Yihad de proximidad

Gran espectáculo, el que están dando los dos supuestos líderes principales de Gran Bretaña. Ni un minuto después de llamar a la unidad para vencer al terror y blablablá, Theresa May y Jeremy Corbyn se lían a tirarse de los pelos en público y a culparse mutuamente de la barra libre con la que actúan los que asesinan en nombre del Islam. Si es por razón, ambos la tienen. Fue la primera ministra, en su época de responsable de Interior, la que dio un buen tajo al presupuesto de Seguridad. Por su parte, el extravagante líder laborista era de los bocazas que denunciaba como intolerables ataques a la libertad individual cualquier investigación en los pútridos caldos de cultivo de los matarifes. Pero llegan tarde sus reproches cruzados a la caza del penúltimo voto ante las elecciones de mañana. Gran ironía, por cierto, que suspendan la campaña como acto de respeto a quienes han dejado la piel en el asfalto, y la reemprendan en su versión más sucia cuando todavía quedan víctimas sin identificar.

Y mientras, a los atribulados espectadores se nos hiela la sangre y nos hierve la bilis ante la enésima reiteración del fiasco policial. De nuevo muy tarde, nos enteramos de que había mil y un avisos sobre los criminales, pero en un siniestro juego de lotería, se decidió que no eran peligrosos. Para colmo de pasmo e impotencia, nos cuentan que uno de ellos llegó a salir en un documental televisivo titulado “Los yihadistas de la puerta de al lado”, programa que valió al Canal 4, la cadena que lo emitió, y a las personas que aportaron su testimonio durísimas acusaciones de xenofobia e incitación al odio. ¿Les suena?

A los que justifican

He acogido con alegría, satisfacción y hasta gustirrinín la (previsible) sarta de improperios que me ha llovido por mi enésima columna sobre la pazguatería justificatoria de las matanzas cometidas en nombre de Alá. De algún modo, esas invectivas nada ingeniosas —¡Cuñau, cuñau!, es lo más que llegan a balbucear, en general— son la prueba del nueve de mi denuncia. Y ni siquiera puedo decir que lo siento. Simplemente, creo que estamos ante una cuestión de una gravedad extrema —si no de la mayor gravedad, puesto que hablamos de la vida y de la libertad de las personas— ante la que no caben contemporizaciones.

¿O es que tragaríamos con alguien que viniera diciendo que la culpa de los crímenes nazis fue del mal trato que se le dio a Alemania tras la primera Guerra Mundial? ¿No nos acordamos de la puta calavera de quien porfía que el 18 de julio se debió a los desmanes de la República? ¿Aceptamos acaso que el GAL, las torturas o la ilegalización de la izquierda abertzale política son la justa respuesta a los atentados de ETA? Pues con esto, exactamente igual, salvo pecado de banalización de las muertes ajenas o, peor, de complicidad.

Por lo demás, es perfectamente compatible señalar la hipocresía nada inocente de nuestros mandarines —que, efectivamente, amamantaron al monstruo— con la denuncia tajante y sin ambages del terrorismo islamista. Como ya anoté en una de las mil filípicas que he aventado sobre tan lacerante materia, la sana y procedente contextualización no debe obrar como coartada exculpatoria para las carnicerías. Y cuando acaba de derramarse la sangre, ¡qué menos, joder, que una condena!

Bruselas y las que vendrán

Quitar la bandera europea en señal de protesta de tal cosa. Ponerla tres cuartos de hora después a media asta como expresión de dolor por tal otra. Qué preciso retrato de los niños grandes que somos. Creemos —y además a pies juntillas, sin posibilidad de réplica— que nuestros deseos son órdenes para la realidad, que basta cerrar los ojos y desearlo muy fuerte para que los males se desvanezcan y alupé, alupé, sentadita me quedé.

Más de 30 muertos, doscientos y muchos heridos, la capital de la (malhadada) Unión Europea en estado de sitio, y las almas puras se echan a Twitter a pedir “a pray for Belgium”. Hay que joderse, una oración como respuesta a la enésima carnicería cometida por tipos que rezan y rezan hasta tener agujetas en las neuronas. Esa es otra, porque la inmediata providencia de los cabestros de la superioridad moral es conminarnos a no caer en la islamofobia, mandato que delata, depende de los casos, ceguera voluntaria o conciencia del agua que lleva el río que suena.

