Hasta siempre, Quini

Menos mal que se ha ido el maldito febrero que en apenas una semana nos ha dejado sin dos de las mejores personas con las que hemos tenido la fortuna de compartir un buen trecho de vida. Sin terminar de llorar al genio del humor pero, sobre todo, inconmensurable ser humano que era Forges, nos toca decir adiós antes de tiempo a Enrique Castro, Quini, uno de los tipos más auténticos que haya pisado un terreno de juego.

Y si últimamente no nos ha quedado más remedio que denunciar la basura sin matices que acompaña al fútbol, hoy habremos de reconocer que entre esa inmundicia hay lugar para gentes de infinitos quilates de bonhomía y humildad. Comparen al siete veces Pichichi con cualquiera de los señoritos —millonarios prematuros, que decía el loco Bielsa— que pasean su palmito y su ego con elefantiasis por esas canchas de Dios, es decir, de Tebas, o sea, de Roures. Simplemente, no hay color. El asturiano gana de calle.

Tuve la fortuna de ver su último partido con el Sporting en el viejo San Mamés hace más de tres decenios. Cada vez que tocaba el balón, el estadio en pleno—¡éramos los rivales!— atronaba “¡Brujo, brujo, brujo!”, y al abandonar el césped, él lo agradeció llevándose la mano al pecho y aplaudiendo a la grada con sincera emoción.

Leo que marcó 219 goles en primera división. Para mi, ninguno como el que anotó por toda la escuadra de nuestros corazones cuando en el juicio por su secuestro a manos de unos pobres desgraciados, declaró: “Yo les perdono. Si lo hicieron, fue seguramente porque creyeron que no tenían otra salida. Si por mi fuera, podrían irse ahora a su casa con sus familias”. Inmenso.

También es fútbol

Me enteré de la victoria del Atlético de Madrid en la liga gracias a un destartalado transistor que escuchaban dos sin techo en el parque de Los Monos de Portugalete. A los sones del himno que certificaba el triunfo, se abrazaron y, ante mi estupefacción, prorrumpieron en expresiones de júbilo con los puños en alto. Luego, dieron sendos tragos del botellín de cerveza que compartían, recogieron sus mochilones y desaparecieron de mi vista en dirección a Santurtzi. Iban cogidos por el hombro. Un buen rato después de su marcha yo seguía tratando de asimilar la escena y desentrañando su significado. Durante unos minutos, me gustaría saber realmente cuántos, un par de personas arrojadas a la cuneta social acariciaron algo parecido a la felicidad porque unos millonarios habían conquistado un título que al cabo de un tiempo solo será un apunte del palmarés. Qué razón tenía el recientemente fallecido Vujadin Boškov: fútbol es fútbol.

Apenas 24 horas después de ser testigo de lo que les cuento, vi por la tele cómo se venía abajo la valla del graderío sur del Sadar tras el tempranero (e inútil) gol de Riera. La pasión desbordada y la negligente sujeción de la verja estuvieron a un tris de provocar una tragedia que habría dejado en anécdota la que suponía el descenso de los rojillos. Por fortuna, la avalancha humana se quedó, que no es poco, en huesos fracturados, magulladuras y un susto que no olvidarán sus protagonistas. Y de propina, en una imagen que vale por un quintal de moralejas, la del jugador del Betis N’Diaye llevando en brazos a un niño que había rescatado de la montonera. También es fútbol.

Atraco al Eibar

Ninguna buena acción queda sin castigo. Al Eibar, que además de liderar heroicamente la tabla de Segunda, es uno de los poquísimos equipos que no deben un céntimo, las sanguijuelas del Consejo Superior de Deportes [Enlace roto.]. Así, con precisión al segundo decimal. Si no consigue cubrir ese pastón antes del 6 de agosto, todo el sudor derramado en el terreno de juego se irá por el desagüe: condena eterna al pozo de la Segunda B, que es la tierra balompédica del irás y quién sabe si volverás, pero ahí te pudras.

Manda muchas narices que el Depor, inmediato perseguidor de los armeros en la desigual lid, esté en concurso de acreedores y tenga un cañón de más de 150 kilos, 97 de ellos, con la Hacienda española. Por lo visto, para los mandarines de la cosa pelotera es el ejemplo a seguir. La prueba es que según los cálculos más amables, el pufo total de los clubs profesionales anda por los 3.600 millones de euros —la sexta parte lo adeudan al fisco— y el chiringuito sigue en pie sin escándalo. Sale por un pico la farlopa del pueblo, pero como escribía ayer sobre los verificadores, la calidad se paga. Mantener al rebaño entretenido con si tal lance fue fuera o dentro del área mientras se le esquila —o sea, se le esquilma— no tiene precio. Y tampoco la foto de rigor con los millonarios prematuros (Copyright Bielsa) que acaban de ganar lo que sea.

No dudo que la misma épica que se demuestra en el césped obrará el milagro de reunir a tiempo la desorbitada cantidad, ojalá para ver al Eibar en Primera la temporada que viene. Pero seguirá siendo una injusticia.