Silenciada, sí

Encajo sin un ápice de asombro, con más cansancio que enojo incluso, la torrentera de bilis que me ha llovido por haber señalado una obviedad: la agresión sexual de Zarautz fue silenciada durante seis meses porque su autor pertenecía a un entorno político determinado. No, ni rezumo odio a la izquierda abertzale, ni en mi calidad de esbirro de Sabin Etxea estoy haciendo la campaña a mis amados amos, ni ninguna de las soplagaiteces de aluvión que me han vomitado encima los que, como el ladrón, piensan que todos son de su condición. Individuos e individuas, además, que en este caso dejan a la vista hasta el último poro de su inmensa hipocresía. Ni se dan cuenta de que están justificando un hecho indigno. O quizá sí.

Pero ya dejé anotado que no me sorprendía. Conozco el paño. He visto decenas de veces cómo los monopolizadores del feminismo silbaban a la vía ante agresiones sexistas lacerantes solo porque no convenía dar cuartos al pregonero. ¡Cuántas miradas al otro lado! Y para que no falte de nada, el parapeto en la víctima. Se alega que el retraso ha sido para “respetar sus tiempos”. Como si en este medio año no se hubiera podido actuar sobre el agresor preservando la intimidad de la agredida. Qué bien lo resume un comentarista de mi blog: han actuado como la Iglesia en los casos de pederastia.

Diario del covid-19 (51)

“¡La sociedad vasca no está para elecciones!”, barritan al unísono los integrantes del equipo paramédico habitual. Sin embargo, parece ser que algunos de los más aguerridos de esa misma sociedad sí están para ir jodiendo la marrana en esta o aquella sede de los malvados partidos opresores, entre los que ya se incluye, qué despiporre, a Podemos. Desde que se abrió la veda de los tontos del culo con esprai, ha perdido uno la cuenta de los ataques perpetrados con nocturnidad y cobardía por memos ambulantes partidarios del asesinato que tienen las pelotas de llamar asesinos a los demás. Cierto, como determinada individua cuyo certificado de penales incluye la colaboración probada con una banda criminal. Sí, esa que, disfrazada de lagarterana con mascarilla y sin haber puesto una tirita en su pajolera vida, se dejó ver el otro día desgañitándose en un hospital.

Tan clamoroso como esos berridos es el silencio de los que ustedes y yo sabemos. Claro que también es verdad que resultan aun más vomitivos y autorretratantes los “pero es que…” añadidos a reprobacioncillas de tres al cuarto. Lo que está mal está mal. Se rechaza sin lugar a dudas. Ocurre, por desgracia, que nos conocemos lo suficiente y, como no nos chupamos el dedo, tenemos muy claro que esto va de reparto de tareas y de caretas. Y no cuela.

Todas las memorias

La memoria vuelve a interpelarnos. El lunes conmemoramos los cuarenta años del cobarde atentado de la extrema derecha paraestatal en el bar Aldana de Alonsotegi que segó cuatro vidas y dejó una decena de heridos. Hoy recordamos los 25 años del asesinato a sangre fría de Gregorio Ordóñez mientras comía en un bar de la Parte Vieja de Donostia. Permítanme que vomite ante el primer imbécil que me esté reprochando ahora mismo lo que los que no tienen ni idea de geometría ni de geografía moral llaman equidistancia. Inútil tarea, explicar a esos mendrugos obtusos y malnacidos que todos los criminales son, en esencia, idénticos. Cambia la atribución de sus vilezas a una causa de conveniencia, pero es puro accidente que maten a este o al otro lado de la línea imaginaria. De hecho, son abundantes los ejemplos a lo largo de la Historia de matarifes que han ejercido en los extremos opuestos.

Y más allá de los victimarios, lo terrible es que cuatro decenios y un cuarto de siglo después de las atrocidades, respectivamente, siga habiendo innumerablesjustificadores de ambas. Especialmente, de la segunda, no nos engañemos. Apuesten y ganen a que hoy tendré que mandar al guano a varios comentaristas de la edición digital de esta columna que vendrán, siempre desde el anonimato farruquito y cagueta, a explicarme por qué Ordóñez se ganó su final a pulso y a conminarme a pasar página por el bien de la convivencia. Lo siniestramente gracioso es que son los mismos que exigen que no queden impunes otras iniquidades. Como ni mi memoria ni mi ética son selectivas, clamo, ya sé que en el desierto, por la denuncia de todas y cada una.

Injusticia con sordina

Pues no. Esta vez no ha habido rasgado de vestiduras ni concurso de soflamas incendiarias contra la manga ancha de la Justicia. Será en vano que busquen pronunciamientos de campeones siderales del Yo acuso, ni airadas peticiones de cambio inmediato del Código Penal. Qué va. Únicamente silencio en la grada progresí y algarabía en la de enfrente, la ultramontana, que ha disfrutado sin competencia de una denuncia que debería haber sido compartida por cualquiera con un mínimo sentido de la decencia. Pero es que en este viaje no molaba por quiénes eran el criminal y la víctima. Les cuento, por si no acaban de caer.

Ocurre que la Audiencia de Zaragoza ha absuelto a un fulano llamado Rodrigo Lanza, de oficio sus antisistemeces, del delito de asesinato de un tipo al que pateó hasta la muerte porque le provocó… ¡llevando unos tirantes rojigualdos! Los togados, a medias con un jurado popular, le han hecho precio de amigo y dejan el matarile —por la espalda y a traición— en homicidio imprudente. En román paladino, de 25 años a un máximo de 12, que todo quisque apuesta que será mucho menos.

