La vida mata

A la Organización Mundial de la Salud, OMS por nombre de guerra, no le gusta el alarmismo, qué va. Por eso Osakidetza, Osasunbidea y otros sistemas públicos se comieron con patatas las chopecientas mil mascarillas y las ni se sabe cuántas vacunas que hubo que comprar a toda prisa cuando al chiringo de marras le dio por pregonar urbi et orbi que la gripe aviar diezmaría la población del planeta. Luego la catástrofe no llegó ni a una millonésima parte de lo anunciado. Y esa no fue la primera ocasión ni la última que el siniestro sindicato sanitario nos acojonaba con un apocalipsis que se quedaba en leyenda urbana. En todas y cada una de ellas, qué raro, el juicio final se aplazó tras la adquisición a escala global de este o aquel milagroso material dispensado por la industria farmacéutica.

¿Y esta vez? Pues confieso que se me escapa qué pretenden que nos agenciemos y de qué proveedor los ayatolás de la cosa que acaban de lanzar su fatua contra la carne en general y la chacinería en particular. Como sabrán, porque desde ayer no se habla de otra cosa en ascensores, barras de bar y telediarios, ya no es solo que las viandas señaladas nos suban el colesterol y nos dejen las arterias como los accesos a Bilbao en hora punta. Ahora, de propina, provocan cáncer en una escala que poco tiene que envidiar al tabaco, el amianto o el arsénico. Se pregunta uno, primero si esto lo han descubierto anteayer, que ya me extraña, y segundo, si el mejor modo de anunciarlo es soltarlo así, a las bravas. Por lo demás, quizá el hallazgo no sea para tanto. Recuerdo haberlo leído en la pintada de un baño: la vida mata.

Teléfono letal

La vida mata. Es la única evidencia científica a la que aferrarse. Un disparo de Kalashnikov, una ensalada de pepino, el alero de un tejado sin revisar o un extorero invadiendo nuestro carril a toda pastilla pueden salirnos al encuentro en el momento menos pensado y mandarnos prematuramente a ese árbol que hay en todos los pueblos para colgar las esquelas. Una vez ahí, dejarán de ser de nuestra incumbencia todas esas bagatelas -pactos postelectorales, penaltis injustos, tradiciones populares arrojadizas- que nos entretienen hasta que llega el instante en que un forense anota el día, la hora y el minuto de la parada cardio-respiratoria. Luego, seremos un recuerdo que, por más que nos hayan querido, se irá difuminando hasta tender a cero. Literalmente, no somos nada.

¿Y este arrebato filosófico-determinista? Comprendo su confusión, pero deben echarle la culpa a la OMS, que desde hace dos días me tiene reflexionando sobre el sentido de la existencia a cuenta del informe -o lo que sea- que advierte que los teléfonos móviles son potencialmente cancerígenos. No dicen ni que sí ni que no. Lo dejan en un quién sabe más dañino que cualquier certeza.

Ni siquiera aclaran si “posible” es sinónimo de “probable”. Los muy taimados expertos tiran la piedra, esconden la mano, y allá se las apañe cada cual con sus miedos. De un rato para otro, los más pusilánimes empezamos a pensar que hacer o atender una llamada es pagar un pequeño plazo del futuro tumor cerebral. Lo peor es que, como además de pusilánimes, somos tremendistas, nos resignamos al eventual suicidio por entregas, incapaces de renunciar, a estas altura de la era tecnológica, a esa cajita mágica que nos tiene siempre localizables.

Supongo que es inútil pedir más luz a quien sepa del asunto. Los heraldos del apocalipsis sostendrán que el móvil es un arma mortífera y sus primos requete-escépticos dirán que un vaso de agua es más nocivo.