Por un Museo de la Ciencia público

Cuando la demagogia entra por la puerta, la menor posibilidad de un debate sereno y sosegado salta por la ventana. El principio vale para lo que quieran, pero en este caso me refiero al inminente cierre del Museo de la Ciencia de Donostia. Una pérdida que no es solo para Gipuzkoa, sino para los tres territorios de la demarcación autonómica; a ver cuándo nos dejamos de provincialismos y empezamos a tener visión de país, aunque sea en su versión administrativamente liofilizada. De paso, a ver si abandonamos la hipocresía y el hacernos de nuevas con fastidio. Está ampliamente constatado que cuando la decisión se sometió a votación en el Patronato de la Fundación Kutxa, todos los partidos, sindicatos e instituciones representadas dieron su visto bueno.

O sea, que menos sulfuros impostados y menos lágrimas de cocodrilo. Esa unanimidad solo quiere decir algo bien sencillo que nos negamos a aceptar: no quedaba otra. Por mucho que pretendamos engañarnos a nosotros mismos, las normas vigentes y, peor que eso, el propio despiadado mercado bancario actual han hecho que nuestras queridas cajas tengan que competir por seguir vivas y arraigadas en sus respectivas sedes. Ya escribí una vez y vuelvo a hacerlo que la gran obra social que espero de un banco es que pague muchos impuestos a las arcas locales. A partir de ahí, son las instituciones y no la beneficencia mal entendida las responsables de dotarnos de los servicios que demanda la sociedad que consume y vota. Y eso incluye la creación y el mantenimiento (si las empresas privadas echan un cable, genial) de un Museo de la Ciencia como el de Miramon. O ese mismo.

Buscar salidas

Aparte de proporcionar una coartada para la bulla demagógica y ser un agradecidísimo relleno de tertulias (incluida la que dirige o así este servidor en Onda Vasca), el asunto del momio laboral que se le procuró al cesante Mikel Cabieces a la vera verita de Kutxabank vuelve a poner sobre el tapete la delicada cuestión de los políticos que se quedan a dos velas. ¿Qué hacemos con la nada desdeñable cantidad de cargos, carguetes, carguillos y cargazos públicos que pierden la nómina cuando cae el gobierno que les da de pastar?

Con los de relumbrón y quizá hasta los de tercera fila, ya sabemos —porque lo acaba de revelar Mario Fernández y porque la práctica tiene lugar frente a nuestras narices— que los usos y costumbres, o sea, las leyes no escritas, marcan la búsqueda de una sinecura de toma caviar y moja. Luego ya la suerte, la disposición de chollos para repartir o el tamaño de los servicios prestados decidirán si la puerta giratoria desemboca en el despacho de una compañía de postín, un negociado en cualquiera de las tropecientas empresas parainstitucionales o en algún ayuntamiento que conserve el partido conseguidor.

Pero, sobre todo si el descalabro electoral es gordo, no suele haber suficientes caramelos para repartir. En esa tesitura, quienes lo tienen más jorobado son los políticos de infantería. Deberán conformarse con la aplicación de las leyes sí escritas que estipulan, como mucho, una indemnización y una palmadita en la espalda. Les propongo que se pongan en las pieles de estas personas que se saben el eslabón más débil. ¿Hasta dónde podría llevarles su instinto de conservar el puesto?

Leyes no escritas

A su edad, con su currículum, su carácter y su patrimonio, Mario Fernández es uno de los pocos seres humanos de nuestro entorno que pueden permitirse el lujo de no andar midiendo las palabras. O de conducirse con una sinceridad que, rozando la soberbia en algunos casos —Kutxabank c’est moi —, resulta singular cuando lo que se lleva alrededor son los sobreentendidos, los eufemismos, las miradas hacia otro lado y, como muchísimo, las medias verdades. Quizá hubo un tiempo en el que el expresidente de la-entidad-más-solvente-de-españa tuvo que vestirse de lagarterana, pero parece que ya no está por la labor. Y la prueba es la torrencial nota que hizo pública el viernes, coincidiendo con su declaración ante la fiscalía del País Vasco por el caso (más bien casillo) de los 243.000 euros perdidos y hallados en el templo.

Sin pelos en la pluma, Fernández deja negro sobre blanco que quien le pidió el favor de buscarle una canonjía remunerada a Mikel Cabieces fue “un líder del PP”. Bonito ¡zasca! para la sustituta del aludido aunque no nombrado, Arantza Quiroga, que días atrás había bocabuzoneado que el marrón era obra del binomio PNV-PSE. Anotado el enésimo ridículo de la irundarra, no perdamos de vista el meollo, que está en la justificación de los hechos que, como si tal cosa, deja caer el veterano banquero. La colocación de cesantes obedece a “una ‘ley no escrita’ que ha funcionado con todos los gobiernos y todos los partidos durante los últimos 30 años”. Si bien se refiere a cargos relacionados con la lucha anti-ETA, no recuerdo una explicación tan clara del funcionamiento de las puertas giratorias.

Obra social (2)

Resumen de la columna anterior: la mejor obra social que pueden hacer las entidades financieras —bajo el nombre blando de caja o el duro de banco— es pagar impuestos para que la administración, a través de los presupuestos, pueda cumplir con las obligaciones que le son exigibles. Si como política promocional, lavado de imagen o incluso por convicción quieren, además, destinar un pequeño pico a buenas causas, pefecto, pero siempre quedando claro que las necesidades básicas deben ser cubiertas por los gobiernos de los diferentes niveles. Se me escapa por qué muchas personas que van con la bandera de lo público en ristre dan por bueno un modelo que, como señalaba ayer, tiene más que ver con la beneficencia que con los derechos.

