Monarquicanos

Aunque he tratado a muy pocos en persona, respeto a los monárquicos de convicción. Uno de ellos, el difunto Juan Balansó, que en los ochenta y noventa se hinchó a vender entretenidísimos libros sobre las trastiendas regias, me confesó que lo suyo era una cuestión que escapaba a la lógica y la razón. Entre el cinismo y la lucidez, me dijo que sabía de sobra que todo era una gran falacia y que a las puertas (entonces) del siglo XXI, no tenía ni medio pase la justificación intelectual y/o política de una institución que se asienta exactamente en lo contrario de lo que debe ser la base de una democracia. Y concluyó poco más o menos así: “Esto es un cuento, y si te lo crees, como es mi caso, tienes que hacerlo porque sí y hasta el final”.

Frente a esa honestidad —peculiar, seguramente, pero honestidad al fin y al cabo—, el hatajo de cortesanos que estos días se deshacen en genuflexiones se distingue, además de por la mentada querencia a la coba servil, por un argumentario trafullero y desvergonzado. Sin duda, los más indecorosos de ese ejército de chupacoronas son los que tienen el cuajo de presentarse como exactamente lo contrario a lo que manifiestan sus hechos y sus palabras. La prensa oficial está tapizada a esta hora de ese tipo de lubricante. Les cito como ejemplo (uno entre mil) el ditirambo que firmaba ayer Javier Cercas en El País. Después de tres párrafos de lisonja sin desbastar al Borbón abdicante bajo el título “Sin el Rey no habría democracia”, siente la necesidad de explicarse al comienzo del cuarto: “Aclaro que no soy monárquico”. Cierto, es algo que da más grima, un monarquicano.

Borbón y cuenta vieja

No me apresuraría yo a buscarle mote al futuro Felipe VI. A su padre, hoy abdicante por sorpresa o similar, le bautizaron Juan Carlos el breve, y se ha pegado casi cuarenta años literalmente a cuerpo de rey. Para más recochineo, digan lo que digan los cándidos festejadores de no se sabe muy bien qué, se pira porque la biología no le da más de sí, y que le quiten lo bailado, lo bebido y lo matado en las llanuras de Doñana y Bostsuana. Este triunfo es, perdonen que la coja llorona, otra derrota, no muy diferente de la que supuso ver al bajito de Ferrol diñarla en la cama. Así se escribe la historieta de este reino al que a unos cuantos no nos apetece nada pertenecer.

Y así se seguirá escribiendo, me temo después de comprobar cómo la gran coalición que tanto negó la fracasada Valenciano se conformó ayer a efectos laudatorios del monarca en cese por derribo. Fue cosa de ver y escuchar al interino Pérez Rubalcaba hacerse jabones olorosos del Borbón. Por suerte, no les pilló en campaña, porque el peloteo bochornoso habría acabado por disuadir a los cuatro o cinco votantes que le quedan al PSOE. Con todo, el elogio excesivo es solo el síntoma. La enfermedad reside en la voluntad de ir a piñón con el PP en el toqueteo legal que la nueva situación requiera. Como con el techo de deuda, los partidos turnistas van otra vez de la manita a darle un zurcido a la Constitución para que la corona ajuste conforme a derecho (a su derecho) en la testa del heredero de quien, a su vez, la recibió del caudillo y generalísimo de las Españas. Con cuánta razón proclamó el jodido que lo dejaba todo atado y bien atado.

Ahí sigue el Borbón

Desde que escribo esta columna, que ya va para un rato, cada 26 de diciembre se la dedico a la borbonada de nochebuena. Como les conté la primera vez, intento no perdérmela. Bien sé que se estila hacer aspavientos ante la sola idea de gastar doce minutos escuchando mendrugadas que, como recordaba el añorado Javier Ortiz, ni siquiera ha escrito quien las farfulla. Comprendo y respeto ese desdén, aunque a veces sonrío viendo cómo los mismos que se han pasado las horas previas postureando comentan profusamente la jugada en Twitter en el momento de la emisión. No es fácil reprimir un chiste o un mecagüen con la esperanza de que se convierta en viral y se señale al autor como un republicanazo del carajo de la vela. Ahí tienen la función social de la monarquía actualmente: ser objeto de mofa y befa, coartada para el ingenio o motivo para el desfogue. No es moco de pavo, una corona diurética y purgante.

