ETA nunca debió hacerlo

Diez años después y no salimos de la rotonda. ¿De verdad nos vamos a enredar otra vez en lo de los pasos adelante pero insuficientes? Me niego. Y entiendo que tendríamos que negarnos todos. Empecemos recordando que la presunta novedad de las palabras de Arnaldo Otegi no es tal. Ya hace años dejó incluso por escrito algo muy parecido. Y después hemos escuchado más o menos la misma fórmula. Simplemente, no era eso. Ni lo es. ¿O es que acaso tomaríamos en serio a Martín Villa diciendo que los asesinatos del 3 de marzo de 1976 en Gasteiz o la muerte de Germán Rodríguez a tiros de la Policía Nacional son “algo que nunca debió producirse”? Claro que no.

Ya vale del engañabobos de los verbos conjugados en formas impersonales. Así, como quien no quiere la cosa (que sí la quiere, vaya que si la quiere), Otegi insinúa que las muertes, los secuestros, las extorsiones o las persecuciones fueron fruto de un cúmulo de circunstancias. Casi literalmente que entre todos los mataron y ellos solos se murieron. Pues no. La frase completa tiene un sujeto que no puede ocultarse. Fue ETA quien provocó el sufrimiento. Por tanto, el enunciado correcto es: “ETA nunca debió producir ese sufrimiento”. Más auténtico aún, en primera del plural: “Nunca debimos producir ese sufrimiento”.

Cabrá el viejo comodín de argumentar que se diga lo que se diga, nunca bastará. Venga, lo acepto. Dejémonos de palabrería y vayamos a los hechos. Evitemos a las víctimas el dolor de homenajear a asesinos múltiples, o el de nombrarlos como presos políticos. Y ya puestos, ¿qué tal ayudar a esclarecer los asesinatos no resueltos?

Condenar o no condenar

Les confesaré un secreto: a mí tampoco me gustan el verbo condenar ni el sustantivo condena como sinónimos de rechazar o rechazo. Aunque me consta que la tercera acepción de la RAE lo asimila a reprobar, el vocablo siempre me ha sonado excesivo y, si me pongo tiquismiquis, incluso un tanto vacuo y artificioso. Supongo que eso ha sido a fuerza de escucharlo durante decenios en labios de personas que parecían estar compitiendo por aparentar la mayor indignación en lugar de limitarse a lamentar y censurar sinceramente unos hechos. Los formulismos manoseados acaban perdiendo su sentido o, un paso más allá, convirtiéndose en caricaturas. Eso pasó, por ejemplo, con la letanía «mi/nuestra más enérgica repulsa», a la que puso banda sonora La Polla Récords.

Por todo esto, propongo que dejemos de enguarrarnos en las batallitas de los comunicados conjuntos. Más allá de la utilización de este o aquel término, busquemos la miga del asunto. Y si se trata, como en el caso reciente de la agresión de una descerebrada fanática a un joven del PP, la cuestión es tan simple como la expresión contundente y sin matices ni tics justificatorios de la denuncia de tal hecho. Es muy adecuado decir, como hizo Arnaldo Otegi, que es «reprobable, rechazable e inaceptable» y que «va en la dirección contraria a la construcción de la convivencia democrática». A partir de ahí, puesto que no nos hemos caído de un guindo, cabría pasar de las palabras a los hechos. ¿Cómo? Imponiendo la autoridad y el influjo que se tiene sobre los agresores y, sobre todo, no promoviendo actos contra la mentada convivencia democrática. Ya nos entendemos.

No basta con palabras

Una vez más, y pierdo la cuenta de las que van, lo sorprendente es que nos sorprenda. ¿Cómo puede ser que siga habiendo agresiones sexuales en las fiestas con lo bien que nos quedan los lemas, los avatares, las manitas rojas o las huellas moradas? ¿Por qué misterio insondable los agresores no se detienen en seco ante nuestras contundentes e inequívocas requisitorias? ¿De qué mecanismo demoníaco se sirven los violadores para evitar que hagan mella en ellos las formidables concentraciones, marchas, movilizaciones o lo que sea en que les dejamos claro clarito que No es No, que ojo al cristo que es de plata y que a ver si vamos a tenerla?

