Leyes no escritas

A su edad, con su currículum, su carácter y su patrimonio, Mario Fernández es uno de los pocos seres humanos de nuestro entorno que pueden permitirse el lujo de no andar midiendo las palabras. O de conducirse con una sinceridad que, rozando la soberbia en algunos casos —Kutxabank c’est moi —, resulta singular cuando lo que se lleva alrededor son los sobreentendidos, los eufemismos, las miradas hacia otro lado y, como muchísimo, las medias verdades. Quizá hubo un tiempo en el que el expresidente de la-entidad-más-solvente-de-españa tuvo que vestirse de lagarterana, pero parece que ya no está por la labor. Y la prueba es la torrencial nota que hizo pública el viernes, coincidiendo con su declaración ante la fiscalía del País Vasco por el caso (más bien casillo) de los 243.000 euros perdidos y hallados en el templo.

Sin pelos en la pluma, Fernández deja negro sobre blanco que quien le pidió el favor de buscarle una canonjía remunerada a Mikel Cabieces fue “un líder del PP”. Bonito ¡zasca! para la sustituta del aludido aunque no nombrado, Arantza Quiroga, que días atrás había bocabuzoneado que el marrón era obra del binomio PNV-PSE. Anotado el enésimo ridículo de la irundarra, no perdamos de vista el meollo, que está en la justificación de los hechos que, como si tal cosa, deja caer el veterano banquero. La colocación de cesantes obedece a “una ‘ley no escrita’ que ha funcionado con todos los gobiernos y todos los partidos durante los últimos 30 años”. Si bien se refiere a cargos relacionados con la lucha anti-ETA, no recuerdo una explicación tan clara del funcionamiento de las puertas giratorias.

Fracking, no y punto

Para desmemoriados: la primera noticia sobre algo llamado fracking que tuvimos la mayoría de los mortales de la Comunidad Autónoma llegó de la mano del entonces lehendakari, Patxi López. No es difícil datar el momento, pues fue durante aquel fastuoso viaje a Estados Unidos que coincidió, mecachis la porra, con el comunicado del fin de las acciones armadas de ETA. Dos días antes de la patética foto del tren, los servicios de prensa difundieron otras instantáneas que provocaron risas a este lado del Atlántico. En ellas aparecía el ingeniero López con un casco azul de currela y gafas de sol de espejo durante la visita a un secarral de Dallas donde no sé qué multinacional obraba el milagro de la conversión de piedras en gas. En la nota que acompañaba el reportaje gráfico, el amanuense de turno nos anunciaba, con toque de pífanos, la inminente autosuficiencia energética de la Vasconia autonómica, pues a ojo de buen cubero se calculaba que en la llanada alavesa había gas natural para aburrir. Solo era cuestión de ordeñar las rocas con un método prodigioso denominado fractura hidráulica o en el inglés obligatorio, fracking.

Fue cosa de días que descubriéramos el trozo que nos habían ocultado: el procedimiento en cuestión acarreaba brutales consecuencias para el entorno. No de esas jeremiadas apocalípticas de ecologista de pitiminí, no; desastres perfectamente documentados. Pareció zanjado el asunto. Salvo los proponentes —PSE y PP—, nadie daba la impresión de estar dispuesto a jugar a la ruleta rusa energética. Me causa asombro que hoy, aún con más datos, el fracking no esté totalmente descartado.

Paz en el barro

No son ya Rajoy y Fernández, sino hasta los cavernarios de la última fila del gallinero, los que se están descojonando a lágrima viva de los acontecimientos recientes. Ni diseñándola con tiralíneas, escuadra y cartabón les habría salido más redonda la jugada. Su inmovilismo, que en realidad es una involución del nueve largo, se ha probado el chollo de los chollos. Máxime, cuando las formaciones que iban a ejercer de ariete contra el enrocamiento, siguiendo una costumbre que jamás desemboca en aprendizaje, vuelven a repartirse los papeles de la rana y el escorpión de la fábula.