Por lo demás, si el mensaje en sí mismo es una chufa de cuarta hecha a partir de topicazos y retales de discursos anteriores —todos los puñeteros años la joía Transición—, alcanza su virtualidad y hasta diría que su sentido en las interpretaciones que vienen después. En las ya mentadas de las redes sociales, pero también y más específicamente en las oficiales. Esa sí que es otra tradición inveterada, la del canutazo de los politicos de guardia al día siguiente. Todavía estoy esperando al que diga que el único comunicado real que va a comentar es del anuncio de su disolución y la entrega de todas las prebendas. Pero no, hasta los más contrarios a la institución medieval tienen unas palabras que donar para su posterior entrecomillado o inserción en la cola de reacciones de rigor. No lo estoy criticando. Simplemente lo constato como parte de un ritual que mientras se siga repitiendo será síntoma de que el de la cadera descacharrada sigue ahí. Y si no es él, el que va detrás en el orden sucesorio.

Monarquía bananera

Lo raro es que el separatismo no prenda también en Cuenca, Vitigudino o Almendralejo. Tiene que ser difícil amar a España y comprobar una y otra vez que quienes se arrogan su representación oficial son una panda de patanes con balcones a la calle. Qué bochorno infinito, sin ir más lejos, el pifostio verbenero que se montó el viernes pasado a cuenta del enésimo descoyunte de la cadera del ecce homo que a duras penas sostiene la corona hispana. Habría sobrado una nota de prensa para hacernos enterar de la nueva entrada a boxes de su desvencijada majestad. Sin embargo, los lumbreras de Zarzuela, que andan con el culo prieto viendo que se les descuajeringa el invento, no tuvieron mejor ocurrencia que convocar a los medios con pompa, boato y urgencia a las puertas de un fin de semana. Hasta los más prudentes ataron cabos, sargentos y coroneles de la legión, y barruntaron que se nos iba a hacer partícipes de algo muy gordo. La abdicación, como poco.

Pues no. Se trataba de un numerito que a los que tenemos el carné renovado unas cuantas veces nos trajo a la memoria a aquel célebre equipo médico habitual que fue radiando la muerte por entregas del predecesor de Juan Carlos en la jefatura del estado, un tal Francisco Franco, que también fue, por cierto, el que lo atornilló donde está. El mensaje vino a ser que según las últimas autopsias, el abuelo de Froilán goza de una salud excelente. Para nota, el galeno que le va a hincar el bisturí, intentando convencernos de que su paciente está hecho un chaval. Como si no hubiéramos visto a la triste piltrafa humana sesteando con baba en presencia de cuerpos diplomáticos, anunciando en un acto al gachó que acababa de hablar o trompicándose insistentemente con su propia sombra.

Si entre la patulea de pelotas cortesanos hubiera medio gramo de corazón, deberían dejar de exhibir impúdica y cruelmente ese amasijo de pieles y huesos que tanto dicen idolatrar.

Adiós, bienestar

Manda narices que tenga que ser un rey quien anuncie, a modo de arcángel del apocalipsis, que se acabó lo que se daba con el estado de bienestar. El de Holanda, para más señas, que atiende por el culebronesco nombre de Guillermo Alejandro y pertenece a la misma generación que el hijo de Juan Carlos, como les gusta subrayar a los lametobillos borbónicos. Emparentado por vía inguinal con la jerarquía que mató a saco durante la dictadura militar argentina. Después de haber hecho carrera en el papel cuché y los programas del colorín, el tipo recién coronado debutaba con picadores ante el parlamento de su país, el de los diques, los tulipanes, los bucólicos molinos de viento y los coffee shops. Y lo primero que suelta, a palo seco y sin anestesia, es que sus (¿malacostumbrados?) súbditos se van a tener que ir haciendo a la idea de que a las arcas públicas ya no les llega para pagarles educación, sanidad, pensiones y el resto de los vicios. Que se siente en el alma, pero que en lo sucesivo cada cual deberá ocuparse de su propio culo, como corresponde a “una sociedad participativa del siglo XXI”, que es como bautizó el gachó a la nueva era de tinieblas en que ha entrado la otrora próspera Europa. Eso sí, él y los de su sangre seguirán viviendo a todo tren porque las penurias no van con los residuos del pasado.

