‘Plan Urkullu’

Les va la marcha a los papeles volanderos del ultramonte hispanistaní. Hay que tener muy sucia la mente para ver en la propuesta que el PNV ha presentado en la ponencia de autogobierno del Parlamento vasco una hoja de ruta a la catalana. Plan Urkullu lo han bautizado, no les digo más, y hablan de secesiones para pasado mañana. Por fortuna, ya tenemos la mili hecha en estas garitas de la exageración y el exabrupto, así que hasta resulta divertido contemplar el espectáculo de la fachunda anunciando un apocalipsis que solo está en sus calenturientas cabezas. Viven de la bronca, especialmente de la territorial y/o identitaria, y por eso ceban cada gorrinillo que les sale al paso.

Pues aquí van dados los histéricos cavernarios del foro y, con ellos, los restos de serie del PP local que se han amorrado al pilo —no le pega nada el papelón, señor Sémper— de independencias y autodeterminaciones imaginarias. “Ya quisiéramos”, estarán pensando muchos lectores a los que les encantaría romper mañana mismo y por las bravas con España, pero el documento jelzale no va por ahí. Es más, ni siquiera se acerca a tal planteamiento la propuesta de EH Bildu, caracterizada por un posibilismo de la talla XXL, impensable hace solo un par de semanas. ¿Que se habla de capacidad de decisión, de profundización del autogobierno y de blindaje de las herramientas propias? Nos ha jodido mayo, solo faltaría que se renunciara a lo básico.

Es ahí donde les duele a los pescadores de río revuelto. Esperaban una subida al monte y tienen unas propuestas muy razonables con el respaldo de tres cuartas partes del parlamento. Eso da miedo.

Adeu, Mas (otra vez)

La primera vez que tuve delante a Artur Mas en carne mortal fue a principios de 2004. Venía de estrenarse mordiendo el polvo como cabeza de cartel de CiU. Tras 23 años y medio de pujolismo, el llamado a ser hereu del todopoderoso mandarín se quedó compuesto y sin presidencia ante el PSC de Pasqual Maragall, que sumó escaños con una ERC que ni soñaba con lo que llegaría a ser y con los restos de serie del histórico PSUC, rebautizados por aquellos días como ICV. El rencor, por no decir encabronamiento, era patente en cada una de las respuestas a las preguntas que le iba haciendo.

A esa impresión inicial de tipo profundamente resentido fui sumando otras en las conversación. Como que era un vendepeines con poco fuste político embutido en un traje caro. O como que, más allá de formulismos, le importaba una higa la pelea que vivíamos por entonces por estos pagos. El llamado Plan Ibarretxe se acababa de presentar en el Parlamento Vasco y hacía correr ríos de tinta tóxica en los vertederos mediáticos del ultramonte. A Mas, oigan, ni fu ni fa. Simpatía y atención por lo que se cocía, pero dejando claro que los ritmos de Catalunya eran diferentes, qué gracioso resulta recordarlo casi tres quinquenios más tarde.

No puedo decir que en adelante mejorase mucho mi concepto sobre quien zascandileó con Zapatero para descafeinar el Estatut de la discordia o quien en la campaña de las elecciones que devolvieron a CiU al poder tuvo el apoyo cerrado de toda la caverna hispana. Comprenderán la risa tonta que me entra al ver que en su segundo mutis obligado sea despedido como la leche en verso del independentismo.

¡Suspendan mi autonomía!

Lo del 155.1 de la hispánica Constitución es una vieja cantinela. La de veces que nos la habrán entonado a los pérfidos vascones en los tiempos del Plan Ibarretxe. Con la vena hinchada, los ojos fuera de las órbitas y un hilillo de baba patriótica colgando de la comisura de los labios, los tertulieros y columneros de la época —que, básicamente, son los de ahora— se venían arriba clamando por la suspensión de la autonomía vasca. La performance solía adornarse con menciones a tanques paseando por la Gran Vía o el Boulevard, y/o ensoñaciones del lehendakari y los miembros del Gobierno vasco tripartito vestidos con pijama a rayas y engrillados por los tobillos. Escuchando o, si era el caso, leyendo aquella sarta de soplagaiteces, debo reconocer que a mi también se me ponían los dientes largos, pero a la inversa. Vamos, que me daba por pensar que no caería esa breva.

O estoy muy equivocado, o algo así se están maliciando los partidarios de la consulta catalana al escuchar de nuevo las desorejadas apelaciones al tal 155.1. No se me ocurre mejor impulso para un movimiento que ya va sobrado de fuelle que la aplicación del artículo de marras. Sería el insulto final y sin vuelta atrás. Enardecería a los convencidos y terminaría con las dudas de muchos de los que aún creen que España es el mal menor.

La cuestión es que Rajoy tiene la excusa para invocar el 155.1 y la mayoría absoluta necesaria (solo se requiere la del Senado, cosa curiosa) para aplicarlo. En virtud del 8.1 del mismo libro de instrucciones, la misión se encomendaría a las Fuerzas Armadas. ¿Llegaremos a verlo? No me atrevo a apostar.

Paralelismos

Se han cambiado los papeles. En los años —nada lejanos— del Plan Ibarretxe, los catalanes que apostaban por el soberanismo miraban a Euskadi con una mezcla de envidia y expectación. En privado comentaban que el paso adelante de su espejo del Cantábrico, para el que no veían maduro a su pueblo, podría servir de ejemplo y banderín de enganche. Siempre que saliera bien, claro, cosa que no ocurrió. Tras aquel histórico portazo en el Congreso de Madrid, no pasó absolutamente nada. Se elaboró el duelo correspondiente —negación, enfado, dolor, resignación— y las aspiraciones de ir por libre quedaron aparcadas para mejor momento. La existencia de ETA, que todavía mataba, extorsionaba y arruinaba magníficas oportunidades para hacerse a un lado, operó como justificación o quién sabe si como excusa. Luego llegaron la crisis, el pacto PSE-PP, diez o doce enredos más… y hasta hoy, cuando son los vascos partidarios de marcharse los que miran —de acuerdo, miramos— con hondo interés lo que está sucediendo en Catalunya.

Esta vez nos toca ir a rebufo, que a lo mejor no es una posición heroica, pero si me perdonan el cinismo, sí más cómoda. Podemos contemplar admirados cómo crece la ola y aguardar el instante de subirnos a ella o dejarla pasar, si es que al final se concluye que todavía no es la buena. En el ínterin deberemos hacer un ejercicio de realismo y sinceridad. ¿Todos los que dicen que quieren irse están hablando de lo mismo? Complicada pregunta, pero las hay aún más peliagudas: ¿Quién sería el sujeto de la hipotética secesión? ¿Solo la Comunidad Autónoma? ¿Qué ocurriría con Navarra y, más difícil todavía, los territorios de la Vasconia continental? Transcurre el tiempo y tenemos sin resolver esas cuestiones.

Por lo demás, mucho ojo con los paralelismos de carril. Habrá media docena de coincidencias entre el caso vasco y el catalán. Pero sospecho que también una cantidad mayor de diferencias.