Miren que he venido siendo escéptico hasta rozar el cinismo en mi visión de lo que exageradamente llamamos proceso de paz. Ya de Aiete escribí que nos tocaba hacer como que nos chupábamos el dedo y respecto al suelo ético, me he aguantado la risa amarga al pensar que unos tenían previsto pisarlo con mocasines, otros con zapatillas de casa y no pocos con las botas de clavos de toda la vida. Qué decir de la ingenuidad del relato compartido, cuando sin esperar al futuro, los amanuenses de parte ya nos van colando su cuentecito sobre héroes y tumbas, sin llegarle a Sábato ni a la espinilla. En resumen, que me creía muy poco tirando a nada de toda esta parafernalia, pero participaba en ella porque intuía, allá al fondo, que podría derivar en algo que mereciera la pena. Viniendo de donde veníamos —yo sí me acuerdo—, una gota sabe a océano. Con lo que no contaba ni en lo más profundo de mi indolencia calculada era con que la cuestión acabaría en el cuadrilátero de barro donde se libra la batalla por la hegemonía. Y ahí está.

Mediadores

[NOTA PREVIA: Nada más enviar este texto a los periódicos que lo publican, apareció el comunicado de ETA en que da a entender, de un modo muy barroco, que ha inutilizado sus arsenales. Pensé en escribir otra columna, pero lo deseché inmediatamente. Tengo bastante que decir sobre la secuencia de los acontecimientos y lo haré. Sin embargo, ese comunicado solo cambia las líneas que van a continuación en un sentido: me reafirma en que este asunto ha entrado de lleno en la batalla por la puñetera hegemonía, y de un modo rastrero.]

Estoy convencido de que muchísimos de mis conciudadanos —¿la mayoría?— ni se han enterado de que hace unos días volvieron a visitar Euskadi los mediadores, curiosa denominación, por cierto, porque no queda claro entre qué partes o agentes hacen de puente. Otros, a lo sumo, oyeron alguna campana acerca de su presencia entre las noticias de la calorina, la masacre israelí sobre Gaza o el abandono de Contador en el Tour. Doy por hecho que cualquiera de los tres asuntos citados, mayormente el primero, ha alimentado más conversaciones que los encuentros de Powell y McGuiness con los representantes de aquellas siglas o instituciones que, por convicción o educación, tuvieron a bien recibirlos.

No sé si los participantes en esta coreografía sin público captan por dónde voy: estamos ante una cuestión que no vende una escoba informativa, excepción hecha de sus protagonistas y de los que nos toca ser notarios, cada vez con más pereza, de esas reuniones cuyo contenido, para colmo, se resume en medio folio de obviedades. ¿Hasta cuándo van a seguir mareando inmisericordemente una perdiz que hace mucho tiempo dejó de respirar? ¿No sería más honrado reconocer que la vaina no da más de sí, agradecer los servicios prestados a los susodichos mediadores —insisto: ¿entre quiénes median?— y ver si hay otro camino por el que tirar?

La pregunta subsiguiente es si de verdad existe ese camino. Lo que uno ha visto al respecto en las últimas fechas ha sido a las dos grandes formaciones vascas echándose los trastos penitenciarios a la cabeza. Y ahora es cuando me escabullo y dejo a la concurrencia discutiendo quién empezó.

Digamos No

Paradojas interpretativas: la abstención presencial del PNV sobre la ley de sucesión express va a ser ampliamente entendida como un disimulado voto favorable a la continuidad borbónica, mientras que la inhibición ausente de Amaiur se glosará como un pedazo de rechazo del recopón y medio. Que me lluevan las collejas si procede, pero no veo diferencia esencial entre una y otra postura más allá de la presentación en el plato, acorde con la querencia mayor o menor hacia la barrila de cada formación. Leídos, escuchados y hasta comprendidos los argumentos de ambas para obrar así o asá, debo decir que no comparto ninguno de los planteamientos. Fíjense que quien esto escribe arrastra el baldón de la equidistancia militante y el refocile en las medias tintas, pero en la cuestión que se dilucida defiendo que solo caben dos pronunciamientos: sí o no. Y por descontado, me apunto a lo segundo, a un no rotundo gritado a pleno pulmón y hasta con un pelín de cara de mala hostia. Máxime, cuando el 90 por ciento cortesano del Congreso (que ya no representa ni de coña a la misma proporción de la sociedad) va a asegurar el éxito del trile.

