Dejar España

Me encanta el olor del patriotismo cañí al amanecer. Hablo del mismo sentimiento de orgullo nacional español al que ya se refirió hace una porrada de años Julio Camba diciendo que se medía en el número de gallinas que se meten entre pecho y espalda, los copazos que se pimplan y los puros habanos que se atizan los que presumen de llevarlo a toda hora a flor de piel. Cierto, una versión extendida y literaria de la definición canónica de Samuel Johnson: el último refugio de los canallas.

No sé si llega a tal condición Imanol Arias, pero ahí anda haciendo sus pinitos. Ya de paso, estudia para ser de mayor Gerard Depardieu, al que le ha copiado el cabreo tras ser descubierto despistando pasta al fisco del país de sus emocionados hipidos. “Como siga así, dejo España”, ha advertido el tipo tras la segunda oportunidad consecutiva en que su nombre aparece ligado a sociedades creadas para evitar pagar impuestos como el común de los mortales. ¡Tremenda amenaza que nos llena de congoja y de zozobra! ¿Qué será de nuestras bellas artes sin sus ¡Me cago en la leche, Merche! o sus gañotazos a cuerpo de rey por la piel de toro, pagados a doblón unos y otros por el ente público de radiotelevisión? Y ya fuera de las dotes interpretativas —o dentro, vayan a saber—, ¿quién nos endilgará esas lecciones de dignidad que guardamos en la memoria de los tiempos en que se apuntó a portavoz de no sé qué decencia contra aquellos de sus paisanos de la pecaminosa Vasconia que no nos excitábamos en rojo y amarillo? Tanta vena inflamada por la nación española, y a la que le pillan en renuncio, dice que se pira. Qué poco fuste.

Unidad de quemados

Una jodienda, oigan, esto de los ciclos informativos. Pasa el día y pasa la romería. Cada mochuelo vuelve a su olivo, y aquí ya no hay nada más que ver. Les hablo de la tocata y fuga obligada de José Manuel Soria. Como el individuo renuncia a casi nada —ministro en funciones, ya me dirán—, solo una semana después resulta que el asunto está ya cubierto por un espeso manto de olvido. ¿Es que no le caben más responsabilidades a un tipo que, además de haber trasteado en sociedades hediondas, ha mentido en bucle al respecto? Eso, por lo que toca al que se va. Pero, ¿qué me dicen de los que se quedan después de haber puesto las dos manos en el fuego por el gachó?

La unidad de grandes quemados gaviotiles está a reventar. Les hago una lista que empieza por Alfonso Alonso, que porfió que las explicaciones de Soria fueron “contundentes, razonables y suficientes”. Su compañero de gabinete provisional, Rafael Catalá, añadió que “tenían fundamento”, mientras que Luis De Guindos aseguraba que “habían sido convincentes” y José Manuel García Margallo apostillaba que “no había la menor razón para dudar”. Fuera del Ejecutivo interino, María Dolores de Cospedal calificaba al canario como “ejemplo de transparencia”, el bocabuzón Rafael Hernando sostenía con aplomo que “es un caso que no es un caso”, el semialevín Pablo Casado bramaba que las aclaraciones resultaron “totalmente pertinentes” y, por no hacer interminable la relación de piscinazos, el fontanero Martínez Maillo expresaba “todo el apoyo y confianza de su partido” a quien había actuado “con rapidez y agilidad”. Y todos y cada uno siguen en sus puestos.

Vargas Llosa… también

Caramba, carambita, carambirulí. ¿Me dicen en serio que el superlativo bipatriota y expendedor de lecciones de moralidad a granel, Mario Vargas Llosa, también tenía su bisnes en el chiringuito del tal Fonseca? ¿De verdad que el campeón estratosférico de la dignidad, el tipo que nos canta las mañanas por insolidarios y egoístas a los pérfidos rojoseparatistas periféricos, se había buscado el modo de no contribuir a las dos grandes naciones de las que se ufana de ser hijo? Eso dicen los entretenidísimos papeles de Panamá. Hay constancia de que el Inca Garcilaso redivivo —así le escuché un día que se sentía— era titular, junto a su hoy abandonada santa, de una de las toneladas de sociedades de color marrón oscuro que gestionaba el famoso bufete de guante blanco. En concreto, una que operaba en las Islas Vírgenes británicas, paraíso en los sentidos literal y fiscal de la palabra.

Menos mal que como es un caballero español y peruano, habrá salido a reconocerlo gallardamente y a apechugar con las consecuencias, que en realidad son ninguna, ¿no? Más bien no. Lo que ha venido a decir el crepuscular descubridor del molinillo filipino es que el perro le comió los deberes. Y ni siquiera con su incomparable prosa, que para eso paga a unos propios. Ha sido su agencia la que ha salido a contar que no más fue la puntita y, además, por culpa ajena. “Solamente puede atribuirse a que algún asesor de inversiones o intermediario, sin el consentimiento de los señores Vargas Llosa, reservó esta sociedad para la realización de alguna inversión que se estaba estudiando”, zanja la nota supuestamente aclaratoria. Pues vaya.

Saber quiénes son

Lo primero, el aplauso. No está todo perdido en este oficio de tinieblas. Un porrón de auténticos periodistas del mundo entero se han dejado las cejas durante meses para poner al descubierto a miles de figurones planetarios que —como poco— han escaqueado y/o escaquean pasta a paletadas en Panamá. Eso merece una celebración, incluso aunque todo quede en uno de esos gigantescos esfuerzos que por baldíos conducen irremisiblemente a la melancolía. ¿Por qué ha de ser así, si las pruebas son tan claras? Veamos…

De entrada, técnicamente, para España el país centroamericano no es un paraíso fiscal. A pesar de que el pato anda como un pato, nada como un pato y grazna como un pato, el gobierno de Zapatero —oh, sí, me temo que sí— retiró tal consideración para no perjudicar (o sea, para beneficiar) a los emporios patrios de la construcción que pretendían pillar cacho en las obras de ampliación del canal.

Añadan, como se están encargando de explicar con gran dolor de su corazón los autores de la investigación y los expertos en marrones económicos, que en buena parte de los casos ni siquiera estamos ante delitos penalmente perseguibles. Resulta que las empresas offshore, los testaferros, los accionistas fiduciarios y toda esa casquería financiera que aparece en las noticias pueden ser instrumentos inmorales de cabo a rabo, pero no necesariamente ilegales. Más allá de alguna dimisión cosmética —en Islandia, pongamos— y quizá un pellizco de monja de las supuestas autoridades fiscales, no cabe esperar castigo. ¿Qué nos queda, entonces? Saber quiénes se ríen de nosotros y, a partir de ahí, actuar en consecuencia.