Me canso de escribirlo. Supongo que no están de más las bienintencionadas campañas, las coloristas y hasta multitudinarias salidas a la calle o las diferentes expresiones públicas de rechazo a los depredadores. Pero mal vamos si nos persuadimos de que una pegatina o un pin son el remedio. Y me temo que en esas andamos. Basta ver cómo en Sanfermines o en cualquier otra fiesta todo este material se reparte y se recibe como si fueran estampitas de la Virgen de los Remedios para combatir el flato.

Se diría que se busca —y tristemente, se consigue— un efecto balsámico sobre las conciencias. No pongo la palabra por casualidad, pues de ella deriva otra que se repite machaconamente, también a modo de exorcismo: concienciación. Que sí, que cada vez estamos más concienciadas y concienciados. ¿Quiénes? Pues las personas que jamás de los jamases forzaríamos a una mujer ni justificaríamos a quienes lo hacen. Tendríamos que actuar, y no exactamente con palabras, sobre esos tipejos.

Otro día después

De 8 de marzo en 8 de marzo renuevo mi escepticismo, aunque voy dejando de preguntarme por qué en ciertos terrenos en lugar de avances, hay retrocesos. La respuesta, diría el inopinado premio Nobel, está soplando en el viento. Me refiero al viento por el que circulan las consignas que son casi letanías. Discursos por la igualdad en serie y régimen de semimonopolio, qué gran contradicción. Con su jerga cada vez más intrincada, con un número creciente de profesionales en nómina y/o con caché.

Campañas, lemas, pancartas. No, por supuesto que no sobran. Pero alguien debería pararse a pensar, o directamente a investigar cuánto, a quiénes y cómo llegan, no vaya a ser que volvamos a estar en el consumo interno o en la retroalimentación. Un grupo selecto produce eslóganes para sus integrantes, que se los repiten entre sí creando la (me temo) falsa sensación de ser partícipes de una idea universal. Sin embargo, a nada que se rasque, se comprueba que no es así. Fuera quedan las personas que en mi humilde opinión deberían ser las destinatarias de los mensajes. No hablo de machistas recalcitrantes e incurables, sino de hombres y mujeres —sí, ¡y mujeres!— que por razones que habrá que escudriñar, no se dan por aludidos y aludidas. O peor, se sienten definitivamente muy lejos de muchas de las proclamas en apariencia mayoritarias.

Por lo demás, y como he escrito un millón de veces aquí mismo, yo soy partidario de priorizar el hecho sobre el dicho. Urgentemente, además. Empezaría por la tolerancia cero, que en mi cabeza es cero absoluto. Sin excepciones, sin contemporizaciones, sin mirar hacia otro lado. Cero.

Menos discursos, más hechos

En vano me hice la promesa de pasar por alto que ayer el calendario de postureos oficiales señalaba el día internacional de la eliminación de la violencia contra lo mujer. Si me siguen desde hace un tiempo, sabrán la mala gaita que me provocan estas fechas empedradas, como el infierno, de buenas intenciones, que acaban siendo pasarelas de lucimiento para hipócritas desorejados, chachipirulis de diversa índole y compartidores compulsivos de nobles causas. Sí, de acuerdo, también para expresiones sinceras de denuncia, pero yo esas las prefiero cuando no se reducen a las 24 horas reglamentarias. Y por supuesto, cuando trascienden la palabrería y pasan a ser hechos contantes y sonantes.

De nada me sirven los maravillosos discursos ni los chisposos eslóganes con que nos bañaron ayer, si no van acompañados de actitudes. Ese es el gran problema: contra la violencia machista se habla mucho pero no se hace casi nada. Hemos preferido instalarnos en el pensamiento mágico que atribuye a las palabras facultades que no tienen. Pues no, ya pueden repetirse un millón de veces y en tono encendido expresiones como lacra, educación en valores o —las que más me estomagan— empoderamiento y heteropatriarcado, que las agresiones no descenderán ni media gota.

