Prohibido prohibir (o no)

Gran coincidencia para los que moderamos tertulias y/o participamos en ellas: el principio del fin de la Ley Mordaza y el garbeo por nuestra tierra del cada vez más célebre bus naranja. Sin necesidad de aplicar la vetusta moviola de Ortiz de Mendívil, se veía al personal incurrir en un fuera de juego clamoroso tras otro. La filípica que se acababa de soltar sobre este asunto quedaba desmontada al abordar aquel y viceversa. Y daba lo mismo con qué camiseta se saliera al césped opinativo, convertido inmediatamente en patatal propicio para buscar el tobillo del rival.

La contradicción se hacía presente igual con los retrógrados desorejados que con los progres más vanguarderos. Los primeros empezaban diciendo que oiga usted, hágame el favor, es muy necesaria una ley que prohíba comportamientos que no son de recibo en una sociedad civilizada. Añadían que solo quien no esté dispuesto a conducirse de acuerdo a unos mínimos parámetros de convivencia podían temer una normativa que regulase algo tan básico. En el cambio de tercio, sin embargo, proclamaban el valor sagrado de la libertad de expresión para, en este caso, ir por ahí soltando memeces sobre penes y vulvas.

Los de la contraparte obraban exactamente al revés. De saque, prohibido prohibir, hasta dónde vamos a llegar, quién es el Gobierno (y más, este gobierno maxifacha) para poner límites a la higiénica y necesaria protesta ciudadana. Entonces, ¿lo del autobús de los integristas? ¡Ah, no! ¡Por ahí sí que no! Eso es difundir odio gratuitamente y hay que impedirlo sin contemplaciones. ¿Que quién lo decide? ¡Ja! ¡Pues nosotros, que (siempre) tenemos razón!

Prohibiciones

El otro día me descubrí a mi mismo abogando por una prohibición. Y no precisamente en la sobremesa de una cena ni en el marianito dominical. Fue nada menos que en la televisión pública vasca, concretamente, en El programa de Klaudio, ante unas cuantas miles de personas. Hablábamos de ese garito infecto de Gasteiz que había tenido la genial idea de organizar un concurso de culos de mujeres con 200 euros de premio para la ganadora. Traía de casa mi argumento habitual para situaciones como la planteada: mejor no dar ni media bola a este tipo de membrilladas que buscan, justamente, el autobombo por la cara. Creo que llegué a decirlo, pero obviamente, el razonamiento no sirve ni como parche para un debate así. La cuestión era qué hacer una vez que la competición estaba anunciada y se conocía incluso sobradamente.

En ese cara o cruz, ni lo dudé: “A riesgo de parecer retrógrado, creo que no hay más remedio que prohibir determinadas actividades, y esta es una de ellas”. Como la mayoría de mis compañeros en la mesa, me acogí a lo denigrante para las mujeres que resulta un espectáculo de ese pelo. Ante la evidente pregunta sobre quién decide lo que es o deja de ser denigrante, vinimos a coincidir en que eso es cosa de la mayoría de los representantes políticos de la sociedad. De hecho, tal concepción está presente en varias leyes, incluyendo la que se habría aplicado para impedir el evento.

Al llegar a mi casa tras el programa, vi el guasap de una amiga nada sospechosa de dejarse cosificar: “¿Quién eres tú para prohibirme que, si es mi voluntad, me presente a un concurso de culos?” Ahí les dejo el embolado.

