Gastos de campaña

Qué tierno, ahora nos vienen con lo de la campaña austera. Casi no apesta a mala conciencia, excusa no pedida y, por todo lo anterior, una nueva muestra de que piensan que nos pueden camelar con un azucarillo. Para que la vaina resulte aun más cínica, citan como argumento de autoridad a Felipe VI, que uno a uno les cascó a los representantes de los partidos el rollete de la necesaria contención del gasto en la última y conscientemente inútil ronda de blablablás que se atizaron antes de aceptar que no cabía otra que volver a las urnas. Los tiene blindados el Borbón menor, a ver cuándo le da por echar cuentas de lo que nos ahorramos si prescindimos de él en este belén perenne en que nos tienen secuestrados.

Lo divertido —mejor tomárselo así— es que no tienen ni pajolera idea de por cuánto saldrá la broma. Tan pronto te dicen 130 millones de euros, como te lo bajan a 100 o te lo suben por encima de 200. Tomemos, si quieren, la cifra más alta. ¿Es mucho? Hombre, si es para obtener el mismo resultado que la vez anterior, es decir, para tirarse cuatro meses de rueda de prensa en bucle, es un atraco a mano desarmada. Si de verdad va a servir para formar un gobierno y ponerse a las tareas que tan urgentes nos dicen que son, es probable que merezca la pena.

No diré que a la hora de ejercer la democracia, aunque sea esta manifiestamente mejorable, haya que tirar la casa por la ventana, como parece que ha venido siendo el caso prácticamente general. Seguro que se pueden y deben hacer campañas con gastos medianamente razonables. Pero no por demagogia posturera para tapar un fiasco, sino por pura convicción.

Lo que hay que hacer

Me reprochan que mi columna de ayer terminaba en un callejón sin salida porque, después de haber descrito un panorama desolador, no señalaba lo que tenía que hacer cada cual para romper el bloqueo. Obviamente, tengo algo parecido a una opinión al respecto, pero aparte de que no deja de ser más que eso, una opinión monda y lironda, no me siento en condiciones de decirle a nadie cómo debe obrar. Fíjense que reconozco haberlo hecho anteriormente y no puedo prometer que no vuelva a hacerlo en el futuro, pues la tentación moralizadora y la ilusión de sentirse en posesión de la verdad siempre están ahí. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, ando tocado de una suerte de pudor que me impide ejercer de cátedro… o tal vez, vender a los demás los consejos que no tengo para mi.

Invitaría humildemente —ya ven que no utilizo la clásica forma imperativa— a partidos, instituciones, colegas del gremio pontificador, agentes varios y particulares en general a explorar esta vía, que básicamente consiste en prestar más atención a la viga en el ojo propio que a la paja en el ajeno. Intuyo que ganaríamos bastante (como poco, evitaríamos un puñado de situaciones ridículas) si fuéramos renunciando a poner deberes a los demás y resolviendo los afanes de nuestra incumbencia. ¿Alguien más que yo ha notado que la política es una espiral de emplazamientos cruzados sin fin? Los representantes de la cosa pública se pasan la vida instándose recípocramente a hacer esto o lo de más allá. Por supuesto, en la inmensa mayoría de las ocasiones, las exigencias son de cumplimiento imposible, aspecto del que son plenamente conscientes los que las formulan. ¿Por qué, entonces, ese empeño en reclamar al otro lo que se sabe que no está en condiciones o en disposición de satisfacer? Diría que por comodidad o, más triste, porque ese modo de actuar se ha revelado eficaz… para cualquier cosa que no sea resolver problemas.

Astenia electoral

Qué ganas de quedarse dormido y despertar cuando ya sea 21 de noviembre y los que ahora van de adivinos estén ya disfrazados como forenses y novaamases de la politología parda. Una vez prohibida la publicación de esas entretenederas llamadas encuestas, la campaña entra definitivamente en lo que en baloncesto llaman los minutos de la basura. Ojalá, siquiera, sirvieran para hacer un compost decente, pero ni eso. Detritus de cuarta es lo que nos aguarda hasta que el domingo cuenten los votos y las imágenes de rigor alternen el ondear de banderas victoriosas con caras de funeral o de póker.

Esperaba poco de esta quincena fantástica del chalaneo, pero compruebo con una gota de pesar que mis pobres previsiones eran, incluso, optimistas. Y mira que esta vez nos hemos librado por primera vez en diez años de la martingala de las listas blancas y negras. Ni por esas. Debe de ser que la normalidad es aburrida (algo así nos temíamos) o que mi descreimiento va camino de ser oceánico, pero me es difícil recordar —bien es cierto que según pasan, reseteo— una cita con las urnas que se me haya hecho tan cuesta arriba.

Algo tiene que ver, imagino, el desenlace global previsto. Si nos va a caer encima otra mayoría absoluta, que empiece ya mejor que mañana, que así podremos empezar a hacerla frente antes. Pero no es sólo eso. En el lugar que de verdad me importa (sin que ello quiera decir que el resto me lleve al pairo) el resultado es incierto. Si D’Hont quiere, que querrá, una docena de papeletas pueden hacer que los de las banderas ondeantes que decía al principio sean los de la cara de úlcera y viceversa. ¿No debería animarme esa emocionante pugna que se resolverá con foto-finish?

