Adulando a Galeano

He participado, lo confieso, en los excesos fúnebres, casi juegos florales, en torno a Eduardo Galeano. No me disculparé por ello. Era casi un imponderable físico o aritmético. Incluso, diría, puro determinismo vital. Pertenezco a la última (o como mucho, penúltima) generación que se dejó deslumbrar por lo que llamaron y creo que aún llaman boom latinoamericano. Qué gracioso o todo lo contrario, anoto al margen robándole una idea al gran Bernardo Erlich, que el único superviviente de aquella explosión de la izquierda literaria sea el que pegó el enorme brinco a la derechaza, o sea, Vargas Llosa.

Qué divertido también, sigo señalando paradojas, que muchísimos de los que se vinieron arriba en la hemorragia laudatoria del uruguayo lo hicieran esgrimiendo a modo de biblia Las Venas Abiertas de América Latina. No hacía ni un año que su autor había reconocido sin reparos que en la época en que escribió el libro que tantos tuvimos como verdad revelada, sus conocimientos de economía y política eran manifiestamente mejorables. Aunque aseguró que no se arrepentía de haberlo firmado, sí dijo que sería incapaz de leerlo de nuevo, y añadió: “Para mí, esa prosa de la izquierda tradicional es aburridísima. Mi físico no aguantaría. Sería ingresado al hospital”.

Miren que Galeano fue un mago casi insuperable pariendo aforismos y frases redondas de apenas línea y media, pero encuentro pocas que me digan más que la que encabeza el entrecomillado. Ahí está el retrato de un tipo que no se dejó sobornar siquiera por su legión de aduladores. Bien es cierto —me apuesto algo— que la mayoría no se han dado por aludidos.

No le importaba el dinero

Qué vicio tan insólito, la lectura de las mil y una coplas a la muerte de un banquero que, sobre pronóstico, han caído en torrentera tras el óbito del Capo di capi. Será que estoy especialmente receptivo, pero en casi todas, igual en las babosamente laudatorias que en las pasadas de vitriolo, he encontrado alguna enseñanza. Por ejemplo, que buena parte de los prebostes de la cosa financiera (o los amanuenses a los que han desviado el encargo de la glosa de su colega finado) andan justos de gramática y definitivamente ayunos de imaginación. Que si figura clave, que si adelantado a su tiempo, que si hombre hecho a sí mismo, que si afable, sencillo de trato, campechano, amigo de sus amigos… Bien mirado, tampoco nada digno de excesivo reproche en quienes tienen ocupaciones lejanas a la lírica. Menos, cuando los que sí poseen licencia para juntar letras no han demostrado mejor maña. “Relució con luz propia”, se vino arriba (o sea, abajo) todo un académico de la lengua y otrora periodista de postín. Aún no me he quitado de encima la sensación de bochorno.

Paso por alto las diatribas furibundas —unas, de carril y otras, realmente sustanciosas— que, por esas carambolas extrañas, acabarán engrandeciendo la leyenda del despellejado. Acuciado ya por la falta de espacio, aprovecho el que me queda para compartir con ustedes las palabras que más me han dado qué pensar. Jaime Botín Sanz de Sautuola escribe sobre su hermano recién difunto: “No le importaba nada el dinero”. En el juicio final, un testimonio así acarrearía la condena eterna. Pero lo más seguro es que Don Emilio esté ya en el paraíso… fiscal.

Respeto

De entre todas las formas de comunicar una muerte, me quedo con una de la cultura anglosajona. Tan escueta como impactante. Simplemente, al nombre de la persona fallecida se le añade una palabra: Respect, es decir, respeto. No diré que a partir de ahí sobra todo lo demás, pero sí que es optativo. Hay quien derrota por el panegírico porque es lo que le sale de dentro, quien no es capaz de expresar lo que siente, y quien lisa y llanamente no tiene demasiado que decir… o comprende que no es el momento de hacerlo.

El elogio fúnebre —ahí iba yo— no es obligatorio. Añado incluso que si es forzado o desmiente clamorosamente lo que se sostenía sobre el difunto cuando todavía respiraba, puede resultar un insulto póstumo, además de un ejercicio de fariseísmo que canta la Traviata. Tuve muy presente esta idea en las tres horas y media vibrantes del programa especial que le dedicamos en Onda Vasca a Iñaki Azkuna en cuanto tuvimos constancia de su fallecimiento. Aunque la ocasión parecía propicia y hasta por una ley no escrita de la profesión se hubiera disculpado, mi obsesión era que no se nos fuera la mano con el almíbar. Por sentido de la contención, sí, pero sobre todo, porque no me cuadraba con el protagonista real de ese tiempo de radio, que era el primero que sabía —me lo dijo un día de viva voz— que en su (inmensa) personalidad también iban de serie un puñado de imperfecciones. Naturalmente, en los muchísimos testimonios que recogimos primó lo laudatorio, lo emotivo, lo entrañable, lo sentido, que además lo era sinceramente. Pero no obviamos lo menos amable. Lo hicimos por y con respeto.

Hessel ha muerto

Stéphane Hessel ha muerto. Comprendería perfectamente que no quisieran seguir leyendo. Yo mismo me he autoimpuesto, por el bien de mi estómago y de mis neuronas, esquivar la inevitable torrentera de obituarios que —puedo imaginármelo perfectamente— lo glosarán así o asá, siempre arrimando el ascua a la sardina propia o, como mucho, con la condescendencia que se reserva a los que dejan de formar parte del inventario de los que respiran. Es lo que tiene diñarla, que ya no estás en situación de matizar, apostillar ni desmentir a quienes aprovechan tu recién adquirida categoría de fiambre para hacer un ejercicio de estilo a mayor gloria de su causa o para atribuirte intenciones que jamás pasaron por tu cabeza.

Stéphane Hessel ha muerto. Y por una extraña asociación de ideas, me viene a la cabeza la archifamosa frase de Chesterton que todo columnista que se precie debe citar por lo menos una vez cada dos años para que se note que tiene lecturas y que sería un rival temible en el Trivial: “El periodismo consiste esencialmente en decir ‘Lord Jones ha muerto’ a gente que no sabía que Lord Jones estaba vivo”. Bueno, tampoco es el caso exactamente. Pero casi, porque su celebridad no ha sido póstuma por medio pelo. Se la debe a sesenta páginas escritas en tiempo de descuento y, probablemente, a un editor con mucho ojo. Luego, y de eso ya no tuvo él ninguna culpa, llegó a rebufo un ejército de imitadores que convirtieron la indignación en fenómeno comercial, cuando no en modus vivendi. Esos de los que les hablaba el otro día, los que se relamen ante el suicidio de un desahuciado porque se van a inflar a clicks. Conozco a uno —y ustedes también— que hasta anteayer carroñeaba los cadáveres que dejaba ETA y hoy husmea, a tanto la pieza, en la sangre de los desgraciados que saltan desde un alfeizar.

Stéphane Hessel ha muerto. A los 95 años, ya vivió lo suyo. Bien vivido, además. Dejémosle descansar en paz.