Patéticos Goya

Confesé en su día sin ruborizarme que cada nochebuena me inyectaba en vena el discurso del Borbón. De perdidos a la acequia, me acuso también y además sin propósito de enmienda de castigarme todos los años por estas fechas con la gala de los premios Goya. Una de las diferencias entre ambos autoflagelos es que la chapa real no llega a diez minutos, mientras que el pestiño de la academia del cine español puede pasar tan ricamente de las tres horas. Eso, claro, sin contar los estomagantes previos paletos de la alfombra roja, que este año incluían como figurantes a unos gamberretes enmascarados que se pretenden guerrilleros y encuentran muy gracioso y muy revolucionario tirar páginas web porque ellos lo valen. No dejan de ser, por tanto, la versión del otro lado de la acera de su tan odiada ministra Sinde, sólo que ellos –Anonymous se autodenominan- gozan de mejor prensa y pasan por héroes para esa facción de internautas que cree a pies juntillas que los trabajos creativos ajenos les pertenecen por su banda ancha bonita. Tal vez me los tome en serio cuando los vea afanar de las estanterías los smartphones de cuatrocientos euros que gastan o cuando demuestren que también le hacen el sin-pa a las compañías telefónicas.

Vergüenza ajena… y propia

Ahí estaban, en cualquier caso, sirviendo de atrezzo a la gala más patética y casposa de cuantas recuerdo haberme echado a las pupilas desde aquella -año 1998- en que el entonces presidente de la academia, el sobrevalorado (opino) José Luis Borau, levantó sus palmas blancas para alborozo de algunas almas negras. Si algo demostró la llamada familia del cine español es que no necesita oposición externa. Se bastan y se sobran sus miembros para echar por los suelos su propia imagen. Guion de función de fin de curso de primero de ESO, interpretaciones ruborizantes sobre las tablas, caras de no haberse tomado el Álmax en el patio de butacas y, como guinda, un palmarés que apenas olía a vendetta o, como poco, a decisión salomónica. Hasta la irrupción del tonto del haba de la barretina encajó como un guante en el ridículo global de la noche.

Sólo se salvó -no creo que nadie lo dude a estas alturas- Álex de la Iglesia, que no tiene ni un solo motivo para lamentar haberse desmarcado por la banda de sus adocenados colegas. Pudo haberlos mandado a todos a cascarla a Ampuero, pero se conformó con un contenido discurso lleno de puntos sobre íes pronunciado, eso sí, con más vehemencia de la que en él es habitual. De poco sirvió. Nueve de cada diez no sabían de qué hablaba.

Lo que va de Bollain a De la Iglesia

Hace como siete u ocho años, después de aplazar media docena de veces una entrevista que iba a ser de alfombra roja, un agente de prensa de Iciar Bollain me mandó, literalmente, a la mierda. Aquel tipo -llamado Alberto, creo recordar- me dijo que no había nada que explicar sobre las cancelaciones en el ultimísimo momento y que era mi problema si me había tenido que vestir tantas veces de lagarterana para llenar el cuarto de hora provocado por su ausencia. Antes del exabrupto final, me recordó que su representada tenía el derecho a no descolgar el teléfono si no le apetecía, aunque se hubiera comprometido a hacerlo. En ese mismo instante dejé de creer en el buen rollito que espolvoreaba la directora en sus películas y en sus declaraciones. Otra decepción más para el coleto. Una de las cosas malas de mi oficio es tener la posibilidad de acercarse un paso más que el común de los mortales a las personas que se admira.

