Por un Museo de la Ciencia público

Cuando la demagogia entra por la puerta, la menor posibilidad de un debate sereno y sosegado salta por la ventana. El principio vale para lo que quieran, pero en este caso me refiero al inminente cierre del Museo de la Ciencia de Donostia. Una pérdida que no es solo para Gipuzkoa, sino para los tres territorios de la demarcación autonómica; a ver cuándo nos dejamos de provincialismos y empezamos a tener visión de país, aunque sea en su versión administrativamente liofilizada. De paso, a ver si abandonamos la hipocresía y el hacernos de nuevas con fastidio. Está ampliamente constatado que cuando la decisión se sometió a votación en el Patronato de la Fundación Kutxa, todos los partidos, sindicatos e instituciones representadas dieron su visto bueno.

O sea, que menos sulfuros impostados y menos lágrimas de cocodrilo. Esa unanimidad solo quiere decir algo bien sencillo que nos negamos a aceptar: no quedaba otra. Por mucho que pretendamos engañarnos a nosotros mismos, las normas vigentes y, peor que eso, el propio despiadado mercado bancario actual han hecho que nuestras queridas cajas tengan que competir por seguir vivas y arraigadas en sus respectivas sedes. Ya escribí una vez y vuelvo a hacerlo que la gran obra social que espero de un banco es que pague muchos impuestos a las arcas locales. A partir de ahí, son las instituciones y no la beneficencia mal entendida las responsables de dotarnos de los servicios que demanda la sociedad que consume y vota. Y eso incluye la creación y el mantenimiento (si las empresas privadas echan un cable, genial) de un Museo de la Ciencia como el de Miramon. O ese mismo.

Obra social (2)

Resumen de la columna anterior: la mejor obra social que pueden hacer las entidades financieras —bajo el nombre blando de caja o el duro de banco— es pagar impuestos para que la administración, a través de los presupuestos, pueda cumplir con las obligaciones que le son exigibles. Si como política promocional, lavado de imagen o incluso por convicción quieren, además, destinar un pequeño pico a buenas causas, pefecto, pero siempre quedando claro que las necesidades básicas deben ser cubiertas por los gobiernos de los diferentes niveles. Se me escapa por qué muchas personas que van con la bandera de lo público en ristre dan por bueno un modelo que, como señalaba ayer, tiene más que ver con la beneficencia que con los derechos.

Sospecho que el error de partida reside en algo que no ha dejado de maravillarme en las distintas fases del proceso que empezó con la fusión (a la fuerza) y culminará con la conversión en fundaciones: hay quien alberga la idea romántica de que un banco puede ser una ONG. Como usuarios (también a la fuerza) que somos todos los integrantes del censo, deberíamos tener las suficientes experiencias para comprender que no hay nada más lejano a la realidad que eso. Independientemente de su carácter (con cierto control institucional, cooperativas o sociedades anónimas puras y duras), no son ni más ni menos que un negocio. Díganme uno solo que no desahucie, que no cobre comisiones hasta por respirar o que no haya limitado ciertos servicios que no le son rentables, como el pago de recibos en ventanilla. Por eso la obra social que les pido es que paguen cuantos más impuestos, mejor.

Obra social

Uno de los grandes caballos de batalla en la bronca/debate sobre Kutxabank —como lo fue en la saga fuga de la CAN— es la obra social. Cuando los promotores de la conversión de las cajas en fundaciones bancarias nos cuentan las bondades de su modelo, remarcan con fosforito que por ese lado no hay nada que temer y nos silabean que, de hecho, lo que se ha pretendido con la discutida fórmula es poner a salvo ese capítulo. Desde enfrente, los que claman contra lo que califican como privatización sitúan en la cúspide de los males del proceso emprendido la pérdida de esas cantidades destinadas al bien común. Unos y otros parecen tener claro que para la defensa de su postura o, lo que es lo mismo, para la venta de su mercancía dialéctica y la consiguiente suma de adhesiones de entre el común, es imprescindible que hagan bandera de la obra social.

Sabiendo que rozo el tabú, me atrevo a pedirles que reflexionen un par de segundos en el concepto. ¿No les suena, aunque sea solo un poquito, a eufemismo para decir beneficencia? ¿No le ven ese toque del capitalismo paternalista de los economatos y el paquete de navidad que dejaba claro quién estaba en condiciones de dar y quién en condiciones de recibir con gratitud? Si bucean en el origen histórico de las entidades, verán que hay bastante de eso. Y si repasan los fines a que se dedican esos pellizquitos del negocio de prestar con interés —¿o estamos hablando de otra cosa?—, comprobarán que se trata de asuntos que deberían estar cubiertos por lo público. Me refiero a lo genuinamente público, o sea, a lo que sale directamente de los impuestos. Ahí lo dejo.