Los alegres linchadores

No saben lo que se pierden por no estar en Twitter. Los domingos, por ejemplo, en la red social del pajarito azul se practica un ritual a la altura del marianito y las rabas. Se trata del despelleje dialéctico de Javier Marías, presunto intelectual, hijo de tal —Julián se llamaba el sobrevalorado papá—, académico de la lengua española (no me jodas, Merche), autor de mediano éxito y articulista a millón del antiguo heraldo de la fetenidad conocido como El País. Es, de hecho, en calidad de esto último por lo que la turbamulta se junta para hostiarle a modo. Lo de menos suele ser lo que escriba. Siempre parece haber una razón para untarle el morro, y empieza a notarse que el sujeto lo sabe y se entrega en sus filípicas a provocaciones de patio de parvulario, exactamente a la altura, o sea, la bajura, de sus alegres linchadores.

El último regüeldo del egregio buscabocas ha consistido en disparar contra Gloria Fuertes, objeto de culto mayor para toda suerte de esnobs que no han leído en su puñetera vida media línea de la madrileña. Farfulla Marías, cual si él fuera Borges, que le “resulta imposible suscribir que fuese una grandísima poeta”. Servidor, un julay aún sin desasnar en materia lírica, solo puede decir que hay textos de Fuertes que me gustan un congo y pico. Hasta llegué a llevar algunos versos en mi carpeta de universitario natillón. Otra cosa es que a estas alturas me vaya a sentir ofendido por lo que barrite en un articulillo de aluvión un fulano que teclea con alevosía buscando escandalizar a los escandalizables, a ver si salen en procesión a atizarle en el culete con la garrota de porexpán.

Más sobre ‘Patria’

Volvamos a hablar de Patria. Desde que les conté en estas mismas líneas mis impresiones favorables de la novela de Fernando Aramburu, han ocurrido media docena de cosas. La más importante, que se ha confirmado como fenómeno del recopón de la baraja. ¿Literario o extraliterario? He ahí la cuestión. Sospecho que más lo segundo que lo primero. De hecho, me cuesta imaginar que alguien con paladar fino pueda encontrar grandes virtudes en sus casi 650 páginas. Es indudable que hay mucho oficio y, desde luego, eficacia narrativa. Quien busque algo más que eso compra boletos para la decepción. Quien haya encontrado algo más que eso se tira un largo o es que realmente ha leído muy poco.

Insisto. A mi me sigue pareciendo recomendable como apunte del natural de lo que (nos) ocurrió prácticamente anteayer. También como antídoto frente a la amnesia autoinducida, la contemporización, y no digamos contra el relato glorificador que nos cuelan entre bote y bote en el tramposo suelo ético. Como no soy tonto, o no del todo, sé que se trata de una visión de parte y que, por más que se niegue, el autor tiene mucho que ver con el narrador. Aun así, como ya anoté aquí, me resultan perfectamente reconocibles esos personajes que los críticos que se dan por aludidos —reitero que no hablo de los que buscan valores literarios— califican como estereotipos forzados o directamente caricaturas. Comprendo que nos joda, pero parte de nuestro drama reside justamente en que la mayoría de los protagonistas reales responden a toscos clichés. ¿Que hay quien aprovecha el viaje para chupar de la piragua? Seguro. Con todo, merece la pena.

Gracias, Ramiro

Mi novia atravesando tu puerta con una mochila a la espalda. ¿Escribes tú el cuento de la mujer-caracol que llevaba su casa a todas partes o lo escribo yo? Me da, Ramiro, que al final, la historia se quedó inédita. Aunque te negabas a creerme y hasta me publicaste a traición los dos únicos relatos —patéticos, qué bochorno solo al recordarlo— que he escrito en mi vida, lo mío nunca fue la ficción. Y tú, sin embargo, ya tenías suficientes tramas para quince o veinte vidas más.

Si no me falla la memoria, andabas enfangado por entonces no sé si en la segunda o la tercera entrega de Verdes valles, colinas rojas. Guardo entre mis reliquias la recia (auto)edición original de Libropueblo que me regalaste junto a casi todas tus obras anteriores. Quién iba a imaginar, seguro que ni siquiera tú mismo, que dos décadas después, aquel océano de páginas se convertiría en el gran fenómeno narrativo —¡y comercial!— del que todo el mundo se hacía lenguas. Ahí sí que hay otra novela: la del escritor que, sin dejar de serlo ni un solo minuto de su existencia, regresó de un olvido mitad voluntario, mitad impuesto por los caprichos del mercado, para ocupar el sitio que siempre le había correspondido.

Eso ocurrió bastante después de nuestra despedida. Ni apartaste los ojos de la pantalla en blanco y negro del MacIntosh, tan grande era tu decepción por mi abandono. La justa revancha fue borrarme de tu mente. “¿Y dices que trabajaste conmigo cuatro años en la revista? Pues te juro que no caigo”, me soltaste en el que fue el primer y último reencuentro. Otra de tantas enseñanzas que te debo. Gracias por todo, Ramiro.

