Un asesinato sin salirse de la ley

No fue una anécdota sino una categoría. A Pedro Sánchez le bastaron treinta segundos para despachar su conmoción de copia y pega por el asesinato del pequeño Álex. En dos ocasiones, ¡dos!, en ese medio minuto de trámite el presidente del gobierno español situó el crimen en la localidad cántabra de Laredo y no en la riojana de Lardero, pese a que en las 48 horas anteriores no se había dejado de repetir con insistencia el nombre del municipio de 10.000 habitantes que limita con Logroño. Es lo que ocurre cuando la prisa comunicativa se mezcla con la ignorancia, la pereza, y la inercia porque un asesor o el propio interesado habían pensado que fingir unos pucheros puede procurar réditos políticos. Por si el teatrillo podía ser más infame, todo se quedó en manifestar la mentada conmoción y en el juego de los sinónimos, la consternación que había provocado el asesinato de una criatura. Ni una palabra de las circunstancias concretas en las que se produjo.

Claro que todo es susceptible de empeorar. Lo demostró el ministro de Interior, Fernando Grande-Marlaska, al que por esas ironías del destino, anteayer su agenda le había señalado un acto en capital de La Rioja. Quedan para los anales de la desvergüenza sus intentos de escurrir el bulto ante las inevitables preguntas y para la antología de la indecencia, lo que terminó farfullando. En lugar de pedir perdón y de reconocer que se dieron errores fatales, el juez en excedencia tuvo el cuajo de porfiar que “Todas las instituciones han actuado conforme al principio de legalidad”. O sea, que un depredador ha matado a un niño con arreglo a las leyes vigentes. Tremendo.

Sin prórroga ni alternativa

Yo también albergaba cierta esperanza de que Pedro Sánchez cambiaría de opinión sobre la no prórroga del estado de alarma cuando pasaran las elecciones madrileñas. Es de sobra conocida, hasta el punto de ser marca de la casa, la querencia del inquilino de Moncloa por los digodiegos. Nadie como él ejecuta los giros de 180 grados. Y en esta ocasión, todo parecía apuntar por ahí. Resultaba lógico pensar que el aperturismo de la campaña podría cambiarse por la prudencia responsable una vez contados los votos, incluso independientemente del resultado.

Sin embargo, viendo la insistencia casi machacona del propio Sánchez y de los diferentes portavoces del ejecutivo español, tiene toda la pinta de que se han quemado las naves y, pase lo que pase, no habrá marcha atrás. El 9 de mayo decaerá el estado de alarma y ni siquiera se contempla mantenerlo en aquellas comunidades donde la situación sanitaria fuera más delicada. Ni ocho horas tardó en quedar desautorizada la vicelehendakari segunda del Gobierno vasco, Idoia Mendia, que fue quien deslizó esa posibilidad. Todo hace indicar que, pese a los horribles números que tenemos en las demarcaciones autonómica y foral, quedaremos en manos del buen, mal o regular criterio de las instancias judiciales. Los precedentes no invitan precisamente a la confianza.

Prisiones, 42 años después

Más de cuatro decenios después, el gobierno español se compromete a traspasar las gestión de las prisiones a la Comunidad Autónoma del País Vasco. La noticia debería ser el tremebundo e inexcusable retraso en cumplir con lo dispuesto en el Estatuto de Gernika, un conjunto de leyes votado mayoritariamente en los tres territorios y asumido (¡incluso celebrado!) como marco jurídico indiscutible por quienes ahora ponen el grito el cielo. Sin embargo, la triderecha hispanistaní —el PP, Vox y los restos de serie de Ciudadanos— y sus descangalladas terminales mediáticas claman que es una inaceptable traición al estado y vaticinan la inminente puesta en libertad de los presos de ETA.

Una vez más piensa el ladrón que todos son de su condición. No existe el menor motivo para sospechar y aventar semejante demasía. Simplemente se cumplirá lo dispuesto en un conjunto de normas que se dieron los vascos hace unas cuantas generaciones. Lo mismo, por cierto, que ocurría en la malvada Catalunya sin rasgado de vestiduras hasta que llegó el Procés. O, por citar otras comunidades menos sospechosas, lo que disponen los estatutos de Galicia, Andalucía o Canarias. Se retratan quienes pretenden que el tardío cumplimiento de un compromiso es motivo de rasgado de vestiduras. Por fortuna, sus ladridos casi ni se escuchan.

Patada en la puerta

No hay discusión. Una patada en la puerta es de lo más antiestético. Peor que eso: es abiertamente contraria a las garantías jurídicas más primarias. O directamente un atentado a los derechos básicos. Incluso mentes obtusas como la mía lo entienden y hasta lo defienden. También es verdad que ahí se acaban mis certezas y comienza mi proceloso mar de ignorancias. La primera de ellas es obvia y presumo que compartida con muchos lectores: si lo escrito es así, ¿qué sentido tiene dictar normas de lucha contra la pandemia que atañen a lo que ocurre en el interior de los inexpugnables domicilios, moradas, residencias, aposentos, quelis u hogares?