Bronca a De la Iglesia

Me ha vuelto a la cabeza la anécdota al leer el rapapolvo público que Bollain se ha permitido echarle a Álex de la Iglesia por haber cometido el tremendo delito de escuchar a los que están al otro lado de la acera en el fárrago de la Ley Sinde. “Ha abierto una crisis innecesaria y muy dañina en el seno de la Academia”, acusaba al bilbaino, y añadía: “Estábamos a punto de hacer una gala muy bonita, todos metidos de lleno en los Goya, y de repente, este lío enorme”. Ajustado autorretrato de la cineasta comprometida. Todo lo que le preocupaba de este asunto en el que tanto y tan importante hay en juego -el futuro de la relación entre creadores y disfrutadores de su trabajo- era que el sarao, esa función de fin de curso que de mayor quiere parecerse a la entrega de los Oscar, quedase lucido y resultón. Pues fale, que diría un personaje de Forges.

Bendita crisis, si es que es verdad, la que De la Iglesia ha podido provocar con su valiente paso al frente en una institución que lleva apestando a naftalina desde su nacimiento. Es muy curioso que muchísimos de los que quieren contarnos la realidad desde las pantallas vivan en una burbuja que se han hecho a medida. No caeré en la cantinela facilona de llamarlos “faranduleros de la ceja”, pero debo reconocer que ayer me ruboricé al comprobar que coincidía casi letra por letra con lo que había escrito Alfonso Ussía -¡sí, él!- sobre el suntuoso lugar elegido por Penélope Cruz y Javier Bardem para el nacimiento de su hijo. Cuesta aceptar lecciones de ética de quienes se pueden pulir cien mil dólares tan alegremente.

Sinde ya no es nombre de ley

Celebro la derrota de la Ley Sinde en el parlamento español por varios motivos. Uno, porque le ha enfadado mucho a Alejandro Sanz, que nos ha salido cantor-protesta después de años de empalago prediseñado a mayor gloria del Hit Parade. Dos, porque mola que de vez cuando no cuele el cambio de cromos entre partidos. Y tres, porque bajo el pretexto de defender -noble causa- el derecho de los creadores a comer de vez cuando de su inspiración y su transpiración, lo que realmente buscaba era vía libre para empezar a cerrar webs que disgustasen a los señoritos, y sin siquiera tomarse la molestia de buscarse un juez que barnizase de legaligad la cosa. Como han dicho algunos, patada en el servidor y se acabó.

Me cuesta un esfuerzo mayor, sin embargo, compartir el bullicio de la facción más artificiosamente revoltosa, alegre y combativa de la red, esa que ha convertido en antorchas sus Blackberrys, Iphones o HTCs de quinientos euracos -conexión a precio de caviar aparte- en nombre del acceso universal y gratuito a la cultura. Espero verlos pronto igual de levantiscos frente a sus compañías telefónicas o los monopolios tecnológicos que les proveen de sus fetiches. O contra los Grandes Hermanos Google o Facebook, que nos llevan -sí, a mi también- cogidos del ronzal por esos cibermundos de los que se han apropiado sin mayores quejas de quienes antes creían pastar libremente por ellos.

Casi todo es negocio

Que me apunten para cuando empiecen tales guerras, que a esas sí voy. Esta, lo reconozco, la he visto desde la barrera porque, compartiendo el objetivo último (ya he dicho que la ley me parecía un engendro), no me sentía nada cómodo partiéndome la cara por unas webs, bastantes de las de descargas presuntamente gratuítas, que son tan negocio como las malvadas multinacionales. Tampoco veía qué se me había perdido junto a los cabecillas de la machinada, grandes gurús de corbata y maletín que dan conferencias con el caché de Lady Ga-ga y que publican libros con un pedazo de Copyright como la copa de un pino.

Pero seguramente lo que menos me ha convecido de la trifulca de estos días atrás ha sido el innecesario desprecio por los creadores que he percibido. Sobrepasa la paradoja montar un cirio de este tamaño para tener acceso libre a las obras de los mismos tipos a los que se despelleja sin compasión por peseteros, apalancados y no sé cuántas cosas más. ¿Queremos que trabajen para nosotros sin cobrar? ¿Es eso? Ya sé de sobra que no, pero a veces el trazo grueso de las consignas induce a la confusión.