Semana Santa salvada

No, qué va. Esta vez no íbamos a salvar la Semana Santa sino las vidas. Cómo nos gustan los lemas de todo a cien, es decir, las trampas en el solitario. Porque es verdad que, a excepción de los más jetas del lugar, en esta ocasión no hemos podido saltar el perimetral autonómico a la segunda residencia en Jaca, Castro, Villarcayo o Benidorm, pero ahí están las cifras de ocupación hotelera en cualquiera de los cuatro territorios del sur de Euskal Herria. Tienen poco que envidiar a las de hace dos años, cuando ni soñábamos con una pandemia. En algunos establecimientos son incluso mejores. Qué decir de las imágenes de terrazas —y allá donde se puede, de interiores— de los bares o, justo donde duele, de las precelebraciones, celebraciones y postcelebraciones futboleras.

De las no futboleras, mejor ni hablamos; ya me quedó claro cuando escribí sobre las patadas en la puerta que propagar el virus es un derecho inalienable. Manda muchas pelotas, por cierto, que los defensores de tal principio sean los mismos que nos cantan las mañanas con la flojera de las autoridades a la hora de decretar medidas de contención. Son, en cualquier caso, representantes de esa hipocresía general que trato de poner en solfa en estas líneas. Se proclama exactamente lo contrario de lo que se pone en práctica. Así de triste.

¡Hagan algo ya!

De la reunión del Consejo Interterritorial de Salud de hoy no espero autocrítica. Qué va, ni siquiera aunque los responsables sanitarios nos deban quintales de explicaciones por el modo en que su ceguera voluntaria sea en buena parte culpable de esta tercera ola telegrafiada que nos golpea sin piedad. Llegará —ojalá—el momento de exigir responsabilidades, pero ahora no toca llorar por la leche derramada sino remangarse y hacer frente de verdad al descomunal repunte de contagios, ingresos hospitalarios y muertes. Lisa y llanamente, hay que coger el virus por los cuernos y dictar las medidas más eficaces para ponerlo en retirada.

¿Cuáles? Es obvio que no tengo la cualificación profesional para enumerarlas, así que me abstendré de decir si se trata de un confinamiento a rajatabla, de mayores restricciones horarias y de movilidad o de cierres selectivos de actividades concretas. Sí me atrevo a anotar, en todo caso, que parecen necesarias determinaciones más drásticas y, por descontado, acordadas entre las diferentes comunidades desde la honradez y renunciando al lucimiento propio o al aprovechamiento político. Y, claro, con el compromiso del poder central, que debe comprender de una vez que cogobernar no es boicotear a las autoridades locales ni meterse las manos en los bolsillos y silbar a la vía.

No poder; no deber

La autoridad competente ha ajustado las restricciones de cara a la navidad —o sea, ya mismo— en la demarcación autonómica. Realmente, no hay novedades de gran relieve. Se adelanta el cierre de la hostelería en los días señalados y se reduce media hora el toque de queda en nochebuena y nochevieja, con la recomendación (porque no se puede obligar) de que no se junten más de seis personas por domicilio en la cena de fin de año. A la vista de los picaruelos que ya andaban buscándose cámpings, casas rurales u hoteles para bailotear y compartir fluidos, se limita también la posibilidad de reservar con determinada antelación.

¿Tan complicado es? A juzgar por las reacciones de primer bote, sí. Menudo pifostio del quince, resoplan los siempremalistas. Qué ganas de jorobar la marrana, se enfurruñan los chufleros sin fronteras, exhibiendo su inalienable derecho a contagiar y, aunque ellos no sean conscientes, a ser contagiados. Otros, los presuntamente muy responsables, dicen que jopelines, que con solo media hora de margen después las doce, no les va a dar tiempo a llegar a sus casas. Tal cual se lo plantearon a la consejera Sagardui que, después de contar mentalmente hasta mil y respirar profundamente, contestó con su mejor sonrisa que hace un buen rato que todos sabemos que estas navidades no-son-co-mo-las-de-siem-pre. ¡Leñe ya!

¿A 30? ¿En serio?

Se ha contado con toda pompa y fanfarria, y me temo que aún nos queda un rato largo de raca-raca autocomplaciente. Los anales de la Historia recogerán que hoy, fecha interestelar 22 de septiembre de 2020, la ciudad en la que curro será la primera población de más de 300.000 habitantes que limita la velocidad en la totalidad (to-ta-li-dad) de sus calles a 30 kilómetros por hora. Se supone que es un inconmensurable avance para la Humanidad —Bilbao, capital del universo— que reducirá en quintales el estrés de los paisanos, amabilizará (ese es el verbo, se lo juro) un huevo el recio carácter de la villa y, en definitiva, provocará felicidad a borbotones a uno y otro lado de la ría.

