Pequeños matones

No es difícil coincidir con parte de las palabras del viceconsejero de Seguridad, Rodrigo Gartzia, sobre las imágenes de dos matones alevines pateando a un crío de trece años mientras un tercero inmortalizaba la escena con su móvil. Efectivamente, estremecen, duelen y merecen condena. Encuentro, sin embargo, más matizable, por no decir directamente discutible, la apostilla que sostiene que el vídeo demuestra que “las instituciones, las familias y la sociedad en general tenemos mucho trabajo por delante”. En la lógica puramente comunicativa, entiendo la declaración a modo de comodín. Es lo que tiene que decir un representante público. Pero como yo no lo soy, discrepo. Sobre todo, por lo que toca a las familias y a la sociedad en general. Serán, en todo caso, unas familias muy determinadas las que tengan que afrontar ese trabajo. Y si procede esa salvedad, con bastante más motivo cabrá rechazar la atribución de las culpas individuales a toda la sociedad.

Que no, a ver si nos entra en la cabeza. La sociedad no es la culpable. Ni tampoco los videojuegos, ni las series, ni TikTok. En primera instancia, los culpables son los niñatos que golpearon y humillaron al chaval y, no contentos con ello, difundieron la grabación. Pero inmediatamente después, la culpa alcanza, no a todo el cuerpo social, insisto, sino a una parte, generalmente de la élite política y opinativa, que ampara (por no decir que promueve) este tipo de comportamientos. Si estos criajos actúan como actúan es porque se saben protegidos por un colchón de valores y leyes que establecen que los actos no tienen consecuencias. Ese es el problema.

¿Solo un chiste sin gracia?

Duró, como canta Sabina, lo que duran dos peces de hielo en un güisqui on the rocks. Aun así, los que hacemos guardia en Twitter llegamos a cazarlo al vuelo y a compartir la brutal melonada del PP sin salir de nuestro asombro. Miren que las hemos visto de todos los colores y que cada segundo se bate un nuevo récord de pasada de frenada, pero ni por el forro sospechábamos que el (todavía) partido con mayor representación en el Congreso de los Diputados llegaría a semejante extremo de desparpajo. Por si fuera poco utilizar a un niño a cara descubierta para su hedionda propaganda, el mensaje final del vídeo de marras era que había que mandar a criar malvas a Pedro Sánchez. Tirando, por cierto, y aunque sea un dato menor, de un chiste que ya llevaba unas semanas en esos grupos de guasap con aroma a Farias y Sol y Sombra.

¿Da la cosa para llevarlo a la Fiscalía? Me dirán, con toda la razón, que gracietas más leves han tenido su recorrido judicioso, hasta con cárcel y/o exilio. Sin embargo, me toca recordar que si nos hemos rasgado las vestiduras ante esos atropellos, quizá convendría tirar de una única vara de medir. Francamente, yo no dejaría el asunto en manos de las togas. Basta, creo humildemente, con la descarga de cagüentales que ya hemos evacuado contra los emisores de la bochornosa pieza que, por lo demás, no es más que una reproducción a escala de la deriva del actual Partido Popular y de sus jóvenes turcos, que se han soltado sin pudor los correajes y van de autorretrato en autorretrato, a ver si ganan por la mano en ranciedad a la creciente tribu del vividor Abascal. Claro que esto es solo una opinión.

Todavía más depredadores

Sigo haciendo memoria de depredadores nada mediáticos, que en realidad son casi todos. Solo en lo que va de curso radiofónico, cada semana nos ha tocado informar, como poco, sobre un caso. Casi podíamos haber hecho una plantilla para contarlos porque la inmensa mayoría eran un calco. Cambiaba la localidad y la edad de la víctima, que podía oscilar entre los 14 y los 30. Cabía una variación sobre si se conseguía detener o no al agresor o agresores o sobre la decisión judicial; no era extraño, ojo, la puesta en libertad. Tampoco eran muy distintos los abordajes, generalmente en un portal. Las demás circunstancias eran idénticas: enérgica condena plagada de tópicos —esta, sí que sí, de molde—, concentración de repulsa, y hasta la próxima.

Así ocurrió, para ir individualizando, con la violación de una niña de Barakaldo a manos de cuatro machitos el pasado 29 de diciembre. Llegamos a saber que los agresores se entregaron en los días posteriores. Como eran menores, carpetazo. “Ellos también son víctimas”, se atrevió a decir el santurrón de costumbre. Quizá a ese buenrollero le merecía la misma consideración el tipo que en la noche de Halloween de 2016 violó analmente a una niña de 14 años. ¡Cuánta indignación en los comunicados y cuánto silencio cuando una jueza lo dejó en libertad para que él pusiera tierra de por medio!

Termino con un episodio que me asquea especialmente. En carnavales de ese fatal 2016, varios adolescentes acorralaron a dos menores en un bar del Casco Viejo de Gasteiz y abusaron de ellas hasta que se dio cuenta un camarero. En esa ocasión, más que en otras incluso, se impuso la ley del silencio.

No ha sido la sociedad

Que no. Que se pongan como se pongan, esta vez la sociedad no ha sido la culpable. A Lucía y Rafael los han matado —presuntamente, según manda precisar el catecismo— un par de asesinos alevines perfectamente conocidos en el barrio por su amplísimo historial de hazañas delictivas. Exactamente los mismos que ya el viernes estaban en labios de la mayoría de los vecinos. Si la vaina va de buscar responsabilidades más allá de las de los propios criminales, podemos empezar a mirar entre los y las que voluntariamente se han puesto una venda y no han movido un dedo ante la retahíla de atracos, principalmente a personas mayores, cometidos por estas joyas a las que aún hoy se empeñan en proteger y disculpar con las monsergas ramplonas que ni me molestaré en enunciar.

