Lo que preocupa

La respuesta está en el último CIS. Y no, por supuesto que no me refiero a la parte de tiovivo electoral, con subeybajas cocinados al gusto del encuestador, o sea, de quien controla el gabinete demoscópico presuntamente público. ¿El ascenso estratosférico de Ciudadanos? Meno lobos. Invito a quien tenga humor y tiempo a comprobar cuántas veces el CIS —o cualquier otro barómetro— ha acertado con los naranjitos, da igual prediciendo que se salen del mapa o que se hostian. Ya se lo digo yo: las mismas que en los sorpassos de Podemos al PSOE, es decir, cero.

Por eso digo que no es en esa parte entretenida para las tertulias o los onanismos mentales donde debemos fijarnos. Me parece mucho más relevante el capítulo de lo que la población percibe como principales problemas. Ahí comprobamos ya que inmediatamente después del comodín del paro se ha situado lo que en el cuestionario aparece como “La independencia de Catalunya”. Aparte de que el enunciado da para una tesis —¿Se da por hecho que ya se ha consumado, quizá?—, nos encontramos ante una perfecta y perversa mezcla de causa y consecuencia. Es lo que explica y al tiempo justifica la actuación del Gobierno español.

Haber conseguido que la preocupación tape las otras, empezando por la corrupción, es el primer triunfo. El segundo, más jugoso si cabe, es que esa inquietud de los ciudadanos es traducible en comprensión hacia las medidas más contundentes que se tomen contra los que son identificados como causantes del quebradero de cabeza. ¿Intervención del autogobierno? ¿Cárcel? ¿Huida? Lo que sea, con tal de acabar con lo que quita el sueño a los españoles.

Yoyes… todavía

Les vengo con una recomendación. Esta noche ETB-2 emite —en tiempos se decía reponeYoyes. No me considero lo suficientemente versado como para decirles si, en lo puramente cinematográfico, la de Helena Taberna es una película buena, mala o regular. A mi me parece más que digna, pero creo que su aportación real va más allá de lo formal o lo estético. Reside principalmente en su valor como testimonio de un episodio de nuestra Historia reciente (el asesinato de María Dolores González Katarain se produjo hace 31 años y dos días, apenas anteayer) que nos debemos conjurar para no olvidar jamás. Se me dirá que como cualquiera de las iniquidades cometidas por estos, aquellos o los de más de allá en las décadas del terror, y es verdad. Ocurre, en todo caso, que se trata de un hecho —me consta lo frío de denominarlo así— que reúne un compendio de circunstancias que explican no solo cómo vivimos todo aquello, sino cómo lo seguimos viviendo.

Eso último es lo singular… y lo preocupante. Más de tres décadas después de su ejecución por “chivata y traidora”, el recuerdo de Yoyes sigue siendo muy incómodo, casi un tabú, para muchos de esos que en otros asuntos siempre van con la Memoria en los labios. Todavía el otro día, cuando aconsejaba en Twitter echarle un ojo a la cinta, me llovieron escupitajos verbales de variado pelaje. Me citaban a Lasa y Zabala o a Iñigo Cabacas —hace falta ser brutos y malnacidos— a modo de contrapeso, como si las injusticias se compensasen. Ya sé que fue, en el fondo, por decir lo prohibido: que Kubati, el arrogante asesino de Yoyes, imparte ahora lecciones sobre Derechos Humanos.

De Hipercor a hoy

Hipercor, 30 años. 21 muertos y 45 heridos, muchos de cuales aún arrastran secuelas físicas y psicológicas. Es verdad que para algunos, muy poquitos, de los que apoyaban la patéticamente llamada lucha armada de ETA marcó un antes y un después. Tal nivel de crueldad gratuita e indiscriminada resultó sencillamente inexplicable para, insisto, un puñado de personas que guardaban algo de conciencia y de espíritu crítico en su interior. El resto recurrió a la palabrería panfletaria de rigor, a las añagazas autojustificatorias o, cómo no, a encogerse de hombros porque “el conflicto es así”.