Todo eso, claro, en futuro. De momento, lo que ha provocado el anuncio es un bullir y rebullir de bilis entre quienes barruntan que en adelante el desempeño de su trabajo será infinitamente más complicado. No arriendo la ganancia, o sea, la pérdida, al gremio del taxi, la mensajería, el reparto o el manejo de autobuses… incluyendo en este caso a los sufridos viajeros, que verán multiplicar por equis la duración de los trayectos, frenazos aparte. Tampoco veo yo los beneficios para el medio ambiente, con todo quisque ahumando en segunda y quemando gasofa que es un primor. Pero quizá el tiempo me demuestre mi error. Ojalá.

Diario del covid-19 (44)

Si el telón de fondo no fuera una enorme tragedia, resultaría hasta graciosa la suerte de votación de Eurovisión en que se convirtió el proceso para el salto o no de fase de la dichosa desescalada. Especialmente, teniendo en cuenta que los criterios sanitarios, los intereses económicos y las argucias politiqueras que entraron en juego tuvieron como contrapunto real la actitud de buena parte de la ciudadanía que desde hace una semana vive cuatro traineras por delante de la fase más avanzada. Les remito a mi columna anterior, que incluso se ha quedado en aguachirle a la vista del brutal incremento del desparrame de unos cuantos de nuestros semejantes.

Por lo demás, es imposible no reseñar entre el asombro y el cabreo que a los censados en la demarcación autonómica nos ha tocado una versión capada de la fase 1. Vamos, que nos han dejado en la 0,7, siendo muy generosos. Porque sí, de cine lo de las terrazas, las iglesias y los comercios, pero, a diferencia de lo que pasa en el resto del Estado, permanecemos enclaustrados en nuestro municipio, sin posibilidad de reencontrarnos con los seres queridos a los que no vemos desde hace dos meses. Seré muy obtuso, pero el mensaje no concuerda con los que nuestras propias autoridades habían lanzado sobre la necesidad de recuperar algo parecido a la normalidad.

Cuestión de respeto

Además de pasajero de transporte público, soy peatón, conductor y ciclista. Exactamente por ese orden. Doy fe de que las cosas se ven muy distintas a pie de asfalto, al volante o desde el sillín. No son pocas las ocasiones en que me sorprendo a mí mismo, según el papel que me toque, recriminando a mis compañeros de vía por un comportamiento en que yo mismo incurro en situaciones parecidas. Cómo joroba, cuando vas paseando, ese Fitipaldi que acelera en el paso de cebra. O ese bicicletero que tampoco lo respeta porque escoge a conveniencia las normas de circulación. Igual, por otra parte, que el cabreo que te provoca sobre cuatro ruedas el tipo que se demora al cruzar porque va guasapeando o la señora de cierta de edad que atraviesa la calzada, bastón y carrito de la compra incluidos, por donde no hay rayas pintadas.

Eso y todas las viceversas cruzadas que se les ocurran y que, a buen seguro, habrán vivido usando el pavimento a pie, en coche, en moto —por ahí si que no me pillan, lo juro—, en bici o como quiera que circulen. Y el asunto es que debemos ser capaces de ponernos en el lugar del otro, que bien podemos ser nosotros mismos, porque no hay más opciones que compartir las calles, los caminos y las carreteras. Con paciencia, con respeto, poniendo a prueba los límites de nuestra tolerancia. Seguramente, tragando más de un sapo y evacuando algún que otro exabrupto. Porque no queremos ser la ciclista que el otro día dejó su vida en una céntrica calle de Bilbao, pero tampoco el camionero que, por despiste o infortunio, pasará el resto de su existencia sabiéndose el autor de esa muerte prematura… y evitable.

Peaje a la vista

Voy dándome por jodido. El ayuntamiento de la ciudad —perdón, villa— donde trabajo ha empezado a sembrar el maíz para cosechar, andando no mucho tiempo, un peaje a los vehículos que penetren en su perímetro. En fino, se llama crear el contexto. Primero, un titular regalado a un medio escogido para ir calentando las barras de bar. Luego, un par de “Bueno, eso lo estamos pensando” o “Es un debate abierto en muchos lugares” soltados aquí o allá por parte del locuaz concejal del ramo y/o algún portavoz autorizado del gobierno municipal bipartito. Y, de momento, lo último, el lanzamiento de una encuesta mastodóntica (en Google Docs, se lo juro) en la web municipal para que vecinos y foráneos se pronuncien sobre la cosa… después de haber echado la tarde poniendo puntitos en las mil y una casillas del kilométrico interrogatorio. Presidiendo la pantalla, junto a un bucólico logotipo con un viandante, un ciclista, un autobús y un arbolito, el pomposo acrónimo PMUS, o sea, Plan de Movilidad Urbana Sostenible. Sonoridad y vaciedad en relación directamente proporcional.

Como no tengo paciencia para completar el cuestionario, desde aquí le comunico a quien corresponda que mi humilde C-4 invade las lindes capitalinas a las 4.55 de la madrugada de los días laborables. Me acompañan en la oprobiosa incursión un puñado de conductores y conductoras con la legaña puesta y aún sin ánimo siquiera para ciscarse en los muertos de los tocapelotas semáforos de Juan Garay. Les juro por lo que me digan que si a la intempestiva hora que les indico me ponen el transporte público que sea, yo les ahorro la presencia de mi carro.