Repitiéndome, diré simplemente que soy incapaz de imaginar qué catadura hay que tener para saltar como un resorte a defender a los autores de semejante acto de barbarie. Tanta compresión hacia los victimarios y ninguna hacia las víctimas, que a la postre acaban siendo las culpables de su propia muerte por haberse cruzado en el camino de unos incomprendidos a los que no se les puede pedir cuentas sobre sus fechorías. En sentido casi literal, por desgracia.

Bien quisiera estar exagerando la nota, que mis dedos tecleasen impelidos solo por la impotencia que me provoca la muerte a palos de quienes perfectamente podrían haber sido mis padres o mis suegros. Pero ustedes, que tienen ojos y oídos como yo, llevan horas leyendo y escuchando idéntico repertorio de pamplinas de aluvión. No nos queda, por lo visto, ni el derecho a lamentarnos en voz alta.

Actos y consecuencias

Un jurista vasco de reconocido prestigio por quien profeso admiración, respeto y cariño me reprocha que me estoy volviendo un radical. Se refiere a mi columna de ayer, que curiosamente escribí con el freno de mano echado y que no envié a publicar sino después de repasarla media docena de veces para evitar que pareciera que me estaba lanzando por el peligroso tobogán de la demagogia facilona. Nada más lejos de mi intención que dar la impresión de que llamaba a las capuchas y las antorchas. Al contrario, mi pretensión, incluso a fuerza de un ejercicio de autocontención franciscana, era y es templar el debate sobre cómo hay que actuar con unos críos que, teniendo un gigantesco historial de tropelías violentas, terminan arramplando con una vida y aun tienen el cuajo de vanagloriarse públicamente de haberlo hecho.

La receta no puede ser, en ningún caso, hacer como que no ha pasado, so pretexto de la martingala que sostiene que no hay que echar gasolina al fuego. ¿Cómo explicar que en esta vaina los genuinos incendiarios son los santurrones que predican desde sus elevados púlpitos que la sociedad es la culpable, salen con el topicazo de las familias desestructuradas o se encaraman a la cansina letanía de la educación en valores? ¡Como si el primero de esos valores no debiera ser tener claro que los actos acarrean consecuencias! Confieso que me resulta imposible entender, salvo como perversión que debería ser inmediatamente tratada, que los mismos que llaman a la necesidad de hacer un esfuerzo por empatizar con los verdugos sean incapaces de mostrar un sentimiento remotamente parecido hacia las víctimas. Y así nos va.

Miremos hacia otro lado

Estamos a diez minutos de que nos anuncien que Ibon Urrengoetxea fue el único culpable de su muerte por cometer la osadía de salir de fiesta y andar a deshoras provocando la ira de unas pobres víctimas de esta perversa sociedad. De momento, ya transitamos por la teoría de la fatalidad —qué infortunio, una mala caída, si es que no somos nada— en combinación con la del hecho aislado, comodín al que se apuntan con denuedo quienes prefieren el autocomplaciente despeje a córner antes que el incómodo reconocimiento de una realidad difícilmente contestable. Y claro, cualquiera que se desvíe un milímetro de la almibarada martingala oficialoide del mecachis en la mar, como me temo que va a ser mi caso, pasa por irresponsable incendiario social, generador de alarma innecesaria, inoportuno tocapelotas y, por resumir, fascista del copón.

Pues si ha de ser así, que sea, y luego, si queremos, mesémonos los cabellos y clamemos al cielo por la epidemia de populismo que nos asola. Tarde escarmentaremos de lo que no se ha querido hacer frente porque siempre es más fácil levantar el mentón y reñir a los ciudadanos o tratarlos de enfermos imaginarios que se quejan de menudencias como tener que pensárselo antes de circular por ciertos lugares.

No abonaré la tesis de la inseguridad desbocada de nuestras calles, porque objetivamente me parece una exageración. Sin embargo, me siento incapaz de negar que de un tiempo a esta parte se han sucedido los suficientes acontecimientos de similares características —por no decir calcadas— como para tomárselos en serio de una puñetera vez. Se me escapa por qué no se ha hecho ya.

Gasteiz, ¿y la investigación?

Gazteiz, un profesor al que se le atribuyen, según las versiones, entre cuatro y cinco episodios de abusos sexuales a criaturas de 3 a 5 años sigue dando clase 4 cursos después de que se presentara la primera denuncia. De ello nos enteramos —¡al mismo tiempo que las y los progenitores del resto de los alumnos que han mantenido o mantienen contacto diario con el individuo!— porque El Correo (al César lo que es del César) informó de que la niña de esa denuncia inicial se había vuelto a encontrar con su presunto agresor… ¡en el colegio al que huyó precisamente para no tener que cruzárselo! La indignación sulfurosa que despierta la noticia provoca que el Departamento de Educación del Gobierno vasco aparte de las aulas al docente en cuestión.

Se diría que es el final menos malo de esta sucesión de despropósitos. No pierdan de vista, sin embargo, que por infinito asco que nos dé, en el momento procesal actual, el maestro es técnicamente i-no-cen-te. Es decir, que si tuviera posibles para contratar a uno de esos picapleitos sin alma, podría sacar los higadillos a la institución que lo ha suspendido. Ocurre, y para mi es una brutal perversión, que Educación, que es poder ejecutivo, ha tenido que adoptar una medida que le corresponde a las instancias judiciales. O nos engañan con lo del Estado de Derecho, o son sus señorías togadas las que deben determinar la inocencia o la culpabilidad tras un proceso que parte de una investigación de los hechos. Ahí le hemos dado. A día de hoy, la fiscalía, entorpecida su labor parece ser que por jueces (requete)garantistas, no tiene lo suficiente contra el tipo.