Sociedad civil

Como no teníamos suficiente con el empoderamiento, la performatividad y demás palabras o expresiones tan sonoras como de difuso significado, resurge de sus cenizas el viejo (viejuno, apuraría) concepto sociedad civil, escrito con o sin mayúsculas iniciales según la pompa que se le quiere dar a la cosa. Aunque nunca había desaparecido del todo, de un tiempo a esta parte se ha hecho un sitio en los labios de varios líderes políticos y en los argumentarios de los respectivos partidos. Y como lo mismo sirve para roto que para descosido, ahí está dando nombre a una organización nacionalista española en Catalunya o, por lo que nos toca más cerca, en diferentes declaraciones sobre cómo salir de nuestro bucle infinito.

Así, tras la operación policial que arruinó un intento por mostrar la voluntad de desarme de ETA, Arnaldo Otegi sentenció que el “camino hacia la paz” debía liderarlo la sociedad civil. Para que no me acusen de lo de siempre, me apresuro a añadir que ideas parecidas las he oído a representantes del PNV, Podemos y, quizá en menor medida, el PSE. También es filosofía aventada por meritorios filántropos sin sigla concreta.

El primer problema que le veo al planteamiento es identificar a la tal sociedad civil. Lo habitual es que cada cual se refiera, básicamente, a aquellos convecinos que comparten ideología. Estos sí, pero aquellos no. Allá películas si los segundos son muchos más que los primeros. Tiremos por lo alto, que es por donde me da que va esto, y pensemos que sociedad civil es toda la sociedad. La vasca, en este caso. ¿De verdad creen que está por la labor de liderar lo que se dice?

¿Qué pasó el domingo?

Todo es según el ángulo de la fotografía y el entusiasmo en la narrativa. El mismo acto puede ser un fracaso descomunal o un éxito sin precedentes en función del titular y la imagen que lo acompaña. Entre las impías calvas de las gradas y una panorámica abigarrada de cabezas y telas al viento debe de estar lo más parecido a la verdad. Otra cosa es que interese contarla. O, qué caray, que se sea capaz de verla, porque al final, los ojos son un apéndice del corazón, que cada vez tolera peor las frustraciones. Créanme que en muchos de los grandes engaños no hay intención de darla con queso sino incompetencia para percibir la realidad. Llámenlo ceguera del alma y quizá lo disculpen.

Y ya, apeándome del lirismo, ¿con qué lectura sobre lo que ocurrió el domingo en cinco capitales de Euskal Herria hemos de quedarnos? Tienen para escoger la versión de la épica multitudinaria que avanza un mañana inminente plagado de urnas en las que decidir lo que seremos o la interpretación pinchaglobos que reduce la movilización al clásico de los cuatro y el tambor. Claro que si prefieren salirse de lo maniqueo, lo binario y lo trillado, pueden huir de la disyuntiva entre el triunfo y el fiasco, y plantearse si las mareas de color salmón han cubierto su objetivo.

Ahí, de nuevo, les cabe la opción de hacerse trampas o no. Piensen si se trataba de abrir un camino imparable para cambiar el estado actual de las cosas o si, siguiendo la estela de lo que ya se vivió el año pasado, el fin era fijar en el calendario una nueva tradición festivo-reivindicativa para soltar adrenalina patriótica y que siga sin pasar nada de nada.

Gracias, Ramiro

Mi novia atravesando tu puerta con una mochila a la espalda. ¿Escribes tú el cuento de la mujer-caracol que llevaba su casa a todas partes o lo escribo yo? Me da, Ramiro, que al final, la historia se quedó inédita. Aunque te negabas a creerme y hasta me publicaste a traición los dos únicos relatos —patéticos, qué bochorno solo al recordarlo— que he escrito en mi vida, lo mío nunca fue la ficción. Y tú, sin embargo, ya tenías suficientes tramas para quince o veinte vidas más.

Si no me falla la memoria, andabas enfangado por entonces no sé si en la segunda o la tercera entrega de Verdes valles, colinas rojas. Guardo entre mis reliquias la recia (auto)edición original de Libropueblo que me regalaste junto a casi todas tus obras anteriores. Quién iba a imaginar, seguro que ni siquiera tú mismo, que dos décadas después, aquel océano de páginas se convertiría en el gran fenómeno narrativo —¡y comercial!— del que todo el mundo se hacía lenguas. Ahí sí que hay otra novela: la del escritor que, sin dejar de serlo ni un solo minuto de su existencia, regresó de un olvido mitad voluntario, mitad impuesto por los caprichos del mercado, para ocupar el sitio que siempre le había correspondido.

Eso ocurrió bastante después de nuestra despedida. Ni apartaste los ojos de la pantalla en blanco y negro del MacIntosh, tan grande era tu decepción por mi abandono. La justa revancha fue borrarme de tu mente. “¿Y dices que trabajaste conmigo cuatro años en la revista? Pues te juro que no caigo”, me soltaste en el que fue el primer y último reencuentro. Otra de tantas enseñanzas que te debo. Gracias por todo, Ramiro.