Compraventa de bebés

Maternidad subrogada, alguna certeza y no pocas dudas. La inmediata, respecto al motivo por el que, casi de repente, se ha empezado a hablar de la cuestión desayuno, comida y cena. Apenas ayer era material para telefilm de sobremesa dominical o extravagancia de cuatro parejas con pasta de por ahí. ¿Por qué justamente ahora se nos viene encima con la apariencia de debate sobre no se sabe qué derecho?

Sí, derecho, otro más de esos manufacturados al gusto del pensamiento fetén para quedar de vanguardia del quince al reivindicarlo con la rotundidad con que en otros tiempos se exigía pan, trabajo y libertad. Y la cosa es que al primer bote casi cuela. Nos preguntan a bocajarro, y nos sale el instinto cobardón para que no se diga que no llevamos a la orden los certificados reglamentarios de progresía o que se nos ha parado el calendario en el pleistoceno. Que si es un asunto de mucho calado, que si todo es respetable, que si…

Confieso que anduve en esas, pero ya no. Ahora mismo tengo claro que el tal derecho es, en plata, la mercantilización pura y dura de la reproducción humana. Bebés convertidos en productos de consumo solo para quienes pueden permitírselo. Al otro lado, mujeres reducidas a suministradoras de criaturas para cumplir los deseos —¿o van a ser los caprichos?— de los que consiguen lo que sea a golpe de chequera. Y en más de un caso, todavía tienen el desahogo de hacerse los ofendidos y corregir al personal cuando se habla de vientres de alquiler, expresión no solo más popular sino más ajustada de esta práctica que ni siquiera es nueva. La compraventa de chiquillos viene, por desgracia, de muy atrás.

No sin mi cheque-bebé

Hace mes y medio que perdimos a Berlanga, pero las historias que mejor contaba no se han ido con él. Ahí están como prueba las colas de embarazadas frente a los paritorios buscando soltar lastre antes de que den las doce de esta noche y la carroza del cheque bebé se convierta en calabaza. Dos mil cuatrocientos euros son una pasta, no diré yo que no, pero se me antojan calderilla al lado de lo que se está poniendo en riesgo, que es la propia vida y, en el mismo viaje, la del bebé. No son exageraciones. Lo dicen los profesionales de la obstetricia, abrumados por el trabajo extra y abochornados por los bisnes de los que les quieren hacer partícipes. “No se dan cuenta de que están jugando a la ruleta rusa”, he escuchado lamentarse a un ginecólogo molesto por que lo tomaran por un sacacorchos o un desatascador. Otro advertía que, en el mejor de los casos, arreglar el estropicio causado por los problemas de una inducción al parto improcedente resultaba bastante más caro que la pedrea de la lotería natalicia que se sacó de la chistera el Gobierno español.

Premios a la natalidad

Este final a medio camino entre el neorrealismo de la posguerra y la picaresca del siglo de oro es, bien mirado, el único que cabía esperar para una medida populista que parecía sacada del ideario nacionalcatólico. Aquellos premios a la natalidad que entregaba el jefe local del Movimiento a los más aplicados en la cría de cachorros para el régimen no tenían nada que envidiar a esta prima a la reproducción que se inventó Zapatero. Lo más increíble es que haya habido parejas -más de cien y más de doscientas- que se prestaran voluntarias a la subasta de neonatos atraídas por una cantidad que no llega ni para los pañales y los avíos varios del primer año. Y ahora, como está a punto de sonar la campana, a empujar hacia fuera para no quedarse sin el cromo del Tigretón. No quiero ni imaginarme qué educación van a dar a esas criaturas concebidas para que vinieran al mundo con la hucha bajo el brazo.

Aunque las matemáticas catastrofistas de los demógrafos no me cuadran con una sociedad donde el paro o la precariedad laboral se ensañan en los jóvenes, que siguen viviendo con sus padres hasta después de los cuarenta, daré por cierto que hace falta más carne para la máquina. Traducido: que es necesario incentivar la procreación o, dicho en fino, la natalidad. Mucho me temo, sin embargo, que eso no se hace a base de cheques, bonos o cupones de descuento. Por fortuna, la mayoría de las parejas no tragan tan fácilmente esos anzuelos.