Esta es una oportunidad para decirle tararí, no solo a la monarquía en general, sino a esta en particular, la del Borbón restaurado y su progenie. Si en 1978 cabía —echándole kilos de buena voluntad— aplicarle al Capeto el beneficio de la duda, hoy tenemos casi cuarenta años de hechos contantes y sonantes que demuestran que este linaje, da igual quién sea el titular y cuántas visitas nos haga, ha estado, está y estará al frente de los que no nos dejan decidir qué queremos ser.

Alborotar el cementerio

Era previsible que sería así y hasta comprendo los motivos, pero me resulta un tanto infantil que PNV y EH Bildu anden declarándose vencedores de las elecciones europeas según veamos la estampa a siete, a cuatro o a tres territorios. Aparte de que en cualquiera de los casos, la distancia es de un puñado de votos, espero que tengamos la suficiente madurez política para entender que estos comicios no son los más adecuados para meterse a la medición de hegemonías. Basta comparar los resultados de una y otra formación con los que cosecharon en las últimas autonómicas, municipales o forales para ver que no salen las cuentas. A ambas se les han quedado unas miles de papeletas en casa, muchísimas menos —eso también es cierto— que a PSE y PP, cuyo batacazo no admite ni medio matiz.

Por ahí justamente empezaría mi lectura en positivo de lo que ocurrió el domingo. Además del mordisco en la ingle al bipartidismo en el conjunto del Estado, en nuestro trocito del mapa, siempre con mayor biodiversidad, las urnas les han sido favorables a las fuerzas que apuestan por el derecho a decidir. Pero como eso puede sonar un tanto abstracto, personalizaré: en ese mastodonte amodorrado que es el Parlamento europeo habrá de saque dos escaños cuyos ocupantes no van con espíritu de balneario. Izaskun Bilbao lo ha demostrado en los cinco años precedentes y no tengo la menor duda de que Josu Juaristi actuará con similar brío y entrega. Me alegra intuir que no serán los únicos. Entre un puñado de los recién electos de otras siglas se perciben unas sanísimas ganas de alborotar el cementerio de elefantes. Buena falta hace.

¿Frentes? ¿Qué frentes?

Para prolongar el gustirrinín provocado por las fotos del Carlton y de las calles de Bilbao a reventar, nada mejor que la quejumbre ramplona de los que andan con tembleque de piernas. No me refiero a la talibanada ultradiestra —Marhuendas, Federicos, Abascales—, cuyos regüeldos están amortizados, amén de resultar divertidos por lo patético, sino a los de un poco más acá en la gradación ideológica. Hablo de congregantes de una derecha que se pretende templada, del centro sedicente (e inexistente) y hasta de esa izquierda que tal vez lo fue pero hace tiempo que no lo es. En un alarde de brillantez intelectual, es decir, de toda la que son capaces de reunir tipos y tipas que no pasan de destripaterrones de la política, andan anunciando el nuevo apocalipsis del frentismo.

¿Frentismo? Las pelotas, treinta y tres. Los últimos episodios de esa peste que nos tocó padecer, les recuerdo, fueron el interminable trienio sociopopular en la demarcación autonómica y el aun más extenso periodo del binomio UPN-PSN en la foral. Está bastante demostrado que los que verdaderamente se pirran por las santas alianzas hasta el punto de no tener más programa que promoverlas son los que enarbolan la rojigualda en una mano y la Constitución en la otra. De hecho, la inmensísima suerte que tienen es que, especialmente en la CAV, al otro lado no hay un frente sino dos fuerzas (un partido y una coalición) que pugnan por la hegemonía. El día que cambie eso, que me temo que va para bastante largo, las plañideras tendrán motivo para llorar en serio… mientras otros sonrían.

Así que menos lobos, y menos agitar espantajos. Todo lo que ha ocurrido en las últimas horas es que la estupidez supina al tiempo que perversa —tanto monta— del aparataje del Estado español consiguió el prodigio de unir a ambas formaciones para exigir en la calle algo que ni siquiera tiene que ver con ser o dejar de ser abertzale: el respeto.