La Iglesia no se atreve

Parecía algo. Menos daba una piedra. Después de décadas de silencio ominoso y culpable, la Iglesia daba un paso adelante y ponía bajo el foco su pecado capital, los abusos sexuales a menores. Y, como han escrito bastantes personas antes que yo, quizá ahí está el error, en reducirlo a esa categoría etérea y extraterrenal del pecado, que no deja de ser el gran chollo del catolicismo. Por inmenso que sea tu crimen, basta unas jaculatorias y cuatro gimnasias a modo de contrición, y ya has conseguido el perdón divino, vayan días y vengan ollas. Gracias a esa filfa, miles de tipos con sotana, hábito o indumentaria civil se han ido de rositas después de haber destrozado no ya la infancia sino la vida entera de incontables criaturas. En el mejor de los casos, todo el castigo consistía en un retiro discreto o un traslado a un lugar donde, generalmente los depredadores tenían a su alcance nuevas presas. Lo habitual, sin embargo, era una mirada hacia otro lado porque la carne es débil y Satanás no deja de tentar a los siervos del Señor.

Tremendo, que ese haya sido uno de los resúmenes de la reciente cumbre del Vaticano sobre la pederastia, el descargo de la culpa en el Demonio junto a un difuso propósito de enmienda. Conste que no soy partidario de causas generales ni de linchamientos a favor de corriente, tampoco contra la Iglesia. Sin embargo, escuchando a las víctimas, me queda muy clara su infinita decepción y su sensación de haber sido utilizadas como detergente. Con todo, no puedo dejar de añadir que la cuestión que nos ocupa no debe dilucidarse intramuros. Es la justicia temporal, la humana, la que debe actuar.

Más sobre el cartel

Pues nada, oigan, que circulen que ya no hay más que ver en el abracadabrante episodio del cartel censurado de la Emakumeen Bira. Cambiado el pecaminoso afiche por otro (sosete de narices) al gusto de la Liga de la Moral, la Decencia y las Buenas Costumbres, el nuevo edicto manda hacer borrón y cuenta, aquí paz, y después gloria.

Jugándome el coscorrón reprobatorio del Don Remigio paternalista o la Doña Remigia Ojitoalparche de turno, antes de cumplir con la norma y aceptar tragar el sapo, me permitiré anotar las enseñanzas de esta jeremiada en fa sostenido. La primera es el inmenso pan como unas hostias que se le ha rendido a la causa de la igualdad. En lo sucesivo, la machirulada más caspurienta exhibirá este absurdo lance como prueba de sus testiculares y nauseabundos estereotipos. Qué profundamente revelador, por cierto, verlos a todos retuiteando a todo trapo las consideraciones (cargadas de razón) de su hasta anteayer bestia negra, Blanca Estrella Ruiz. Así se garrapatea la Historia, o la histeria, no sé bien.

Otra lección va sobre lo fácil que les resulta a los campeones de la santurronidad hacer un colosal daño y acto seguido, llamarse andanas. Después de haber jodido pero bien a la organización, y conseguida a tirones de piel la enmienda exigida, llegan las palmaditas en el lomo, algo así como “Es buena gente, pero a veces se les va la olla”.

Y aunque hay muchos más aprendizajes, señalo a modo de cierre cómo las muchísimas mujeres —yo diría que mayoría— que no han comulgado con la versión reglamentaria han recibido de la otra parte, la igualitaria, trato de equivocados seres inferiores.

Los ojos que miran

Miro y remiro el cartel condenado de la Emakumeen Bira y no salgo de mi asombro. Miento. En realidad, me ha sorprendido lo justo el pifostio de diseño que ha acabado, según la costumbre, con la retirada de una imagen “no adecuada”. Si se cuentan entre quienes no lo han visto, traten de imaginarlo a partir de esa expresión. ¿Qué será “no adecuado” en el anuncio de una prueba deportiva en la que participan solamente mujeres? Pues lamento decepcionarles. Todo lo que aparece en el póster es una instantánea de la parte trasera de la cabeza de una ciclista —una trenza que sale del casco— y, en primer y supuestamente escandaloso plano, la corredora del Rabobank, Katarzyna Niewiadoma, ganadora de la edición del año pasado, lanzando un beso. Pueden comprobarlo, pero les juro que va con un maillot holgado y con la cremallera hasta arriba. ¿Qué tiene de particular, entonces, ese beso?

Me temo que ahí le hemos dado, porque a este servidor, y creo no ser el único, no le parece que tenga absolutamente nada de tórrido, lascivo o lujurioso. Es, sin más, un piquito al aire, un gesto simpático que no tiene nada que ver con que quien lo haga sea hombre o mujer… salvo que la interpretación en clave húmeda esté en los ojos que miran. Les ocurre mucho a los curitas de carótida inflamada: el pecado está en sus calenturientas cabezas. Es curioso el parecido de estas actitudes con las de las ligas de la moral de tijera y rotulador en ristre.

Por lo demás, es para llorar mil ríos que, como acaba de pasar, la pericia en la caza de micromachismos se corresponda con una ceguera estruendosa (¡y voluntaria!) ante los inmensos.

Sex Munilla

Pero, señor columnero… ¿Va usted a escribir sobre el libro de Munilla sin habérselo leído? En efecto. Es más, sin tener siquiera la intención de hacerlo. Concedo que es un atrevimiento, pero, desde luego, bastante menor que cascarse (uy, perdón) todo un tratado sobre sexo —y no precisamente el de los ángeles— cuando se supone que, por su propio ministerio, tal cosa debería conocerla de oídas. ¿O es que tal vez no es así? Ahí queda la pregunta. Basta, en cualquier caso, ver la portada del libro para intuir una obsesión morbosa que quizá no atente contra el sexto, pero sí contra el noveno. Hay reclamos de puticlubs de carretera bastante menos burdos: la palabra de las cuatro letras destacada en fucsia (o así) a cuerpo tropecientos, y debajo, en pequeñito, lo del alma y el cuerpo. Obvio interpretar la foto del ególatra monseñor —¿no es pecado capital la soberbia?— sentado en un banco con las piernas abiertas casi en canal.

Atendiendo a los (muchísimos) fragmentos literales que ha publicado la prensa, está bastante claro que el obispo de San Sebastián tiene un problema entre los bajos y la sesera, que es donde realmente habita el gustirrinín. Investido de la misma autoridad que le sirve a él para pontificar sobre altos y no tan altos instintos, es decir, ninguna, le recomendaría que lo hablase con su confesor. O, qué caray, que se suelte el refajo y el cilicio y disfrute de las cosas buenas que nos regaló Dios a los humanos. Sin forzar a nadie, entiéndase. Y como petición final, que deje de llenar páginas con su machismo estomagante, su homofobia estratosférica y su paranoia cerril. Ya huele.