Intocables

Como la Justicia es igual para todos y tal, el censo de aforados en el reino hispanistaní asciende a 10.000 caballitos blancos. Es decir, diez millares de individuos que, en caso de comisión presunta o fehaciente de un delito, solo pueden ser juzgados por el Tribunal Supremo. Importa tres que se trate de un calentón en una discusión de tráfico, una agresión sexual, malos tratos, un atraco a mano armada, la organización de una banda parapolicial o los cohechos y cazos de rigor. Llegado el momento de rendir cuentas, les cabe acogerse al sagrado jurídico de una instancia que tiene por costumbre echar pelillos a la mar en un par de folios. Felipe González, Yolanda Barcina o José Blanco son tres de los muchísimos agraciados por esta lotería trucada. La colección de indicios clamorosos que habían recopilado voluntariosos instructores de a pie se quedó en papel mojado cuando llegó a la mesa de los supertacañones con galones en las puñetas, tipos, por lo demás, que adeudan su puesto a los mismos sobre cuyas faltas deben decidir. Hoy por ti, mañana por mi.

Para mayor abundamiento en el sobeteo de bajos que supone este flagrante agravio, todavía tienen el desparpajo de vendérnoslo como una salvaguarda de la democracia. Juran, o sea, perjuran, que el aforamiento no es un privilegio sino el modo de preservar a los representantes de la soberanía popular de denuncias y/o querellas de motivación política. Ya, por eso en Francia o Italia solo hay un cargo —el de jefe de estado— sujeto a esta prebenda y en Gran Bretaña o Inglaterra no hay ninguno. Luego se ponen como hidras si se los señala como casta.

Blanco y en botella

Lo que llamamos justicia —lo pongo con minúscula inicial, como hacía Blas de Otero con españa— es una lotería amañada que permite que se vayan de rositas notables mangantes que llevan los boletos convenientes y tienen los padrinos adecuados. Siendo eso jodido en sí mismo, lo peor es asistir al paseíllo victimista y ofendido de los que se han librado por el birlibirloque de las togas y por ese derecho que debería recibir el nombre de torcido. Por si fuera poco sapo el de ver a un malhechor de libro con el certificado oficial de persona decente, tenemos que tragarnos como aliño sus lloriqueos, sus reproches y su impúdica autocompasión.

Incluso después de ser emplumado por una torpeza con los impuestos, Al Capone tuvo los santos huevos de plañir que se le perseguía injustamente como autor de asesinatos y extorsiones sin cuento que, aconteciendo a la vista de todo quisque, a la hora de la prueba se daban de morros con tribunales que no sabían o no querían encontrar el evidente hilo que conducía hasta él. Quítenle sangre y plomo, y encontrarán que el célebre gángster de Chicago tiene una cofradía de émulos cercanos en el tiempo y en el espacio. El de incorporación más reciente, José Blanco, nociva nulidad política e intelectual con carné del PSOE, que desde el jueves pasado se recorre los platós a lo Belén Esteban vindicándose como damnificado de no sé qué infundios, insidias y bulos malintencionados.

A modo de prueba de integridad irrefutable, el individuo exhibe ufanamente la decisión del Tribunal Supremo —lagarto, lagarto— de archivar su causa. Lo que se calla, y con él sus valedores, es que en ese mismo texto se explicita que perpetró sin lugar a dudas todos los hechos que se le atribuyen, incluyendo la mediación chungalí para favorecer a su entorno. El matiz es que, siendo así, sus señorías, con un par, dicen que esos triles no son delito. Una muy peculiar forma de ser inocente.

Gobierno terminal

Va más allá de la anécdota que se nombre portavoz de un gobierno a alguien que dice “conceto” en lugar de “concepto” o que es la viva demostración de que la cirugía láser no siempre es la solución a la miopía. Si Zapatero quería que su último conglomerado ejecutivo fuera una metáfora perfecta -o ‘perfeta’- de su patética desventura equinoccial, lo ha conseguido.