Cuando prohibir funciona

Los fumadores tenemos un mal pronto, pero a la larga y aunque sea echando cagüentales, acabamos desfilando por la vereda que nos señalan. O para ser más exactos, retirándonos de los andurriales que ahumábamos a discreción y sin mayor cargo de conciencia. Aquí donde me leen, yo le he dado al trujas en el difunto cine Fantasio de Barakaldo, en el tren de color chicle de menta que nos bajaba al instituto de Erandio, en los pasillos y las aulas de la facultad de periodismo de Leioa, en alguna que otra iglesia o, por no hacer más larga la lista, en el ambulatorio (entonces, solo consultorio) de Astrabudua, mientras esperaba que me llamara un médico que tenía un cenicero sobre la mesa. En ninguno de los casos se trataba de actos de rebeldía o extravagancia juvenil. Simplemente, era lo normal, actitudes que no causaban escándalo ni extrañeza, y que solo deponíamos con magnanimidad ante la presencia de un asmático que nos lo pedía por favor.

Cuando alguien de arriba cayó en la cuenta de que eso no tenía medio pase, el primer intento por cambiar las cosas fue a buenas. En los lugares mencionados comenzaron a aparecer simpáticos y educados carteles rogando que no se fumara. Puesto que eso no funcionó, se optó por la prohibición, que acabó revelándose como santo remedio y por eso mismo fue extendiéndose a otros espacios donde parecía imposible erradicar las chimeneas humanas, como los centros de trabajo o, en el más difícil todavía, los bares. Ahora el proyecto de ley de adicciones del Gobierno Vasco veta el tabaco en campos de fútbol y txokos. No faltarán bufidos, pero, como a todo, nos acostumbraremos.

NOTA: Conste que aunque me defino como fumador y seguiré haciéndolo, llevo más de un mes sin echarme un pitillo a los labios.

De límites y prohibiciones

Aunque no soy de pie suelto cuando voy al volante, también a mi me parece una soberana memez la reducción a 110 del límite máximo de velocidad. No digo que no se ahorre, porque es de cajón, pero me falta la candidez necesaria para tragarme las cuentas de la lechera oficiales sobre el provecho que tendrá esta ocurrencia. Algún día nos rebelaremos contra esa puñetera costumbre de los mandarines de presentarnos estimaciones hechas a ojímetro como si estuvieran empapadas de ciencia. Son incapaces de calcular el número de parados -hay cuatro formas de medirlos que arrojan resultados notablemente diferentes- y pretenden hacernos creer que saben cuánta pasta habrá en la caja de la Seguridad Social en 2027 o, como es el caso, la cantidad de gasolina que se economizará haciendo que unos cuantos millones de conductores con coches de consumos totalmente distintos suavicen la presión sobre el acelerador. La prospectiva es la astrología que se ejerce con corbata y ordenadores en lugar de túnicas y bolas de cristal. El índice de aciertos es parejo.

Libre albedrío

Farfullado lo anterior, que deja claro lo que pienso de la penúltima gachupinada monclovita, me apresuro a marcar distancia con los apocalípticos que ven en ella una intolerable agresión gubernamental más al libre albedrío ciudadano. Da una mezcla de risa -por lo patético de los planteamientos- y miedo asistir al rasgado de vestiduras de los que han descubierto tarde y mal (más de cuarenta años de retraso) la naif consigna del 68 ‘Prohibido prohibir’. Apenas canta que cuando la recitan lo que reclaman es que se les deje hacer lo que les salga de los pelendengues o de la cartera. Si tienen huevos y pasta para permitirse ir hasta el culo de Chivas a 160 por hora en sus haigas de chopecientos caballos, ¿quién es el Estado para impedírselo y en nombre de qué?

Conozco a uno de estos liberales sedicentes que piaba cosas parecidas hasta que una noche encontró las respuestas a las preguntas de la forma más dramática. Una llamada de madrugada le informó de que su hija de 20 años acababa de morir en un accidente de tráfico. Un niño pijo puesto de tragos perdió el control del BMW de su padre, atravesó la mediana y chocó fatalmente con el automóvil de la joven, que circulaba por el carril invadido. Una amiga que viajaba con ella también dejó la vida en el asfalto. El malnacido que provocó la tragedia se salvó. Con cierta frecuencia, el antiguo valedor de la no intervención del Estado escribe cartas a los periódicos pidiendo normas más restrictivas.