Es bastante fácil imaginar la explosión de bilis que se hubiera producido de haber estado cambiados los papeles. De hecho, sin llegar a eso, me consta que más de media docena de los lectores de estas líneas las habrán dejado cabreados antes de llegar aquí. No pocos de los que alcancen el punto final verán confirmada su tesis de que soy un fascista que lamenta que le hayan dado su merecido a un individuo que sobraba de la faz de la tierra. Eso, sin contar con los que se encogerán de hombros y concluirán que no les gusta la columna.

Todas las violencias

Como hacen los compañeros que informan desde el epicentro de la bronca en Catalunya, habrá que empezar poniéndose el casco. Bien sé que no me libraré del mordisco de los que en lugar de chichonera llevan boina a rosca, pero por intentarlo, que no quede. Efectivamente, queridas niñas y queridos niños del procesismo de salón, no hay nada más violento que meter en la cárcel por la jeró a personas que, con mejor o peor tino, solo pretendían hacer política. Una arbitrariedad del tamaño de la Sagrada Familia; lo he proclamado, lo proclamo y lo proclamaré.

Y hago exactamente lo mismo respecto a la brutalidad policial. En la última semana hemos visto un congo de actuaciones de los uniformados autóctonos o importados que deberían sustanciarse con la retirada de la placa y un buen puro. Es una indecencia que Sánchez, Marlaska y demás sermoneadores monclovitas en funciones no hayan reprobado la fiereza gratuita de quienes reciben su paga para garantizar la seguridad del personal y no para dar rienda suelta a su agresividad incontenible.

¿Ven qué fácil? Pues lo siguiente debería ser denunciar sin lugar al matiz a la panda de matones que siembran el caos y la destrucción. Curiosa empanada, la de los eternos justificadores —siempre desde una distancia prudencial— que pontifican levantando el mentón que ningún logro social se ha conseguido sin provocar unos cuantos estragos para, acto seguido, atribuir los disturbios a no sé qué infiltrados a sueldo del estado opresor. La conclusión vendría a ser que debemos el progreso a esos infiltrados. Todo, por no denunciar lo que clama al cielo, amén de beneficiar a los de enfrente.

La buena gente

Qué incómoda y pesada, la mochila de nuestro reciente ayer. Al tiempo, qué desazonante retrato de ese hoy que nos resistimos a admitir. Por mi parte, refractario al autoengaño, volveré a escribir que va siendo hora de reconocer que, por mucho que nos pese, hay una parte no pequeña de nuestros convecinos que creen que matar, si no estuvo bien del todo, por lo menos sí fue necesario y hasta resultó heroico por parte de quienes se dedicaron al asesinato selectivo —a veces, también a granel— del señalado como enemigo.

Lo tremendo es que no hablamos (o no solo, vamos) de individuos siniestros, malencarados e incapacitados para la empatía. Qué va. Muchos de los justificadores y/o glorificadores son tipos de lo más jatorra que te pagan rondas en el bar, te ceden el turno en la cola del súper o comparten tertulia contigo. Es esa buena gente, tan sanota, tan maja, la que estos días, al hilo de la exposición en un local municipal de Galdakao de un sujeto que se llevó por delante la vida de un currela (al que se suele obviar) y de un presidente del Tribunal Constitucional español, levanta el mentón y te advierte que mucho ojo con meterte con su asesino.

Cierto, quizá no te lo dicen exactamente así. Te espetan que no hay que mirar al pasado, que los del GAL se fueron de rositas, que a los de Vox nadie les dice nada, que qué pasa con la tortura, que por qué no te metes con los corruptos del PNV, que el PP es heredero del franquismo y te lo callas o, en la versión más suave, que a qué tanto cristo por unos cuadros. Vete y replícales que a ver qué pasaría si las pinturas fueran de Galindo, de uno de La Manada o, como escribió con tino alguien en Twitter, de Plácido Domingo.

Extraña detención

Esa sensación tan familiar de que hay algo que no es como nos cuentan. O bueno, casi nada, en este caso. Lo que tampoco puedo jurarles sobre el episodio es dónde empiezan las causalidades y dónde las casualidades, que seguro que también se dan unas cuantas. No me digan que no es una curiosa coincidencia que menos de una semana después de la muerte de Alfredo Pérez Rubalcaba se detenga a Josu Urritkoetxea, es decir, Ternera, que fue uno de sus principales antagonistas en el gran drama con ribetes de macabro astracán que nos deparó ETA.

Se diría que alguien humano o extrahumano buscaba el simbolismo del círculo cerrado. Después de 17 años fugado pero covenientemente localizable por todos los gobiernos españoles de la época, la entente policial de costumbre le echa el guante en un lugar muy frecuentado. Ocurre, además, en medio de una campaña electoral y justo el día en que los plumillas habíamos despejado la agenda informativa para ocuparnos monográficamente del fiasco del PSOE en su intento de colocar a Iceta casi por decreto como presidente del Senado. Todo ello en una operación bautizada —creo que con pésimo gusto— Infancia robada, y con el llamativo elemento añadido de que el arrestado, que es una persona que arrastra una grave enfermedad desde hace mucho, acaba en un hospital.

El resto de la trama sí ha cumplido con el guion tristemente previsible en forma de brutal espejo de un problema que andamos tarde para solucionar. Los mismos que para otros asesinos exigen verdad y justicia se han hecho selfis con cara de indignación infinita clamando contra la detención de alguien a quien tiene por héroe. Tremendo.