Todavía hemos tenido que escuchar en las últimas horas, y eso es lo verdaderamente terrible, que la culpa no fue de los que colocaron en el parking de un centro comercial repleto de gente 30 kilos de amonal, 100 litros de gasolina y escamas de jabón y pegamento, sino de los que no mandaron desalojar el local a tiempo. Y no crean que lo sueltan solo mentecatos de mollera granítica como los que andan quemando contenedores y pintando paredes en apoyo del homicida múltiple Iñaki Bilbao. Amén de no pocos cargotenientes de la cosa recién renovada, también lo dejan caer los polemistas de corps, esos tipos que dan lecciones, hay que joderse, sobre vulneraciones de Derechos Humanos. Son los mismos, efectivamente, que tienen las santas narices de colocar en idéntico plano de necesidad de reconocer el daño causado al lehendakari y a un mengano que se ha llevado por delante diez, quince, veinte vidas.

Claro que también es verdad, y esta vez la autocrítica es mía, que eso ocurre porque asumimos tales comportamientos como normales.

Por qué los matan (2)

Como certeramente me apuntaron numerosos lectores, en la columna sobre los vomitivos justificadores de las matanzas en nombre de Alá, dejé sin citar una de las inevitables martingalas que gastan estos fulanos: la de la supuesta desproporción en el tiempo que dedicamos los medios a las carnicerías en función de dónde se hayan producido. En su absoluta seguridad de estar en posesión de la verdad imposible de rebatir, nos interpelan a los tontos que son sabemos hacer la o con un canuto sobre las razones por las que no convertimos en noticia de portada y motivo de tertulia cada uno de los diez coches bomba que estallan a diario en Kabul, Mosul o Bagdad, o las decenas de víctimas inocentes de los bombardeos en, pongamos, Siria, que es el único sitio donde les suena que hay una guerra. “¡Pues a mi me duelen más los niños de Alepo que los de Manchester!”, llegué a leer en ese vertedero de bilis e hijoputismo llamado Twitter.

Ya hace años, David Jiménez, un reportero que se ha jugado el culo en varios puntos calientes del planeta y efímero director de El Mundo, trató de explicar a esta panda de gañanes el mecanismo del sonajero sobre lo que es o deja de ser noticia. Yo me niego a incidir sobre algo tan obvio o primario. Si alguien no lo entiende, simplemente es porque es un ceporro del quince o un tramposo malintencionado que no merece más que un bufido lleno de desprecio como el que pretenden ser estas líneas. Imaginemos que se aplicara la misma melonada al resto de cuestiones de la actualidad. ¿Debo dejar de informar sobre un asesinato machista en Barakaldo porque no lo hago cuando ocurre en Calcuta?

Última Fanta a ETA

Como decía Groucho desde su lápida, me van a perdonar que no me levante. Y desde luego, que no aplauda. El cínico que hay en mi llega, como mucho, a anotar que prefiero que se utilicen las armas para la propaganda que para limpiarle el forro al personal. Oigan, que ETA no era un grupo de malotes que hacían pintadas en las paredes. Bastante menos, una organización revolucionaria, como quizá se soñó en sus inicios. Se quedó en mafieta que mataba y acojonaba a quien le tosía. O a quien ni siquiera lo hacía, porque la lista de apiolados porque sí es vergonzosamente larga. Qué repugnantemente gracioso es ver a quienes jaleaban todo eso haciendo ahora profesión de campeones mundiales de la paz. Si tanto les gustaba, ya podían haber empezado a practicarla mucho antes. Algunos tenemos quinquenios en esto de recibir por las dos mejillas.