Respondería afirmativamente si no fuera por los quintales de decepciones que llevo cosechadas desde la misma noche de la pegada de carteles. Es una suerte que se me acabe la columna y no pueda extenderme en ellas.

Berrea post-electoral

Cuando los números se tornan levantiscos y las poltronas se alejan, los partidos desempolvan el breviario de letanías y se ponen a recitar con beatitud que los acuerdos entre diferentes son la esencia de la democracia. Qué joíos, bien poco tienen presente ese mantra en la molicie de las mayorías absolutas, donde a los de los escaños de enfrente se les reserva la prepotencia del rodillo y una mirada displicente cada vez que son apaleados en una votación. Luego, las urnas, que son mobili qual piumas al vento, dictan otro reparto del pastel y entra la histeria pactista. La oposición es un lugar yermo y frío al que no son capaces de adaptarse algunos bípedos políticos que necesitan amamantarse cada poco en la generosa ubre pública.

En ese minuto del psicodrama estamos ahora, en plena berrea postelectoral que debe dar pie a una coyunda provechosa para el país y, mayormente, para las formaciones que compartan fluidos gubernamentales. De momento, y aunque a todos nos consta que los teléfonos echan humo, el juego de seducción está siendo medianamente discreto. No es sólo porque seamos vascos y en nuestra innata ineptitud para el flirteo se nos atragante lo de dar el primer paso. Lo que complica la cosa es el puzzle que salió del 22-M y nuestra propia historia reciente. ¿Cómo explicar a la clientela que toca irse al catre con quien hasta hace diez minutos has estado a trompada limpia? Es cierto que las memorias de los parroquianos flaquean, pero es difícil que pasen por alto las heridas que aún supuran.

No sienta nadie, por cierto, la tentación de poner unas siglas concretas a lo que acabo de escribir. El dilema es aplicable a cualquiera de los partidos que aspiran a mandar en los muchos minifundios en que ha quedado dividida la tierra de nuestros pecados. A los que echaron la papeleta -democracia real, ¡ja!- no les queda otra que aguardar a que las ejecutivas escojan con tiento con quién aparearse.

Eurodiputados de primera clase

Esta vez no podrán decir sus selectas señorías europeas que se trata de una campaña orquestada por los malvados hijos de la Gran Bretaña que no tienen ley a las sagradas instituciones comunes. Han sido ellos y ellas con sus deditos quienes han tirado una propuesta que pretendía congelarles el sueldo y -hasta ahí podíamos llegar- que viajasen en turista en lugar de en First Class. Confiaban, seguramente, en que como ocurre con 199 de cada doscientos asuntos, asuntazos y asuntillos sobre los que votan, nadie iba a llegar a enterarse. Pero alguien se fue con el cuento a Twitter, penúltimo reducto del derecho al pataleo que nos queda, y en lo que se tarda en teclear 140 caracteres, internet se convirtió en un clamor bajo la etiqueta #eurodiputadoscaraduras.

Ataque de histeria”, según UPyD

Como no estamos ni en Túnez ni en Egipto, lo habitual cuando estalla una torrentera de indignación así en las redes sociales es que el desfogue vaya perdiendo intensidad hasta extinguirse o ser relevado por la siguiente cuestión candente que caiga del cielo. A saber por qué -a lo mejor es que ya hemos pasado el castaño oscuro en materia de hartazgo-, en esta ocasión el personal se mantuvo durante horas poniendo a caldo a los parlamentarios europeos en particular y, por elevación, a toda la clase política en general. Ayudó bastante al encocoramiento general que el cofundador de UpyD, Carlos Martínez Gorriarán, saliera en apoyo del conmilitón que había votado en Estrasburgo por la preservación de los privilegios al grito de “Esto es un ataque de histeria progre colectiva”. Anoten la frase para cuando les venga Rosa Díez a pedir un euro por ir a verla a un mitin.

A partir de ahí, ardió Troya y tuvieron que salir a escena los bomberos de las ejecutivas de los partidos que habían quedado retratados como cofradías de marajás. Cómo sería el apuro que llevaban, que, contra costumbre, cortaron por lo sano desautorizando a sus representantes en Bruselas y Estrasburgo y ordenándoles que cambiaran su voto. Sí, por lo visto, eso se puede hacer; democracia reversible, se debe de llamar el invento. Eso sí, la marcha atrás anunciada parece que es sólo para la cosa de los billetes, que es la que ha causado gresca. Lo de congelar los sueldos queda exento.

Quedan para la antología de las tomaduras de pelo las justificaciones de los obligados a rectificar. Desde “no nos dimos cuenta de lo que se planteaba” hasta “creíamos que era una cosa no vinculante”, pasando por “fue un error de gestión de la directriz del voto”. Sí, seguro que fue eso.