Me dirán que gasto en sulfuro y vitriolo inútilmente, que a fin de cuentas, este baldragas con cetro no pinta nada en el concierto europeo y que lo que diga no va a ninguna parte. La cosa es que de momento, su discurso sí ha ido a unos cuantos titulares más allá de su condominio. Por lo demás, el tal Guillermo Alejandro no ha dicho nada que no supiéramos o, mejor enunciado, que no temiéramos desde hace tiempo: la llamada crisis era la tarjeta de visita del modelo que se nos viene encima irremediablemente. El estado del bienestar quedará muy pronto para los libros de historia. QEPD.

Abdicación

A la monarquía no le encuentro mayor uso que ser materia prima para chistes, cuentos infantiles y revistas del colorín. Tomársela más en serio conduce a la melancolía, cuando no a la ira y al envenenamiento de la sangre. Como muchos, celebraría su envío definitivo al desguace de la Historia, pero mientras llega ese día (que no sé yo), practico la limitación de daños y hasta soy capaz de entretenerme con sus venturas y, especialmente, sus desventuras, que de un tiempo a esta parte son casi todas.

Sigo también nada a disgusto las historietas menudas de la regia condición, como el pase a la reserva de Beatriz de Holanda y los inevitables paralelos con la borbonada ibérica que se han dejado caer. Con indisimulable sofoco, los papeles cortesanos —que igualmente son casi todos, incluidos los de muy cerca— se han apresurado a aclarar que los parecidos empiezan y terminan en las edades de los protagonistas y en el hecho de que ambos sucesores están desposados con plebeyas, término todavía al uso en estas rancias esferas. De risa floja, leer a modo de excusatio non petita en la portada de un vetusto diario que la jubilación de la soberana del país de los tulipanes y los coffe shops sigue “la tradición holandesa”. Ojito con las tradiciones, que en la dinastía zarzuelera podría considerarse tal que los hijos le bailen el trono a los padres por la jeró. Lo hizo Fernando VII con Carlos IV y, con la inestimable ayuda de Franco, el propio Juan Carlos le endiñó la trece-catorce a su viejo, que se fue al pudridero del Escorial sin haber catado la corona y seguramente acordándose del mal día en que engendró al rapaz que se saltó el escalafón.

Ya digo que ni me quita el sueño ni me da más lo que ocurra con los Capetos de este lado de los Pirineos. Como pagano a escote de su tren de vida, solo les pido un poco más de espectáculo. Una abdicación, a lo neerlandés o a lo hispanistaní, no estaría mal… para empezar.

Zarzuela Productions

Desde hace mucho tiempo estoy convencido de que la única finalidad de la monarquía española es tener entretenido al populacho. Todo eso de institución moderadora, símbolo de la unidad y permanencia de la nación y demás trafulla dialéctica que pone en el Título II de la Constitución son chorradas que no se creen ni los más partidarios del invento. A la hora de la verdad, la familia borbonesca viene a ser una compañía teatral de élite —magníficamente subvencionada— que cada cierto tiempo monta un entremés, un astracán, una tragicomedia de enredo o lo que se tercie para solaz del respetable, que ya sea pro o anti, sigue las andanzas con extraordinaria atención. Ya quisieran los culebrones o las telemovies de moda tener asegurada la media de share de las producciones de Zarzuela S.L.

Aunque se esté entre los que silban el Himno de Riego en la ducha, habrá que reconocer que en este campo el clan de los juancarlines resulta insuperable. Después de 37 años (más los que estuvieron como meritorios con el bajito de Ferrol) sobre el escenario, no sólo no han perdido punch, sino que en los últimos tiempos están demostrando su capacidad para mantener simultáneamente en cartel varias piezas de todos los géneros y siempre con la máxima intensidad dramática. Lo mismo le dan al thriller de estafas de altos fondos que te hacen una función de desgracias familiares con protagonista infantil. Y, cuando parecía que la cosa no daba más de sí, nos regalan un vodevil de trompas africanas que termina con una cadera ortopédica, el descubrimiento de la amante número ene y la constatación de que para el actor principal “arrimar el hombro y sacrificarse” significa hacerse un bisnes erótico-etílico-cinegético de cuarenta mil euros para arriba. No hay guionista que lo mejore.

Como no sabemos cuánto queda para la tercera (o, en nuestro caso, la primera), hagamos acopio de cinismo y sigamos disfrutando del show.