Sospecho que el error de partida reside en algo que no ha dejado de maravillarme en las distintas fases del proceso que empezó con la fusión (a la fuerza) y culminará con la conversión en fundaciones: hay quien alberga la idea romántica de que un banco puede ser una ONG. Como usuarios (también a la fuerza) que somos todos los integrantes del censo, deberíamos tener las suficientes experiencias para comprender que no hay nada más lejano a la realidad que eso. Independientemente de su carácter (con cierto control institucional, cooperativas o sociedades anónimas puras y duras), no son ni más ni menos que un negocio. Díganme uno solo que no desahucie, que no cobre comisiones hasta por respirar o que no haya limitado ciertos servicios que no le son rentables, como el pago de recibos en ventanilla. Por eso la obra social que les pido es que paguen cuantos más impuestos, mejor.

Obra social

Uno de los grandes caballos de batalla en la bronca/debate sobre Kutxabank —como lo fue en la saga fuga de la CAN— es la obra social. Cuando los promotores de la conversión de las cajas en fundaciones bancarias nos cuentan las bondades de su modelo, remarcan con fosforito que por ese lado no hay nada que temer y nos silabean que, de hecho, lo que se ha pretendido con la discutida fórmula es poner a salvo ese capítulo. Desde enfrente, los que claman contra lo que califican como privatización sitúan en la cúspide de los males del proceso emprendido la pérdida de esas cantidades destinadas al bien común. Unos y otros parecen tener claro que para la defensa de su postura o, lo que es lo mismo, para la venta de su mercancía dialéctica y la consiguiente suma de adhesiones de entre el común, es imprescindible que hagan bandera de la obra social.

Sabiendo que rozo el tabú, me atrevo a pedirles que reflexionen un par de segundos en el concepto. ¿No les suena, aunque sea solo un poquito, a eufemismo para decir beneficencia? ¿No le ven ese toque del capitalismo paternalista de los economatos y el paquete de navidad que dejaba claro quién estaba en condiciones de dar y quién en condiciones de recibir con gratitud? Si bucean en el origen histórico de las entidades, verán que hay bastante de eso. Y si repasan los fines a que se dedican esos pellizquitos del negocio de prestar con interés —¿o estamos hablando de otra cosa?—, comprobarán que se trata de asuntos que deberían estar cubiertos por lo público. Me refiero a lo genuinamente público, o sea, a lo que sale directamente de los impuestos. Ahí lo dejo.

Kutxabank, demasiado tarde

Me alegro de haber vencido la pereza infinita que me provocaba acercar el pinrel al charco de lo que sea que esté pasando en/con Kutxabank. Por primera vez me encontré frente a argumentos razonados y altamente razonables. También con la consabida soba de hostias dialécticas de los que, habiendo nacido ovejas, presuponen que todos tenemos un pastor que nos lleva cañada arriba y abajo. Seguramente estos últimos fueron más en cantidad, pero me quedo con las aportaciones de las lectoras y los lectores que no tiraron de consigna y me ofrecieron su punto de vista crítico. La barrila de la que me quejaba en la columna anterior abría paso al debate.

Un debate, mucho me temo, que llega al humo de las velas, cuando es bien poco lo que se puede hacer, salvo llorar por la leche derramada. No hablo de una demora de unos meses o un par de años. Aunque podamos fechar la puntilla en el momento en que el eje Bruselas-Madrid se sacó de la sobaquera una legislación que, con la excusa de acabar con los saqueos de las cajas españolas, hace pagar a justos por pecadores, la cuestión viene de atrás. Recordemos las dos décadas de intentos de fusión malbaratados porque cada sigla política quería mantener a toda costa su porción del pastel. Aún tengo en la memoria el penúltimo fiasco, celebrado con champán en la sede de algún partido. Entonces no parecía importar demasiado el bien común. El hoy cacareado carácter público se entendía a la remanguillé, es decir, como sinónimo de propiedad privada de esta o la otra bandería. Y como había un cachito para todas, a nadie le pareció mal… hasta que ha sido demasiado tarde.

Kutxabank, ¿entidad pública?

Puede ser por la astenia de enfilar el fin de curso o tal vez por la sensación plomiza de haber visto la película doscientas veces, pero la barrila a cuenta de Kutxabank me aburre tres congos y pico. Barrila, sí, eso he escrito. Como en tantísimos asuntos, aquí no hay lugar al debate sosegado con argumentos que se oponen a otros argumentos. Es una pura derrama de consignas intencionadamente toscas que buscan convencer por las tripas y no por la masa gris. Por descontado, la adhesión es obligatoria e inquebrantable. O conmigo o contra mi. Lo de menos es entender de qué va la vaina. Y aquí es donde me toca confesar que no debo de ser ni la mitad de listo que los que se andan cruzando exabruptos.

Para empezar, me llena de perplejidad haberme enterado, cuarenta y pico años después de que mi padre me abriera una libreta infantil con cien pesetas en la Caja de ahorros vizcaína, de que durante todo ese tiempo he sido cliente de una entidad pública. Ni sospecharlo, oigan, aunque imagino que ha tenido que ser mayor la sorpresa de los empleados, que ahora están recibiendo la primera noticia de su condición de funcionarios. ¿Que no es exactamente así? ¿A qué viene, entonces, denunciar no sé qué privatización? Quizá si no se intentara trampear demagógicamente el lenguaje, resultaría más fácil prestar atención a los razonamientos.

Del mismo modo, la receptividad sería mayor si uno tuviera la certeza de que la pelea es por algo que ha importado alguna vez a los que enarbolan briosamente las pancartas. Sería muy divertido y altamente revelador comprobar en qué banco están domiciliadas según qué nóminas.