¿Quién nos representa?

La que faltaba para las seis pesetas. Como andábamos cortos de membrilladas de jardín de infancia —casi en sentido literal—, aparece Celia Villalobos, la del caldo de hueso de vaca loca, en muy atinada imitación de esa vieja facha del video viral de Youtube, farfullando que espera que el diputado de Podemos con rastas no le contagie piojos. Pontifica, supongo, desde la autoridad que confiere ser un puñetero parásito que lleva chupando de la piragua ni se sabe cuántos trienios. Roza lo esotérico que semejante individua aún despierte cierta simpatía por su campechano comportamiento y por su condición profesional de presunto verso suelto.

Ahí tienen a la doña, repitiendo como vicepresidenta del Congreso, esta vez a la vera de Patxi López, el recordman galáctico de pillar cacho sin ganar elecciones y siempre, vaya tela, con el apoyo entusiasta del PP. Y cuidado con lamentarse, que la una y el otro nos representan. Es más, también lo hace, así se encabronen un mundo, el jeta segoviano llamado Pedro Gómez de la Serna. Como los otros 349 culiparlantes, recibió los votos suficientes para conseguir su acta. Lo anoto porque empieza a triunfar un birlibirloque según el cual solo un número selecto de los moradores de las Cortes encarnan la soberanía popular fetén, mientras que el resto son una panda de chorizos que están ahí porque el populacho torpe no sabe ni meter una papeleta en una urna. Es para llorar los siete mares o para descoyuntarse de la risa, según, que en nombre de la democracia se proclame la superioridad de la minoría sobre la mayoría. Aunque es peor no poder siquiera opinar al respecto.

Demasiadas mayorías

Jamás dejará de asombrarme el desparpajo con el que muchísimos políticos se arrogan en régimen de monopolio la representación de las mayorías sociales. Constituye todo un prodigio de la matemática parda y del rostro de alabastro escuchar a un mengano con un puñadito más o menos cumplido de votos hablar en nombre de todo quisqui con nariz y ojos. Es gracioso que el vicio se practique en cualquier lugar o tiempo, pero más todavía que se haga inmediatamente después de unas elecciones que han puesto a cada quien en su sitio. Pues con un par, estos días nos estamos hartando de asistir a una torrentera de apropiaciones indebidas de la supuesta voluntad popular en bruto a cargo de quien no le corresponde.

Ni siquiera señalaré a estas o aquellas siglas porque, si bien algunas destacan ampliamente en la martingala, no hay ni una sola que esté libre del pecado de echarse al coleto la portavocía del censo al completo. Y sin un resquicio para la duda razonable ni el menor de los matices, oigan, aunque según quién largue la soflama, ocurra que la misma colectividad quiera dos cosas totalmente contrapuestas. Ahí tenemos, como ejemplo —uno entre mil— de este grosero secuestro conceptual, a la ciudadanía de Vitoria-Gasteiz. En labios de Hasier Arraiz, desea al unísono y sin fisuras, incluyendo los 35.000 que le votaron, darle la patada a Javier Maroto. Pero si quienes hablan son el aludido o cualquiera de sus conmilitones, entonces resulta que no hay en la capital alavesa una sola alma que no desee con todas su fuerzas la continuidad del munícipe por antonomasia. Seguramente, ni lo uno ni lo otro sea cierto.

San Patxi, c’est fini

Espero que esta sea la definitiva, porque ya he perdido la cuenta de las veces que hemos anunciado la derogación del 25 de octubre como Día de Euskadi, también conocido en algunos círculos como San Patxi, en dudoso honor de quien lo calzó en el calendario aprovechando que la izquierda abertzale estaba de excedencia por ilegalización. En todas las ocasiones, además, nos ha tocado ilustrar la noticia con el consabido salpicón de declaraciones recalentadas hasta la náusea. Como si los que instauraron la cosa por joder un rato, o sea, para marcar paquete constitucionalista, no supieran desde el mismo minuto en que lo hicieron que aquello tenía fecha de caducidad. Manda pelotas que se empeñen en venirse arriba con lo que nos une a todos, cuando el trozo mayor de ese supuesto todos había dejado claro que celebraría antes San Cucufato que el aniversario de la aprobación de un Estatuto que ha resultado el timo de la estampita. Leñe, que alguna vez tendremos que acabar con la costumbre de este pueblo —véase el 31 de agosto en Donostia— de convertir en fiesta las derrotas y las catástrofes.

Si ya en origen y por buenas intenciones que tuviera, el texto de Gernika era, en el mejor de los casos, un apaño para ir tirando, su contumaz incumplimiento por parte de los gobiernos españoles ha acabado convirtiéndolo en una broma de pésimo gusto. Qué puñetera casualidad que los mentados gobiernos que se lo pasaban por la sobaquera hayan estado en manos de los dos partidos que promovieron su efeméride y que siguen defendiéndola con lo más granado de su artillería dialéctica. Apenas se les nota que lo que les pone cachondos del articulado del 79 es que, vaciado de contenido hasta situarnos en algunas materias por debajo de las competencias de Murcia, marca el non plus ultra de lo que su jacobinismo rojigualdo y ramplón está dispuesto a ceder. Qué menos que no festejarlo.

Se llama estafa

Gobernar en minoría es una práctica democrática absolutamente legítima. En no pocas ocasiones resulta más higiénica, refrescante y auténtica que el rodillo y tentetieso de la mayoría absoluta o los pactos estables entre repartidores de cromos a los que el programa se la refanfinfla. Si bien es cierto que se puede resentir la gestión pura y dura, la contraparte es que abre la posibilidad a acuerdos a varias bandas y a conjugar el verbo “ceder”, tan poco utilizado por los que suelen olvidar que tienen un mandato representativo y no un cheque blanco para hacer lo que les salga de la entrepierna. No habría, por tanto, nada que oponer a decisión de Felipito Tacatún López de quedarse pegado a la silla con Loctite si no fuera por un detalle decisivo: todo lo anteriormente dicho es válido cuando la minoría que lidera el gobierno es la mayoritaria, es decir, la formación más votada. Es de cajón de madera de pino (de roble, en nuestro caso) y de catón de la política, pero también una norma mínima de juego limpio.

A buen sitio hemos ido a parar con lo último. Ya fue un tocomocho de escándalo marcarse un matrimonio de conveniencia aprovechándose de una ley bananera para cuartear el parlamento. Ha habido que aceptar por pelendengues ese pulpo tramposo como animal de compañía durante un trienio que nos ha llevado de mal en peor. Y cuando por fin hace crack la dupla de demolición, nos tenemos que tragar el birlibirloque definitivo, lo literalmente nunca visto: se queda gobernando en solitario el segundo partido, que para más recochineo, según las cuentas actualizadas, ahora sería el tercero o el cuarto. ¿Una broma de mal gusto? Bastante peor que eso: se llama estafa.

Lo es por cómo se ha producido pero también por su finalidad nada disimulada. Se trata de algo tan pedestre como garantizar mientras se pueda las centenares de (generosas) nóminas de los legionarios del cambiazo. Cada día cuenta.