Sigo con la Universidad

Me dicen, bien es cierto que cariñosamente, que no jorobe con la Universidad, y yo comprendo el sentimiento que mueve a mis interlocutores. Como los aprecio y respeto una barbaridad, les paso por alto su incapacidad instintiva para la autocrítica en esta materia concreta. O, como ya anoté en la anterior columna, la distorsión mental que les hace ver en su amada institución apenas tres o cuatro gajes del oficio o alguna que otra menudencia que no va a ninguna parte. Lo gracioso es que son estas mismas personas las que, en otros contextos, despotrican y no paran sobre los mil y un males de la Enseñanza Superior. Los achacables a los pérfidos gobiernos, por supuesto, pero también los debidos a su fauna diversa, igual docentes que educandos, personal administrativo, o moradores circunstanciales de los Campus.

Cuando no se están quejando de la burocracia que acompaña (y frustra) cada mínimo intento por hacer algo, echan pestes del casi nulo interés de los alumnos por cualquier iniciativa que trascienda la consecución de la nota requerida. Y, en confianza, hablan de esa tesis que es una chufa pero que saldrá airosa gracias a los padrinos y/o las madrinas de rigor. O de ese seminario de amiguetes para amiguetes. O quizá de no sé qué postgrado esotérico —de Homeopatía, sin ir más lejos—, de la cátedra que le cae a una ágrafa que no hace la o con un canuto y no a un peso pesado de la investigación (Edurne Uriarte versus Pako Letamendia), de los patéticos librúsculos cuyos desvergonzados autores obligan a comprar a los pobres diablos matriculados en su asignatura… Quisiera saber si me he inventado algo.

¿Y la Universidad?

Oigan, y ahora que ya tenemos bastante claro que Cifuentes está a punto de pasar a mejor vida política (y lo de mejor, ya verán cómo será literal), ¿qué tal si dedicamos unos párrafos a los usos y costumbres de la Universidad? No, no me refiero solamente a esa inmensa casa de masajes intelectualoides que está demostrando ser la Rey Juan Carlos, sino a la Universidad en su conjunto, y a las públicas en particular.

Y, de acuerdo, para reducir el crujir de dientes y las hiperventilaciones que ahora mismo estoy intuyendo en muchos lectores, podemos empezar recalcando que no se puede generalizar, que la inmensa mayoría de los que participan en la Enseñanza Superior son personas que se lo curran y que actúan con la máxima honradez. Como conozco a bastantes, no dudo en absoluto de que sea así, pero justamente por eso me extraña más su capacidad para no ver o para no querer ver el mamoneo sideral que se gasta en prácticamente todos los campus.

Hablo de endogamia, de camarillas, de accesos a través del sótano, de aprobados y suspensos de libre albedrío, de materias que en función de quién las imparta (o a quién) son un hueso o una maría, de supuestos trabajos de investigación que son una seguidilla de copiapegas, de ilustres docentes con diez faltas de ortografía por página, de becas a medida para niños buenos llamados a ser delfines, de programas compuestos por marcianadas sin ningún interés académico, de asignaturas que chorrean grosera ideología con la que hay que tragar para no catear. Y, claro, como en el caso que ha originado todo esto, del regalo sistemático de títulos tan pomposos como prescindibles.

Nepotismo

El nepotismo es una práctica tan antigua como la humanidad. Los filólogos no se ponen de acuerdo en el verdadero origen de la palabra. Hay fuentes que nombran al penúltimo emperador Romano, Julio Nepote, como inspirador del término. Podría ser, aunque, dado que la práctica de favorecer a familiares con cargos y prebendas venía de muchísimo antes, resulta más factible que el vocablo proceda de Nepos, que en latín —no he llegado a descubrir si también en griego; probablemente algún lector me ayude— significa sobrino.

Viene este introito etimológico a cuenta del último par de presuntos casos de nepotismo que hemos conocido. Su característica común es que afectan a las candidaturas de confluencia de izquierda —con el permiso de Iglesias Turrión, que de un tiempo acá es reacio a ese concepto— que se han hecho con el poder en Madrid y Barcelona. Así, a la alcaldesa de la villa y corte, Manuela Carmena, se le acusa de haber enchufado a un sobrino político como jefe de gabinete. Por su parte, Ada Colau habría facilitado la contratación de su pareja como asesor de su partido, Barcelona en Comú.

Si somos honestos, ni uno ni otro caso deberían llamar a escándalo. Hablamos de cargos de libre designación. Es perfectamente natural que Carmena o Colau escojan a personas próximas, máxime si entienden que son aptas para el puesto que van a desempeñar. De haber problema, está en la eterna doble vara y en la inevitable tentación demagógica. Bien sabemos que si los protagonistas de las contrataciones correspondieran a otras siglas, ahora mismo estarían denunciando el desafuero exactamente los mismos que lo niegan.