Varoufakis superstar

¡Quién nos iba a decir que conoceríamos por su nombre a un ministro griego de Finanzas! Pues ahí tenemos a Yanis Varoufakis, recién llegado del Olimpo (o de cerca, vamos) para difundir por la descreída y resignada Europa la buena nueva de que, contra todo pronóstico y raciocinio, hay salvación para su país, y en el rebote, para el resto de los estados sometidos a recortazo y tentetieso. Y no, no es la diabólica quita que hace persignarse con horror a los supertacañones. Este tipo con aspecto a medio camino entre el calvo de la lotería y un castigador nochero de corazones y su propio hígado ha dado con el ungüento amarillo para resucitar a las víctimas de la sádica austeridad, empezando por la exánime economía helena.

La cuadratura del círculo consiste en intercambiar deuda por bonos ligados al crecimiento. ¿Lo pillan? Yo tampoco. Es más, en mi inmensa ignorancia, me suena a una de esas ingenierías trileras que están en el origen del desastre, pero a los llamados mercados, que son los que tienen voz y voto, les ha sonado de narices. El mismo día del anuncio, anteayer, la bolsa de Atenas recuperó de golpe el tremebundo pastizal que había perdido desde las elecciones, mientras los parqués del resto del continente se dieron un homenaje curiosito. Bajarán otra vez cuando toque realizar beneficios (denominación técnica de “desplumar pardillos”), pero no me digan que no es un contradiós que los gobiernantes rojazos llamados a desencadenar el apocalipsis hayan conseguido poner pilongos a los adalides del capitalismo sin alma. Ya solo falta que terminen con la troika para que les saquemos a hombros.

La prima de Berlusconi

El efecto mariposa en funcionamiento. Berlusconi suelta una ventosidad en Roma y la prima de riesgo española, que llevaba unos meses de lo más relajadita, se echa al monte otra vez. Tal cual lo cuentan los titulares y habrá que dar por buena la explicación: ha sido la caída del gobierno italiano, causada por los tejemanejes del excantante de cruceros, la que ha provocado que al diferencial de las pelotas le vuelva a entrar el acelerón. Pero no solo en la península de la bota, que es donde está el pifostio; por solidaridad, contagio, simpatía o lo que sea, la calentura se extiende también a Hispanistán.

Los mercados sabrán (si saben, que eso está por demostrar) un huevo de números, pero de geografía no tienen ni puñetera idea. Es decir, no quieren tenerla porque no les hace falta. Si se les ponen en las narices, pueden hacer que Guadalajara linde con Turín o que el plato típico de Ponferrada sean los lingüini a la carbonara. De un dedazo en el mapa, a tomar por viento los amagos de brotes verdes y la microesperanza de que allá a lo lejos estaba el primer átomo de oxígeno. Regreso de una patada a la casilla de salida porque en un despacho de vaya usted a saber dónde unos hijos de la grandísima chingada hacen como que se lían con las lenguas latinas y aprovechan el viaje para sacudirle otro tantarantán de tabla rasa a las pulgosas economías del sur de Europa, que son su juguete preferido.

Y los gobiernos —regulares, malos y peores, pero teóricamente elegidos por ciudadanías libres y soberanas—, a tragar y a seguir haciendo los recados con la tijera. Reformas, sobrerreformas, ajustes, reajustes, planes de nombre rimbombante por toneladas… Imaginemos por un solo segundo que todos esos sacrificios fueran necesarios y tuvieran una lógica. ¿De qué sirven si su presunto efecto se va al guano en segundo porque a 2.000 kilómetros un chorizo putero ha montado una pajarraca para salvar su culo?

¿Quién perdería más?

El peor problema de los estados —Portugal, Italia, Grecia, España— a los que los chulitos de la clase nombran con el despectivo acrónimo PIGS, o sea, cerdos, es que tienen un pufo de escándalo, seguramente imposible de pagar a estas alturas. Pero si nos ponemos a malas, que es lo que empieza a tocar, esa es también su mayor ventaja. ¿A quién se debe ese pastizal inconmensurable, inabarcable, casi literalmente incuantificable de tantos ceros a la derecha como lleva? Ahí le hemos dado. Según la versión al uso, a los bancos alemanes y a media docena de jarcas de tiburones internacionales, denominados eufemísticamente inversores. Pues esos son los que deberían estar nerviosos y reflexionando seriamente lo que les conviene. Alguien debería explicarles que ese capitalismo salvaje sobre el que tanto les excita cabalgar es como los leones de Ángel Cristo: un latigazo mal dado y se le meriendan una pierna al domador. En otras palabras, unas veces se gana y otras se pierde. Las quejas, al maestro armero o a la tumba de Milton Friedman, que fue el que convirtió el hijoputismo en teoría económica.