Más divididos de lo que pensamos

O empezamos a desprendernos de rencores y recelos o de bien poco nos va a servir ese pasado mañana sin ETA que casi rozamos con la yema de los dedos. Resultaría un sarcasmo que cuando no estén las pistolas ni las bombas que, como dice Andu Lertxundi, tantos debates nos han hurtado, descubramos que seguimos siendo incapaces de ponernos de acuerdo siquiera en el día de la semana en que estamos. Y ojalá se quedara ahí la cosa, en una absurda discrepancia, un choque de terquedades a las que por lo visto somos tan dados. Pero según nos acercamos a ese día siguiente que no tendrá forma de tal, me asalta el miedo a que sea más grave por culpa del resentimiento y la desconfianza que ha ido anidando en cada capa de ese milhojas quebradizo que llamamos sociedad vasca. Nos aprestamos a cerrar la gran herida y, me temo, a reabrir e inaugurar en el mismo viaje muchas otras, tal vez más pequeñas pero no sabemos cómo de profundas.

NaBai como síntoma

Algunas de esas llagas han comenzado a supurar abundantemente en las últimas semanas. Ya hablé aquí del seísmo en Nafarroa Bai, pero vuelvo sobre él, porque creo que es una reproducción a escala perfecta de la idea que quiero transmitir en estas líneas. Basta prestar oídos con un mínimo de distancia a cualquiera de las partes para comprender que tras el naufragio no hay -no solamente, por lo menos- diferencias ideológicas, sino inquinas primarias y en más de un caso, odio químicamente puro y sospechas cruzadas de traición. El más contumaz militante de UPN no soltará sobre alguien de Aralar o EA los sapos y culebras que son capaces de arrojarse mutuamente algunos seguidores de estas dos formaciones. Y si enfrentamos en el ring metafórico a un púgil del PNV y a otro de la izquierda abertzale ilegalizada, las guantadas serían infinitamente más feroces que si el otro contendiente fuera el mismísimo Miguel Sanz. Bien es cierto que, en justa correspondencia, la ojeriza que se profesan entre los sostenedores de las dos siglas de la derecha foralista o entre las distintas banderías del PSN es también de dimensiones cósmicas.

Eso último prueba que, fuera ya del asunto concreto de NaBai, el diagnóstico es extensible a todo el dramatis personae de la tragicomedia política vasca. Nadie se fía de nadie, todos se guardan con memoria de elefante dos docenas de cuentas pendientes y sus respectivos intereses. Somos un galimatías de deudores y acreedores que se esperan con la cachiporra a la vuelta de cada esquina del país. Lo irónico es que estamos condenados a entendernos.

La clase política

La clase política es un problema. Concretamente, el tercero que más preocupa a los ciudadanos del Estado español, según el último barómetro del CIS. Y no es el segundo, únicamente porque el instituto demoscópico oficial hace un pequeño trile y ofrece a los encuestados dos opciones casi iguales sobre lo mismo: “la clase política y los partidos”, por un lado y “Gobierno, los políticos y los partidos”. Sumando ambas respuestas, resultaría que sólo el paro y la crisis -faltaría más- superan en el ranking de la desazón a los que nos administran o aspiran a hacerlo. El terrorismo y la inseguridad ciudadana quedan muy por detrás.

Me ha divertido mucho escuchar las interpretaciones de los aludidos cuando en esta o aquella entrevista les ponían el suspenso delante de las narices. Emulando al gran Houdini, se escurrían cual anguilas de la cuestión o la despejaban a la grada, dando siempre por sentado que el desafecto popular no se refería a ellos, sino a un difuso “los demás”. No faltaban los que echaban más leña al descontento que se reflejará en futuros sondeos dejando caer que los que los citan como problema, además de no tener ni idea sobre su trabajo, son muy puñeteros y hasta envidiosos.

No todos son iguales

El resumen es que a los políticos les importa una higa su descrédito. Que les llamen perros y les sigan dando caviar y billetes en Business. Podía haber matizado “a muchos políticos” o “a algunos políticos”, pero escribo intencionadamente en genérico, haciendo tabla rasa y saco común con todos, a ver si hago blanco en la conciencia de las no pocas personas que se dedican a la política por auténtica vocación de servicio y atendiendo a ideales de pura cepa. Son ellas y ellos quienes tienen que dar un golpe en la mesa, sacudirse la caspa corporativista y el miedo al aparato, y señalar con el dedo a aquellos de sus colegas -compartan o no siglas- que arruinan la imagen de lo que debería ser una dignísima ocupación.

Doy fe pública de que en mis veintipico años de proximidad voluntariamente limitada con representantes de todos (recalco: todos) los partidos he conocido un sinfín de personas que actúan con la mejor fe. Se puede estar de acuerdo o no con ellos en lo ideológico, se puede percibir que su discurso o sus actitudes son mejorables, se puede atisbar que la obediencia al carné les pesa mucho. Pero en ninguno de los casos que tengo en la cabeza les es achacable que quieran llevárselo crudo o que estén ahí porque no tienen otra cosa. Deberían estar hartos de pagar por los pecados ajenos.