Pero bueno, ya está. Capri, c’est fini. Que se termine la Fanta y que ahueque el ala. Esta tiene que ser la última que le pagamos. Y con lo cara que nos ha salido, podremos darnos el desahogo de señalar que, alegres biribilketas aparte, el desarme de marras se ha hecho efectivo exactamente como podía haber sido en el mismo instante del famoso comunicado de hace cinco años y medio. Todavía el otro día le escuché a un egregio vocero de la causa diciendo que era “de subnormales” (sí, es literal) pensar que la cosa se podía hacer entregando una lista de localizaciones.

Queda claro que la cacareada (y no falsa, ojo) resistencia de los gobiernos de España y Francia era un comodín, una falacia más a mayor gloria del relato, que ayer en Baiona fue, en realidad, clamoroso retrato.

A propósito de EHU/UPV

Le debía unas líneas a la universidad. A mi universidad, esa de la que salí hace casi tres décadas jurando que solo volvería de paso. Ahora que caigo, he cumplido, aunque el tiempo ha borrado la animadversión. ¿O era impotencia? Más bien eso, porque se parecía entre poco y nada a la imagen, seguramente idealizada, que el adolescente que fui tenía de la Enseñanza Superior. No digo que no hubiera momentos dignos de provocar, siquiera forzándola, su gotita de nostalgia, pero en general, mis recuerdos no pasan de las diferentes escalas del gris. De entonces a hoy, mirando siempre de refilón o por motivos puramente profesionales, he ido viendo el vaso a ratos medio lleno, a ratos medio vacío.

Medio vacío, por ejemplo, en estas últimas semanas de un proceso electoral de candidatura única donde todo lo noticiable, lo desgraciadamente noticiable, residía en unos gamberros consentidos que —le copio la idea a Iñaki Antigüedad— destrozan lo público porque lo confunden con lo gubernamental. Claro que todavía más triste que los estragos de los fachuzos alevines ha resultado la disculpa, la justificación o el aplauso sin disimulos de tipos más talluditos. Incluso alguno con despacho en la institución que nos ocupa.

Medio lleno, sin embargo, cuando en el programa de la radio necesito especialistas en la materia que sea y los encuentro en el directorio de EHU/UPV. También al comprobar que tras buena parte de las iniciativas, los proyectos o las propuestas más estimulantes que tienen lugar a nuestro alrededor hay mujeres y hombres vinculados con cualquiera de sus centros. Les garantizo que ocurre muy a menudo.

A los que justifican

He acogido con alegría, satisfacción y hasta gustirrinín la (previsible) sarta de improperios que me ha llovido por mi enésima columna sobre la pazguatería justificatoria de las matanzas cometidas en nombre de Alá. De algún modo, esas invectivas nada ingeniosas —¡Cuñau, cuñau!, es lo más que llegan a balbucear, en general— son la prueba del nueve de mi denuncia. Y ni siquiera puedo decir que lo siento. Simplemente, creo que estamos ante una cuestión de una gravedad extrema —si no de la mayor gravedad, puesto que hablamos de la vida y de la libertad de las personas— ante la que no caben contemporizaciones.

¿O es que tragaríamos con alguien que viniera diciendo que la culpa de los crímenes nazis fue del mal trato que se le dio a Alemania tras la primera Guerra Mundial? ¿No nos acordamos de la puta calavera de quien porfía que el 18 de julio se debió a los desmanes de la República? ¿Aceptamos acaso que el GAL, las torturas o la ilegalización de la izquierda abertzale política son la justa respuesta a los atentados de ETA? Pues con esto, exactamente igual, salvo pecado de banalización de las muertes ajenas o, peor, de complicidad.

Por lo demás, es perfectamente compatible señalar la hipocresía nada inocente de nuestros mandarines —que, efectivamente, amamantaron al monstruo— con la denuncia tajante y sin ambages del terrorismo islamista. Como ya anoté en una de las mil filípicas que he aventado sobre tan lacerante materia, la sana y procedente contextualización no debe obrar como coartada exculpatoria para las carnicerías. Y cuando acaba de derramarse la sangre, ¡qué menos, joder, que una condena!