Que sí, que estaría de cine que los países y los paisanos se condujeran con diligencia, rectitud y probidad para cumplir sus compromisos y sus deudas. Eso valdría si esta jungla no fuera desde su mismo nacimiento una timba de tahúres —del Misisipi o del Elba— cuya única regla es que no hay reglas. Le pueden echar todo el cuajo que quieran, que no va a colar que son benéficas oenegés. Si pusieron carretadas de billetes en lugares que olían a pozo negro, fue porque las soñaban de vuelta multiplicadas por ene. No esperaban que los cortos mentales a los que iban a desplumar sin despeinarse eran más vivos que ellos y acabarían pegándoles el mayor timo de la estampita de todos los tiempos. ¿Qué van a hacer ahora? ¿Romper la baraja, es decir, el euro? Que lo hagan. Está por ver quién perdería más.

¿Confianza en España?

Si yo formara parte de esa macromafia que llamamos “Los Mercados” tampoco tendría la menor confianza en España. Hay dos o tres millones de motivos. Para empezar, no hay forma de concederle un átomo de credibilidad a una economía que no se apea ni a tiros del combinado de sol, ladrillo y pelotazo que se sacaron de debajo del cilicio los ministros opusianos de Franco hace medio siglo. Mira que con la pasta que ha dado la castiza fórmula en determinadas épocas ha habido oportunidades para probar otros caminos tal vez más laboriosos pero, por eso mismo, más sólidos. Pues no: balanza de pagos de mármol atornillada a las promociones inmobiliarias de suelo recalificado y, cómo no, el turismo, que ya decía Paco Martínez Soria que era un gran invento. Casi lloro cuando escuché al gran estadista Rajoy en su discurso de investidura anunciar un plan de difusión de la “sabrosa y variada” gastronomía española como arma definitiva para volver a llenar las arcas.

Esa es la famosa Marca España que con tanto orgullo y ardor han defendido hasta quienes sabían —¿Verdad, López y asesores de López?— que mundo adelante es considerada una especie de peste incurable… sencillamente porque lo es. Y lo es no sólo por el modelo que acabo de describir, sino por quiénes y cómo lo hacen funcionar: una casta endogámica de políticos y altos directivos de grandes corporaciones que cometen en comandita las trapacerías para, como es lógico, tapárselas igualmente en comandita.

Lo de Bankia es el mejor ejemplo. Su desastre es el combinado perfecto de ineptitud en la gestión —ni adrede se puede perder tanto dinero en tan poco tiempo—, manipulación de datos con la peor fe y ocultamiento continuado y mendaz de una situación que al estallar podía arrastrarlo todo, como de hecho ya lo está haciendo. Pero ya sabemos que nadie va a pagar por ello. Vuelvo al principio: ¿Quién quiere invertir un euro en una cloaca así?

Economía virtual

El jueves a las 12 del mediodía, tras entrar en caída libre, cada acción de Bankia llegó a valer 1,17 euros. Gracias a una mano mágica que empezó a intervenir —qué curioso— en el instante en el que todo olía a desplome imparable, los valores iniciaron una escalada vertiginosa que los llevaron a cerrar en 1,42. El viernes a las 11 de la mañana, con la carrerilla cogida, se pusieron en 1,90. Alguien que hubiera comprado mil títulos en el momento más bajo y se hubiera deshecho de ellos en el más alto se habría embolsado 730 euros… ¡en tan sólo 23 horas!

Como imaginan, quienes participan en estas timbas no se andan con minucias y operan con cantidades infinitamente mayores que la de mi pedestre ejemplo. Añádanle al beneficio, como poco, tres ceros. Y eso, sin contar que he tirado del supuesto más sencillo, el de la compra-venta limpia. Cualquiera que sepa cuatro cosas de la selva bursátil les puede explicar los endiablados mecanismos que permiten forrarse incluso cuando la cotización se desmorra y los titulares tocan a muerto.

