, que los términos ‘proetarra’, ‘filoterrorista’ y otros similares se hayan dado la vuelta y ahora calcen como un guante sobre quienes los acuñaron y los utilizan en una de cada dos frases. Les delata su entusiasmo. Mientras por acá arriba escribimos con lugar a pocas dudas el certificado de defunción de la banda, los que de verdad han vivido del momio de la serpiente se empeñan en difundir Ebro abajo la especie de que seguimos en los años del plomo. Es triste, pero tan o más revelador que lo anterior, que también Ebro arriba haya tres o cuatro burladores habituales de su escolta que, cuando les ponen un micrófono delante, dan a entender que estamos en el Beirut de 1976.
Para unos y para otros moldeadores de la realidad a su gusto el mantra justificador es idéntico: “ETA todavía no se ha disuelto ni ha devuelto las armas”. Apenas se les nota al recitarlo que desean con todo su ser que eso jamás ocurra porque tendrían que buscarse otra excusa para alimentar sus discursos cerriles y, de paso, seguir chupando de la piragua. Pues van a tener que ir haciéndose a la idea de que su negocio ha entrado en liquidación por cese definitivo.
Es cierto que, como han constatado los verificadores y cualquiera imaginaba sin necesidad de llegarse hasta los cuarteles de retiro, las pistolas y los explosivos siguen en sus manos. Los desarmes no se hacen de un rato para otro y menos, como ocurre en este caso, cuando enfrente hay un gobierno recién estrenado que, para colmo, tiene una economía hecha unos zorros que atender. Nadie espera que el material aparezca una buena mañana depositado en un garbigune. Pero tampoco entra en los cálculos que vaya a ser utilizado de nuevo. ¿O es que Ares y el propio ministro Fernández Díaz juegan a la ruleta rusa cuando reducen drásticamente los recursos y efectivos destinados a la protección de las personas amenazadas?