Gabo sin memoria

Pasé sin transición de las aventuras de Los Cinco a El coronel no tiene quien le escriba. Recuerdo la cara extrañada de Nati, la librera, cuando me vio coger el ejemplar del expositor de Bruguera. “No sé si lo vas a entender”, me dijo y trató de convencerme de que si iba a empezar a leer “cosas de mayores”, tal vez era mejor que me estrenara con Barrio de Maravillas de Rosa Chacel. Desde la suficiencia de mis doce años recién cumplidos, miré con desdén lo que por su portada naif me sonó a novelita para chicas, puse en el mostrador dos billetes de cien pesetas —mis ahorros de varias semanas—, y salí de la tienda con aquel libro, rezando para no encontrarme con mis amigos y tener que darles explicaciones de mi nueva rareza.

Aquí podría exagerar la nota y decir que no volví a ser el mismo tras asistir, página a página, a la espera sin esperanza de ese anciano sin nombre, a quien imaginaba con la cara llena de arrugas y el gesto de haberlo vivido todo de mi abuelo paterno. Seguramente, no fue ni para la mitad, porque ya apuntaba maneras de futura alma atormentada —pura pose, no cunda el pánico—, pero algo sí debió de moverse dentro de mi, pues en los meses sucesivos fui invirtiendo mi paga, creo que por este orden, en Los funerales de la Mamá Grande, Crónica de una muerte anunciada, El otoño del patriarca (¡toma ya!) y, finalmente, Cien años de soledad.

La misma profesora de literatura con la que aprendí que todas esas historias que me subyugaban recibían el nombre de “realismo mágico” me descubrió el Pedro Páramo de Juan Rulfo y bajé a Gabriel García Márquez un peldaño de mi pedestal. Luego, me regalaron una edición barata de El perseguidor y otros cuentos de Cortázar con un pétalo en su interior, y volví a relegar a Gabo. Hoy, cuando leo que una maldita enfermedad le anda robando la memoria, por si un día me pasa lo mismo, he corrido hasta aquí a fijar mis recuerdos, que también son suyos.

La obra, el autor y sus ideas

Nada más escuchar el nombre del inesperado premio Nobel de Literatura de este año, escribí en Twitter: “Vargas Llosa o la demostración de cómo la obra supera al autor”. Dos o tres segundos después, un tal Pérez me replicaba: “¿No es un oxímoron? Y si no, es una grandísima paradoja”. Pastelero que es uno, acepté a medias la sentencia y propuse una transaccional: “Entonces es el autor el que supera al humano que hay debajo”. Ahí llegó un consenso que, según he podido comprobar estos días, es muy amplio. Entre los que cojeamos del mismo o parecido pie ideológico, el ser humano Vargas Llosa no goza de la menor simpatía y, sin embargo, tenemos la absoluta convicción de que el autor Vargas Llosa es uno de los más grandes escritores de nuestro tiempo.

¿Qué tiene eso de extraordinario? Si lo piensan, bastante, porque lo habitual es hacernos un engrudo con las ideas y las obras, de tal modo que solemos ser incapaces de reconocer el más insignificante mérito a quien no hace funambulismo en nuestra cuerda. Ni se imaginan las veces que me han acusado de padecer el síndrome de Estocolmo por alabar la exquisita cultura y la calidad de la prosa de Federico Jiménez Losantos. Lo Cortez no quita lo Atahualpa, suelo explicarme yo, citando el afortunado título de un disco que sacaron juntos Alberto Cortez y Atahualpa Yupanqui.

Amaño de pijoprogres

Cierto es que en este pecado de la soberbia artístico-ideológica, los de Villabajo no llegamos al hooliganismo de los de Villarriba, y la prueba es esta reverencia respetuosa que le estamos haciendo a Don Mario. Por allá, en cuanto un sospechoso de rojoseparatismo recibe un laurel, las escopetas dialécticas disparan con las postas más gordas. Si lo sabrán Bernardo Atxaga, Unai Elorriaga o Kirmen Uribe, por poner unos ejemplos cercanos. Ninguno de los tres se libró del tradicional barnizado como enemigos del pueblo y, en el mismo viaje, el premio que recibieron -el Nacional de Narrativa- fue declarado vergonzoso amaño de pijoprogres.

Exactamente eso decían también del Nobel de Literatura. Es divertido ver con qué jolgorio lo festejan ahora y resulta aún más descacharrante comprobar cómo al glosar los méritos del hispano-peruano (o viceversa) dedican tres líneas de corta-pega a lo literario y se cascan una docena de párrafos con sus hazañas políticas. El año que viene, según de qué café se levanten sus miembros, la Academia Sueca tal vez toque con su varita a algún ignoto autor de ideas bermellonas y volverán las oscuras golondrinas a ciscarse en Escandinavia.