¿Y cómo, entonces? Empecemos, sin complejos, por la persecución de los maltratadores, asegurándanos de que pagan —sí, ese es el verbo— lo que han hecho. Eso toca a los que mandan, pero los demás también podemos mostrarnos radicalmente intolerantes hacia toda muestra de sometimiento machirulo que contemplemos. Toda es toda. No nos ciegue lo políticamente correcto.

Las condenas inútiles

La más enérgica condena no sirve para nada. Mucho menos, si antes de sumarse al coro que la entona se anduvo enredando con que si en el estribillo era mejor decir repulsa o rechazo, no fuera que no sé quién se diera por concernido. Puñetera manía de convertirlo todo en una pendencia terminológica. Violencia de género, doméstica, machista. ¿De verdad es eso lo importante, el nombre? ¿Alguien cree que el que asesina a una mujer se para a pensar cómo se llama lo que ha hecho o que la víctima tendrá más justicia si lo que le ha ocurrido se enuncia de esta o de aquella forma? Por desgracia, parece que tal idea está instalada en demasiadas mentes, que luego presumen de preclaras y se presentan ante los focos con su aflicción de todo a cien a soltarnos la cháchara de la lacra, el drama y demás quincallería verbal de ocasión.

Que no, que esto no va de juegos florales para quedar como Dios en los titulares y, de paso, anestesiar las aristas de la conciencia con la falacia de que se ha hecho lo que se ha podido, o sea, hablar, hablar y hablar. Hace decenas de muertes y centenares de cardenales que se debió pasar del dicho a los hechos. Lo de la educación y tal, ¿verdad? ¡Venga ya! Con eso empezamos en los ochenta y el paradójico y aterrador resultado han sido unas generaciones infinitamente más machistas, hay que joderse, que las que mamamos la desigualdad desde la cuna.

¿Qué tal si arrancamos con la protección efectiva de las posibles víctimas? Con escolta a ellos, no a ellas, salvo que lo pidan expresamente, faltaría más. Como, desafortunadamente, ni aun así podremos evitar todas las agresiones, al mismo tiempo debería quedar claro que maltratar o asesinar tiene un precio muy alto. Que se sepa sin lugar a dudas que el que la hace la paga judicial, penal y socialmente. Sin buenrollismos chachipirulis ni complicidades vergonzantes, que ya nos conocemos. Y al final, pero solo ahí, las condenas.

Austeridad

Se pongan como se pongan los diccionarios y los atrapadores de conceptos que los elaboran, las palabras acaban significando lo que está en la cabeza de quienes las pronuncian o las escriben. La política, sin ir más lejos, se basa en esa inabarcable polisemia a la carta. Todos los partidos coinciden en defender la democracia, la libertad y la justicia. El truco es que tal consenso -otro término que se las trae- es en realidad un gallinero, pues cada cual tiene su propia versión y ocurre así que son incapaces de entenderse cuando en apariencia están hablando de lo mismo. Viene a pasar como con las tallas de la ropa. Una 34 de Bildu puede ser una 40 del PNV, una 22 del PSOE, o una 58 del PP. (Si alguien se quiere liar, que lo haga; pero juro que he puesto los números aleatoriamente)

Y no sólo se da con los tres vocablos totémicos mencionados arriba. El mismo fenómeno opera también con la calderilla verbal que circula en parlamentos, cortes y cámaras representativas varias. Fijémonos, como ejercicio, en el sustantivo “austeridad”, repetido hasta la náusea en el último Debate del Estado de la Nación en el congreso español. Pretender adivinar lo que tal mantra quería decir para los que lo recitaron es, con el permiso de Violeta Parra, como descifrar signos sin ser sabio competente.

¿Qué había, por ejemplo, bajo el cráneo despejado de Josep Antoni Duran i Lleida cuando advertía al atribulado Rodríguez Zapatero de que había llegado el momento de aplicar las más severas políticas de austeridad? Veamos: gafas de mil euros, traje y zapatos de no menos de dos mil, y como humilde morada, una suite del Palace. ¿Dónde metemos la tijera? ¿El salmón noruego del desayuno, el gintonic de Tankeray Ten y Fever Tree de la sobremesa? Cambiamos lo primero por surimi y lo segundo, por un recio combinado de MG y la Schweppes de toda la vida. Llámenme demagogo, pero yo también me apunto a ese sacrificio.