A propósito de Joseba Arregi

Respecto a la muerte, sostengo dos máximas. Por un lado, no nos hace mejores personas. Por otro, cuando acontece la de cualquiera con quien mantuviéramos diferencias, no es el momento de saldar cuentas sino el de manifestar respeto. Y es lo que pongo por delante al redactar estas líneas tras conocer el fallecimiento de Joseba Arregi, una figura que indiscutiblemente tiene un lugar destacado en nuestra historia reciente. La prueba está en la visceralidad de las palabras que hemos podido leer y escuchar desde que trascendió la noticia. Las loas excesivas han tenido su contrarréplica en aceradas diatribas revanchistas.

Incapaz de glosarlo con hipérboles ni de escupir bilis sobre un cadáver reciente, mi reflexión me lleva a lo que, a día de hoy, para mí sigue siendo un misterio insondable. Jamás comprendí qué pudo provocar su radical ciaboga vital y política. El Joseba Arregi que yo conocí y traté a cierta distancia a principios de los 90 del siglo pasado defendía absolutamente lo contrario de lo que sostuvo en el último tercio de su vida. En el tránsito, hubo un trueque diametral de filias y fobias. Los que lo consideraban un sectario sabiniano antiespañol lo acogieron, a la postre, como muestra de la vasquidad entendida como la sublimación de lo español. Y claro, viceversa: los que ponderaban su condición de abertzale ejemplar terminaron apostrofándole como españolazo contumaz. En ese sentido no fue un caso único en nuestro país. En el último medio siglo hemos asistido a no pocos cruces de líneas ideológicas, incluso de extremo a extremo. Los porqués, insisto, se me escapan. Descanse en paz Joseba Arregi.

Maradona, juguete roto

Asisto desde el córner y no sin sonrojo a la hemorragia de excesos verbales tras la muerte de Diego Armando Maradona. Muchas de las loas fúnebres descangalladas llevan la firma de tipos que invariablemente participan en los festivales de desmesura que siguen a la muerte de cualquier celebridad; escriben a mayor gloria propia más que a la del difunto. Otros, los más descarados e hipócritas, se apuntan al concurso de elogios póstumos al pelotero fallecido después de haberlo puesto a bajar de mil burros cuando aún respiraba. Y no olvido, claro, a los que siempre juegan a la contra y saltan sobre el cuerpo todavía caliente para recordar con saña su lado menos amable.

En estas situaciones tengo la costumbre de optar por el respeto. Obviedades aparte, para mí, Maradona no es el primer, segundo o quinto mejor futbolista de todos los tiempos. Guardo, por supuesto, memoria de sus jugadas de dibujos animados, pero siempre he visto al astro argentino —yo también tiro de tópicos, sí— como el juguete roto de manual. O un paso más allá, como una enciclopedia sobre las miserias humanas. Y no por él, ojo, sino por las legiones de tipejos que lo rodearon a lo largo de su periplo desde el Olimpo al abismo, convirtiéndolo, como dijo ayer su excompañero Julio Alberto, en un cajero automático andante. Descanse en paz.

Diario del covid-19 (22)

Los números vuelven a darnos una bofetada. Otra vez más muertos y más contagios. Y eso, pasando por alto que los positivos son en función de la cantidad birriosa de test que se hacen y que empezamos a descubrir que hay caja B de defunciones. Menos mal que hemos entrado en la realidad dictada por decreto y propagada por los medios alpistados —una kilada a repartir entre Atresmedia y Mediaset; al resto, que nos ondulen con la permanén—, que son los mismos que dicen luchar contra los perversos bulos.

Pues que empiecen por el ombligo propio, porque nada más publicadas las cifras, andaba Ferreras contando que eran unos datos cojonudísimos, lo que confirmaban uno tras otro sus compañeros de francachela, incluyendo el presunto experto con el que conectan por Skype a pantalla completa. Por si cabía alguna duda, los creativos grafistas se habían currado una curva donde el aumento de fallecimientos aparecía como una cuesta abajo. Todo, después de haberse pegado la mañana entera poniendo de chupa de dómine al diario El Mundo por publicar en portada una escalofriante fotografía de varias filas de féretros ordenados alfabéticamente en la siniestra morgue que se ha debido improvisar en el Palacio de Hielo de Madrid. ¿Quién dice que esta pandemia nos va a cambiar a todos? Se ve que algunos son inmunes.

Diario del covid-19 (8)

Los aplausos de ayer a los ocho de la tarde han sido los más emocionantes desde que estamos encerrados en casa. Esta vez no eran solo el justísimo y sincero reconocimiento general a quienes están en primera línea de batalla. Tenían como destinataria una persona concreta, la enfermera de Osakidetza que literalmente entregó su vida el miércoles por nosotros. Aunque cada vez más las siniestras estadísticas diarias habían empezado a tener cara, circunstancias y nombres conocidos y hasta cercanos, la muerte de esta heroína nos ha situado en la auténtica dimensión de la tragedia, que es la humana.