Siento haberles conducido al borde del mareo, pero creo que es necesario tener presente esta parte de la tramoya que no nos suelen enseñar. El pastizal que ha ido a las buchacas de unos ventajistas escogidos no tiene la menor relación con la verdadera situación de Bankia. Por muy milagrero que sea Goirigolzarri, la entidad no puede pasar en un día del borde de la quiebra a ir viento en popa como sugiere la trepidante recuperación (casi un 50 por ciento) de su cotización. Una vez más, se le ha puesto precio al humo, que es con lo que se negocia ya casi exclusivamente en los temidos y temibles mercados. Aunque la especulación existe desde el primer trueque de la historia, ha sido en los últimos años cuando ha alcanzado su victoria definitiva y ha impuesto una economía virtual. En la real, la de los recortes sobre lo ya recortado, sólo vivimos los pringados.

La parte que nos toca

Que arreglen y paguen la crisis quienes la han creado. Parecería lo justo, ¿verdad? Ocurre que a la hora de repartir culpas tendemos a conformarnos con lo evidente: los insaciables mercados, los bancos que actúan sin piedad y toda la patulea de cargos y carguetes de los diferentes organismos político-económicos. Ahí se suele acabar la lista de los villanos del cuento y es más que probable que lo más sangrante de la catástrofe sea, en efecto, responsabilidad suya. Sin embargo, a poco ecuánimes que seamos, deberemos reconocer que perpetraron la fechoría ante la pasividad general o, incluso, con la ayuda de muchos de los que ahora se echan (o nos echamos) las manos a la cabeza.

Y en ese punto es donde cada quien debe mirarse el ombligo y poner la moviola a funcionar. No nos quejábamos demasiado cuando nos caían las generosas migajas de los pelotazos que pegaban en el piso de arriba. Nuestros domicilios, donde apenas ayer la tele en color era un lujo que equivalía a tres o cuatro mensualidades completas, se llenaron de plasmas, ordenadores, consolas y cualquier aparato con conexión a la red eléctrica. Y la banda ancha, que no falte. Sin necesidad de planes renove, se cambiaba de coche como de camisa, simplemente porque el vecino lo había hecho. Los que antes iban que chutaban con Peñíscola o Salou marchaban en peregrinación a Cancún y Punta Cana. Dos de cada tres fines de semana, a la casita de Las Landas o a esquiar en Panticosa.

No fueron pocos los que soplaron con ganas para agigantar la burbuja del ladrillo. Una inmobiliaria en cada esquina y en ocasiones, dos. El cuchitril más inmundo se vendía por cuatro o cinco veces su valor. Luego, aquello que parecía un pastón —y lo era— servía de entrada para ese adosadito tan mono… en el que ahora tantos y tantos tienen los dedos pillados.

Si algún día salimos de esta, deberíamos tener presente la lección. Lástima que no será así.

¿Refundar el qué?

Deberíamos recordarlo. No fue hace tanto tiempo. Un par de años, pongamos, cuando todo el monte económico dejó de ser orégano de un rato para otro y los chulitos que andaban expidiendo certificados de buena conducta financiera -Lehman Brothers, Merrill Lynch- dieron de morros en el empedrado, demostrando que en su pajolera vida habían aprendido a sumar dos y dos. Qué gran espectáculo, ver cómo los que tienen por religión acordarse de las muelas de los oprobiosos estados intervencionistas pedían sopitas trillonarias a sus odiadas administraciones públicas. Y ahí que fueron los heroicos dirigentes del mundo libre y no tan libre a echar paletadas de pasta del contribuyente que hicieran seguir la timba salvaje.

Como había que buscar una justificación para que los paganos de la broma no volvieran a tomar la Bastilla ni el palacio de invierno en un berrinche, los mandarines donantes vendieron el peine de que se trataba de evitar que todo se fuera al carajo. Por si no colaba, añadieron con solemnidad que todo el numerario entregado por la jeró tendría como recompensa la inmediata refundación del capitalismo. Palabra de Obama, te alabamos, señor. Lo habían prometido los contritos tiburones rescatados del arroyo. En los sucesivo, se afeitarían los colmillos y se conducirían con ejemplaridad franciscana. Un cuarto de hora nos separaba de la felicidad y la justicia universal.

Ya se ha visto, ya. En cuanto se les pasó el susto -si algún día llegaron a sentirlo-, volvieron a las andadas con ímpetu renovado y hambre atrasada. A este paisejo le dejamos la deuda a la altura del betún, a este otro le metemos las gomas hasta el corvejón con la prima de riesgo y a aquel otro lo compramos directamente al peso y en chapas de la Babcock. Y para que se sepa quién manda aquí -¡los mercados, oh, sahib!-, ponemos a todos los gobiernos a reformar y recortar derechos de sol a sol. La refundación era eso.