Hasta noviembre, que es cuando los sabios dicen que acabará entregando la cuchara, nos quedan unos cuantos viernes entretenidos viendo cómo José Blanco imita a Xan das Bolas o a su versión moderna, el gallego de Airbag. Habrá momentos en que no sepamos si las lágrimas son de pena penita pena por las desgracias que nos comunique o de puro descogorcie por el modo en que las narrará. Un segundo y medio de silencio por Ramón Jáuregui. Con la ilusión que le hacía al hombre que ha sido de todo añadir una línea más en su currículum. Ya no le quedan muchas oportunidades.

Y para Interior, Antonio Camacho, un oscuro bienmandado, que lo mismo se echa unos potes en el Faisán que ordena de muy malas pulgas desconectar la cámara a un periodista australiano que le estaba haciendo incómodas preguntas sobre la tortura. No es improbable que mañana o pasado le preparen la captura de cualquiera de los mil prófugos balizados o la desarticulación, qué sé yo, de una célula durmiente del Orfeón Donostiarra para que debute con picadores. “¡Apaga eso ahora mismo!”, le podrá espetar, en la consabida rueda de prensa multitudinaria, al primer plumilla que no le baile el agua.

La de velas que se habían puesto por aquí arriba para que el elegido fuera Rodolfo Ares, que el sábado se colocó en lugar bien visible para aplaudir hasta con las orejas a Rubalcaba. Pero no estaba de Dios. A ver si para la próxima abstención, el PNV anda un poco más vivo en las peticiones y consigue empaquetarlo. Claro que ya no queda mucho. Bien mirado, eso es lo mejor de todo.

Proletarios de altos vuelos

Estas líneas comienzan donde terminaron las de mi última columna, excesivamente descarnada e inusualmente biliosa, según me han hecho ver muchos amables lectores. Agradezco las cariñosas reconvenciones y, por supuesto, estimo las opiniones discrepantes, pero un puente y decenas de lecturas después, mantengo de la cruz a la raya lo que escribí sobre los controladores aéreos. Ni una sola palabra de las toneladas que han vertido en su torrencial campaña autojustificativa me ha convencido. Y conste que no les tengo en cuenta expresiones pérez-revertianas como “no somos vuestros putos esclavos” o “nos exigís currar todos los putos días para tener vuestras putas vacaciones”, ni la burda patraña de que a algunos les habían puesto una pistola en la cabeza, luego desmentida entre balbuceos por sus portavoces oficiales y oficiosos.

Algo de propaganda sé, y no trago con esos potitos simplones. Tampoco, por supuesto, con los que nos ha ido suministrando el Gobierno español, disfrutando cual cochino en fangal de su papel de salvador de la ciudadanía. ¿Que me debía haber revuelto puño en alto contra la declaración de Estado de Alarma y el espolvoreo de tipos con uniforme en las torres de control aeroportuarias? ¡Venga ya! Vivo en un país en permanente y no promulgada excepcionalidad. Concejales de pueblos minúsculos con doble escolta, periódicos cerrados por autos judiciales de fantasía, golpes de madrugada en la puerta que no son del lechero, y hasta una ley que señala a quién se puede votar y a quién no. ¿Se me va a inflamar la vena democrática por un do de pecho autoritario para la galería? Nones.

De huelgas y razones

Ya estoy acostumbrado a no tener bando, y en esta chanfaina opté también por quedarme fuera de la marmita. No calculaba que acordarme de la calavera de un puñado de hidalgos agrupados en una cofradía corporativista que montan un pifostio monumental para mantener sus privilegios me alineaba con el Brigadier Blanco o el Mariscal Pérez Rubalcaba. Menos aún había previsto que en cierto imaginario neo-rojizo de postal unos señoritos que no distinguirían una reivindicación laboral de una onza de chocolate fueran designados como la moderna vanguardia del proletariado que pone en jaque al capital y, de propina, al Estado opresor.

Con ojos como platos tuve que leer panfletadas de parvulario como la que sostiene que “en toda huelga la razón la llevan siempre los huelguistas”. Ya, como en la de camioneros que acabó con el gobierno de Allende en Chile. En ese punto decidí dejar de discutir.