Y no. En este caso, la nota informativa no llevaba la macabra coletilla con la que pretendemos relativizar el mal. La fallecida no sufría patologías previas y tenía 52 años. Me pregunto dónde están los incontables miserables que hace diez días se recreaban en vomitivos juegos comparatorios entre las edades de los fallecidos por o con coronavirus y otro tipo de víctimas mortales para concluir que los que pedíamos que se tomaran medidas urgentes éramos unos exagerados y unos putos fachas. Ojalá pudiera decir que guardan un cobarde silencio. Pero ni eso. Son los que ahora mismo están al frente de los cacareos de protesta y señalamiento y exhibiendo una solidaridad tan compungida como falsa. Cuánto dolor.

Diario del covid-19 (7)

Un rey diciendo nada mientras buena parte de la ciudadanía confinada en sus casas le muestra el más estruendoso de los desafectos. Saldremos de esta, bla, bla, bla, requeteblá. Discurso de aliño pergeñado a base de topicazos aventados con una sobreactuación que no les habrá colado ni a los más convencidos. Por mucho que el tipo se empeñara en marcarse un Churchill, viéndolo y escuchándolo era imposible no pensar en los turbios negocios de su padre, que no dejan de ser, renuncias impostadas aparte, los de toda la real familia. A ver si es verdad, como dice el meme al uso, que de esta salimos sin virus y sin corona.

Lástima que en el ínterin crezca la conciencia de que nos va a costar mucho más de lo que somos capaces de imaginar y de que nos quedan quintales de titulares que nos helarán la sangre. 8 muertos en una residencia de personas mayores de Gasteiz. 17 en otra de Madrid. Suma y sigue, mientras los más espabilados del lugar se saltan el estado de alarma, millonarios con casuplones se hacen los héroes por su ganduleo o compañeros de mi gremio compiten por el Ondas del narcisismo con exhibiciones impúdicas desde su domicilio. Claro que los peores son los negacionistas de anteayer poniéndose como hidras cuando se les recuerda que si llevamos retraso en esta batalla es por su puñetera culpa.

Excesos fúnebres

Camino del más allá, Alfredo Pérez Rubalcaba irá pensando en cómo una vez más los hechos le han dado razón. “En España se entierra muy bien”, dejó dicho el sabio de Solares, y a su propia muerte se ha podido comprobar la verdad de tal aserto. Nada que decir, faltaría más, sobre el elogio nacido del alma de los cercanos en lo afectivo o en lo ideológico. Ni tampoco respecto a las palabras de sincero reconocimiento y aprecio de los muchísimos adversarios políticos con los que tuvo una relación estrecha más allá de las banderías y de las posturas incluso diametralmente opuestas. Lo que canta La traviata son los juegos florales de homenaje dialéctico entre tipos que en su día tildaron al recién difunto de demasías sin cuento.

Manda carallo y medio que los que lo acusaban de colaborador de ETA o de instigador del 11-M se vengan arriba ahora en el ditirambo. ¿Qué narices anda González Pons dedicándole una elegia rebosante de natillas cuando lo acusó de perrerías indecibles? ¿A qué vienen los halagos envueltos en almíbar de Gabriel Rufián al carcelero, enemigo de la causa catalana y no sé cuántas más? Me quedo un millón de veces con quienes, a pesar de tener quintales de reparos hacia el personaje, han optado por el silencio respetuoso.

Siempre lo he dicho y lo repito por enésima vez: la muerte no nos hace ni mejores ni peores personas. Con suerte, vendrá el tiempo a ponernos en nuestro sitio o a barnizarnos de una cruel pátina de olvido. En cuanto a Pérez Rubalcaba, y sin negar su vida anterior, me quedo con sus últimos días, cuando rehusó la puerta giratoria y volvió a la universidad. Fue un gran… expolítico.

A propósito de Maza

Hace un año no sabía absolutamente nada sobre José Manuel Maza. Luego supe muchas cosas. Hasta la penúltima, su impactante muerte de un rato para otro a 10.000 kilómetros de su casa, y la última, que aún no se ha detenido, la torrentera de bilis y almíbar que ha seguido al instante en que se conoció la noticia. Diatribas furibundas y exagerados cantares de gesta se impusieron al estupor del primer segundo, y ahí continúa cada quien desde su trinchera respectiva, entre olés alborozados y lamentos en do mayor, componiendo una especie de milhojas fúnebre en el que se alternan una capa de panegírico y otra de invectiva. Ha pasado el tiempo en que todos los difuntos eran buenos, supongo que hay tomarlo por avance.

¿Y usted, columnero, es de los que lo sienten o de los que lo celebran? Como imaginarán especialmente los que se pasan con cierta frecuencia por estas líneas, ni lo uno ni lo otro. No me sale —y no pienso esforzarme para que me salga— nada remotamente parecido a un lamento, pero por pura urbanidad, carezco igualmente del cuajo necesario para brindar por el tránsito al otro barrio del fiscal general. Como mucho, me asalta un pensamiento sobre cómo puede influir en los mil asuntos literalmente “de Estado” que tenía entre manos mientras todavía respiraba.

Y lo siguiente es una reflexión, seguramente pedestre, sobre la literalidad del tópico que sentencia que no somos nada. Tanto afán, tanto ahínco, tanto ardor, tanta vehemencia en cumplimiento de lo que uno entiende como deber, para que eso se convierta en anecdótico porque el destino o un germen cabrón hace que la diñes al otro lado del charco.