Quiero decir que parece que sirve de bien poco prohibir reuniones de no convivientes —da igual para jugar al parchís que para correrse un fiestón multitudinario—, si no hay modo práctico de llevar a cabo la disposición. En el mejor de los casos, estamos abocados a imágenes delirantes como la de varias patrullas de la Ertzaintza haciendo vigilia durante horas en un convento de Derio hasta que los participantes de un sarao etílico sin mascarillas ni distancia tuvieron a bien salir. ¿Es lo que cabe hacer ante cada una de las incontables juergas a puerta cerrada que se celebran a diario? Pues asumamos que tenemos un problema muy gordo en la lucha contra el virus.

Diario del covid-19 (40)

¿Apoyar o no apoyar la prórroga del Estado de alarma? He ahí el dilema. O sea, la tremenda trampa para elefantes en que han caído las formaciones que auparon a Napoléon Sánchez a Moncloa y que lo han venido respaldando con lealtad. Si lo hacen, como podría indicar cierta lógica y quizá (esto ya es más discutible) la necesidad del momento, estarán regalando de nuevo al prócer máximo la facultad de seguir haciendo de su capa un sayo dictatorial. Si no lo hacen y, en consecuencia, decae la prórroga, la nueva caverna, que es un calco inverso de la otra, se lanzará con los ojos inyectados en sangre a acusar a estos partidos de cómplices criminales de Vox, el PP y los restos de serie de Ciudadanos. De rebote, la tri(ultra)derecha recién citada se pondrá cachonda y llamará al alzamiento nacional.

En resumen, la opción es entre lo malo y lo peor. O lo sería, si no fuera porque es muy probable que en este minuto del partido la lucha contra el bicho y sus consecuencias se pueda afrontar con la legalidad ordinaria. No lo digo yo, que en esto soy igual que cualquier cuñado de grupo de guasap. Lo anotan catedráticos de Derecho Constitucional de diversos credos, en cuyos análisis deslizan algo que debería parecernos terrorífico: Sánchez ha banalizado groseramente una herramienta excepcional de la democracia.

La (i)legalidad según el PP

Que tu mano derecha no sepa lo que hace tu otra mano derecha. O bueno, sí, que lo sepa, y que se la refanfinfle que sea exactamente lo contrario de lo que se anda propalando a voz en grito. Como habrán adivinado por el título, me refiero al PP. Menudos aplausos con las orejas al Borbón reinante por haberse pasado por entre las ingles su obligada neutralidad —jua, jua, jua— para atizar la enésima colleja a los soberanistas catalanes. “Sin legalidad no hay democracia”, tuvo el cuajo de moralizar el vástago del Campechano, como si no supiéramos que él está donde está gracias a la legalidad franquista.

Pero otro día exploro ese jardín. Hoy me centro, como apuntaba arriba, en el desparpajo de la banda de Casado, que horas después de hacer la ola a esa filípica —o felípica, en este caso— se hicieron mangas y capirotes con ella en el Senado al aprovechar su mayoría absoluta para aprobar una moción que insta al gobierno de Sánchez a no completar las transferencias pendientes a la Comunidad Autónoma Vasca. Ojo, todas y cada y una de ellas, desde las que más sarpullidos les arrancan —Prisiones y Seguridad Social— hasta la más triste devolución de medio kilómetro de línea ferroviaria. ¿Acaso no es eso instar al incumplimiento vergonzante de la legalidad emanada, no se pierda de vista, del festejado Estatuto de Gernika y de la sacrosanta Constitución española? Tampoco es cuestión de sacar a paseo los grandes exabruptos, pero sí procede recordar que cuando la vaina es al revés, las bocas se llenan con la demasía del golpe de estado. En esta ocasión, sin embargo, la democracia es fumarse un puro con la ley. Así es el PP.

Huelga de celo

Huelga de celo, curioso concepto. Para empezar, si la pone en práctica un cuerpo policial, como es el caso de Gasteiz, es preciso negar tajantemente que se esté haciendo. O sea, hay que tomar por imbécil a la ciudadanía. Por más imbécil, en realidad, porque ya de partida se ha decidido zurrar a los gobernantes en la badana de los sufridos contribuyentes. De acuerdo, como en todos los conflictos, puesto que la capacidad de presión de un colectivo es directamente proporcional a las molestias que pueda causar al común. Solo que este caso, la jodienda se ceba en el bolsillo de los pringados y las pringadas de a pie.

Así, a primera vista, no se diría que es el mejor modo de conseguir que se simpatice con una causa. Claro que, conociendo algún percal uniformado y dotado de porra —¡no todos son iguales, ojo!—, tampoco extraña que a los multistas se la bufe un kilo caer bien o mal. Por lo demás, basta buscar el negativo de la foto para que a uno le asalte la duda. Si en estos días de frenesí sancionador es cuando cumplen la ley, ¿será que hasta la fecha no lo hacían? O prevaricaban antes o prevarican ahora, y eso es bastante más delito que cruzar un paso de peatones en rojo.

No se deje de notar otra paradoja. La (no) huelga se hace para denunciar la falta de recursos, y sin embargo, su efecto es multiplicar por un congo la productividad traducida en ingresos de escándalo para las arcas municipales. Y aquí procedería la reflexión final sobre el porqué de las normas, el grado variable de cumplimiento que se nos exige según las circunstancias, y la sospecha del carácter puramente recaudatorio de algunas.