De absolutamente nada sirve tratar de explicar que esta masacre es un profundo y despreciable acto de intolerancia religiosa contra quienes profesan otras creencias o —los más odiados— aquellos que no tienen ninguna. En el mismo viaje, es una manifestación de un racismo inconmensurable. Ocurre que como las procedencias y los colores de piel están invertidos respecto al canon, los cándidos silban a la vía sus aleluyas de buen rollo o sus regañinas destempladas a los que se atreven a insinuar, como aquí el arribafirmante, que el rey va desnudo. Lo más triste es que estas líneas servirán para la próxima. Porque la habrá.

Ya, pero es que…

Es tan simple, tan básico, tan primario, como manifestar el horror, la rabia, el asco, la conmoción, la impotencia o, desde luego, el rechazo. Tal como le salga a cada uno, que aquí no hay patrones, pero en cualquier caso, renunciando a la maldita tentación contextualizadora, que como ya escribí hace unos días, demasiadas veces es indistinguible de la justificación más infecta. ¿Aceptarían los requetebienpensantes que ante los asesinos bombardeos de Israel sobre Gaza la primera reacción tuviera como apostilla inmediata una teórica acerca de las cosas malísimas que hacen los palestinos? Claro que no, ni ellos ni cualquiera con medio gramo de decencia personal e intelectual.

¿Por qué, entonces, frente a hechos como el de ayer en París, que no tienen media vuelta, hay que subirse a la parra de los “ya, pero es que…” seguidos de una retahíla argumental de chicha y nabo? ¿Nadie se da cuenta de lo que canta la excusatio non petita y reiterada martingala que nos conmina, como si fuéramos parvos, a no confundir el Islam con el integrismo islamista (o islámico, según el filólogo que esté de guardia)? ¿No será que quien no diferencia lo uno de lo otro, pero a la inversa, es quien tiene que agarrarse a tal comodín? Tan revelador de una conciencia temblequeante como otra de las frases más repetidas en las últimas horas: “Esto solo beneficia a Marine Le Pen (o en la versión local, a Maroto)”.  Y ya fuera de concurso, la gachupinada de rechazar los fanatismos “vengan de donde vengan”, como si en cada ocasión no se pudiera denunciar específicamente a los canallas concretos que han perpetrado la atrocidad.

Contextualizar, justificar

Un centenar larguísimo de niños masacrados en nombre de Alá en una acción diseñada, como se jacta el canalla que la reivindica, específicamente para causar el mayor dolor posible. A miles de kilómetros, ¿qué menos que unas palabras que expresen el rechazo visceral y sin matices de la matanza? Sí, aunque sea para absolutamente nada, para exorcizar la incredulidad y la efímera mala conciencia porque en el fondo sabemos que pasado mañana ya no nos acordaremos. O simplemente como muestra de que seguimos siendo humanos y, como tales, nos estremecemos ante la idea —¡no digamos ante las imágenes!— de una hilera de criaturas cosidas a balazos.

Parecería poca cosa, ¿verdad? Pues hay una inmensa legión de contextualizadores compulsivos a los que se les hace un mundo tirar por lo más primario, que es la reprobación moral a pelo y sin más adornos. Antes tienen que colocarnos la consabida teórica estomagante que, después de culebrear por los manidos potitos demagógicos de todo a cien, suele concluir con la martingala de que hay otros todavía más malos que los autores materiales de las brutales carnicerías. Aunque quizá acaben reconociendo a regañadientes que disparar a bocajarro contra niños no está del todo bien, no lo harán sin dejar claro que, allá en el fondo, la escabechina obedece a unas causas: que si la pobreza, que si la hipocresía de la comunidad internacional, que si las torturas de Guantánamo y Abu Ghraib… Francamente, resultando nauseabundo, sería intelectualmente más honesto que dejaran de aburrir con sus slaloms dialécticos y celebraran abiertamente el éxito de los golpes al imperialismo.