Otro farsante al descubierto

José Ángel Fernández Villa ha salido en los papeles mucho menos que el pequeño Nicolás, a pesar de que le aventaja en miles de trapisondas. Por pura cuestión biológica. Cuando vino al mundo el niñato cuya prometedora carrera parece haber terminado prematuramente, Villa llevaba decenios de maniobras orquestales en la oscuridad. Nada se movía en la cuenca minera asturiana y casi nada en el Principado sin el visto bueno del cacique rojo al que le acaban de descubrir, como a un Pujol de vía estrecha, 1,4 millones de euros de procedencia inexplicable. Igual que el otrora molt honorable, se ha amorrado a la excusa de la herencia familiar, cuando hasta el último de sus paisanos sabe que su padre era un humilde chigrero.

Nadie en su entorno parece estar dispuesto a creerle. Ahí está su incalculable drama y, de paso, la tremenda enseñanza sobre la condición humana. Apenas ayer, su santa voluntad se cumplía con idéntica sumisión en el fondo del pozo que en las plantas nobles de partidos (el suyo y los demás), administraciones o empresas de cualquier tamaño. Caído en desgracia en apenas 48 horas, las que mediaron entre la difusión de la noticia y su expulsión sumarísima del PSOE tras más de 40 años de militancia, hasta quienes fueron sus más próximos reniegan de él.

Y no es que guarden silencio. Peor: han empezado a largar por los codos sobre cómo las gastaba Villa, incluyendo huelgas amañadas, vidas de compañeros arruinadas, trasiego de multimillonarias subvenciones para callar bocas y, de propina, presuntos chivatazos a la Brigada Político Social. Todo muy sucio, sí. Tanto como contarlo justamente ahora.

Los otros 267

Una de las razones por las que me hice periodista es la tremenda curiosidad que me despertaba lo que venía después del colorín-colorado de los cuentos infantiles. En mi precoz escepticismo, siempre sospeché que la parte de verdad interesante de esas historias empezaba, justamente, donde terminaba el relato canónico. Algo me decía que la vida conyugal de Blancanieves o Cenicienta con sus respectivos príncipes azules tenía mucha más miga que la fantasiosa precuela que había quedado impresa. El tiempo y el oficio me han demostrado, trasegando ya con hechos reales, que por bien que aparantemente se resuelvan, tarde o temprano a sus protagonistas felices se les atragantan -sigamos con el ripio- las perdices. Desde Gabino el de los catorce al profesor Neira, pasando por Ingrid Betancourt, es interminable la lista de los pasajeros de la felicidad que han acabado estrellados en el muro de la fama.

Pueden hacer sus apuestas. La mía es que los siguientes que van sin frenos directos al despeñadero de celebridades efímeras son los 33 mineros rescatados -por Dios en persona, según algunas versiones- del vientre de la mina de Atacama. Sorprende, en su caso, la celeridad con la que están pasando del gaseoso estado heroico a la plasmática condición de villanos, que al fin y al cabo es la más humana de todas. Aunque me emocioné tímidamente cuando supe que vivían y seguí con cierta atención su regreso a la superficie hasta que al sexto o séptimo empecé a sentirme Bill Murray en El día de la marmota, otra vez vuelvo a tener la impresión de que lo más noticioso arranca ahora.

Lo que nos hemos perdido

En esta ocasión, sin embargo, no me intriga tanto lo que pueda ocurrir en el futuro con los protagonistas del cuento de hadas. Llevamos vistas las suficientes ediciones de Gran Hermano u Operación Triunfo como para imaginar que, según la nariz del representante que se echen, unos se mantendrán un tiempo de reyecitos del mambo y otros inaugurarán antros o presentarán desfiles de moda de quinta. Nada que nos sorprenda. Me resulta mucho más interesante lo que iba sucediendo en los arrabales del milagro y no hemos sabido o querido ver.

Por de pronto, anteayer nos enteramos de que, además de los 33 sepultados, en la mina trabajaban otras 267 personas. No han cobrado un puñetero peso desde el derrumbe, hace más de dos meses largos. Para ellos no ha habido focos, ni palmaditas cómplices del campechano presidente Piñera. Gran paradoja, los técnicamente más fáciles de rescatar siguen atrapados… ¡en la superficie!