Un examen difícil (Bis)

Al final, el famoso examen de Matématicas de Selectividad de la Universidad del País Vasco era difícil, pero no tanto. Es verdad que pencaron —nótese al viejuno que escribe— algo más de la mitad de los que se presentaron, pero también lo será, en virtud de lo anterior, que cerca del 50% de los aspirantes aprobaron. Al margen de si resulta excesiva o no la cosecha de calabazas, el hecho nos apunta algo que va a misa: trabajando la materia indicada en el programa de la asignatura era posible aprobar.

A partir de ahí, y aunque su desazón y hasta su enfado son humanamente comprensibles en grado sumo, queda en entredicho el argumentario de los alumnos que se encontraron una prueba ajustada al currículum pero no a la costumbre. Insistir en la queja con una pancarta que serviría para suspender de rebote euskera, como apunta Juan Ignacio Pérez Iglesias, no habla muy bien de la madurez que, más allá de lo puramente académico, es lo que debería evaluarse a las puertas de la enseñanza superior. Y peor se antoja el papel de los docentes que al protestar se delatan: en lugar de enseñar la materia, entrenan para conseguir el aprobado.

Claro que tampoco es culpa suya, sino de lo que para mi sorpresa ha quedado fuera de este episodio. Lo que no es de recibo no es tal o cual examen concreto, sino la Selectividad en su conjunto. Se tome por donde se tome, carece de sentido. Si es una monumental injusticia jugarse varios años de estudios a una carta, igualmente lo es que acabe superándola el 98% de los que se presentan… y no digamos ya el hecho de que a la mayoría aprobarla no les sirva para prácticamente nada.

Hipérboles del 15-M

Resuenan todavía en mi aturullada cabeza los encendidos panegíricos por el quinto aniversario del 15-M. Se diría que Mayo del 68 fue un divertimento menor al lado de la explosión popular en Sol (y solo en Sol, por cierto, que el centralismo imperante se aplica también a rajatabla). Qué ditirambos, qué descargas líricas arrebatadas, qué entregados cantos de gesta. Y qué exagerados, en general, por no mencionar el revelador detalle de que la inmensa mayoría de las loas más volcánicas venían con la firma de tipos y tipas de muy buen vivir tanto entonces como ahora. ¿No es curioso que los principales trovadores de un movimiento nacido, según se anunciaba y enunciaba, para darle de collejas al malvadísimo sistema sean individuos que pertenecían y pertenecen a las élites de la cosa?

Tomen a cualquiera de ellos o ellas de a uno, y comprobarán que su situación personal, medida en ego, dinero y poder, ha crecido exponencialmente en este lustro. No es la primera vez —y me temo que no va a ser la última— que anoto esa peculiar circunstancia: los que hablan en nombre de los que no tienen nada son gentes que tienen de todo. A mi no me cuadra.

Por lo demás, como he hecho en cada uno de los aniversarios anteriores e incluso en el momento de autos, dejo claro que no desprecio, ni mucho menos, lo que ocurrió. Es incontestable que resultó una novedad ilusionante y también que ha sido el origen de una serie de cambios muy positivos. Sin embargo, debo confesar que no sé qué me pasa, doctor, que cada vez estoy más desencantado con determinado desencanto y, casi peor, más y más indignado con cierta indignación.

Conversos acelerados

Espectáculo bien poco edificante. Una manga de garrulos, policías municipales de profesión, le montan un tiberio a su responsable político porque les ha quitado el juguetito que sirve para dar hostias a mansalva y sin necesidad de justificación, oséase, las Unidades de Antidisturbios. Es el clásico “Te vas a cagar, civil mingafría” que hemos visto tantas veces —y algunas, muy cerca—, en versión corregida y aumentada. Unas capuchitas por aquí, unas rojigualdas por allá, algún brazo viril que se pone tieso con la Viagra de la épica, el consabido guantazo al móvil de una periodista acompañado de un exabrupto machirulo, y lindezas como “puto gordo” o “rojo de mierda” proferidas al destinatario de la gresca, Javier Barbero, a la sazón, concejal de Seguridad de la (noble) Villa de Madrid. Como atinadamente apuntó el atribulado edil, la escena se corresponde en forma y fondo con cualquier acto de extorsión fascista. Y sí, puede estar gastada la palabra, pero aquí no cabe otra, así que la silabeo: fas-cis-ta.

Ahora bien, anotado lo anterior, creo que sin dejar lugar a la menor sospecha de tibieza, también les cuento que no pude evitar descuajeringarme de la risa al contemplar cómo llegaba al rescate del munícipe en apuros… ¡su coche oficial! No me digan que ahí no hay una paradoja, una parajoda, una moraleja, una moralina, o como poco, materia para una chirigota, dos milongas y tres ditirambos. Item más, cuando una vez a salvo pero aún con las rodillas temblonas, el gachó se ciscaba en las muelas de la Policía Nacional por no haber entrado a saco contra la pitufada levantisca. Carajo con los conversos.

Protesta bumerán

Como les he sermoneado alguna vez, rara es la buena acción que queda sin castigo. O quizá, en el caso que va a ocupar estas líneas haya que hablar de pretendida buena acción, que aquí entroncamos con lo de las magníficas intenciones de las que está empedrado el infierno. De todo eso —y también de paisanos que van a por lana y salen trasquilados— pueden escribir enciclopedias unos heroicos seres humanos que en conjunto atienden por Pallasos [sic] en rebeldía, y que en su web se presentan (música de violín, por favor) como “muchos corazones y energías unidos en la realización de este sueño”.

Se intitulan asimismo como “un espacio de solidaridad internacional y fraternidad entre los pueblos que se expresa a través de la risa y el arte”, oh yeah. En calidad de tales, ocho de sus componentes se llegaron ante el muro de Ramala, también conocido, y con motivo, como de la vergüenza, para denunciar las iniquidades que comete Israel contra los palestinos. En un alarde de creatividad reivindicativa, decidieron que la protesta tendría más efecto si la hacían en pelota picada.

Y miren, sí, tuvo ese efecto, solo que cambiado. No fueron los malvados sionistas los que pusieron el grito en el cielo o mandaron a un par de matones de uniforme a disolver a los aguerridos activistas. Qué va, la bronca monumental llegó de parte de los supuestos beneficiarios de la gesta. Decenas de palestinos se acordaron de las muelas de sus paladines porque no cayeron en que el cuerpo desnudo ofende al Islam. Como imaginan, la vaina acabó con una patética petición de perdón con propósito de enmienda adosada. Jopé con los rebeldes.

Protestar en bolas

La protesta es el qué, pero también el cómo. En no pocas ocasiones, las formas secuestran al fondo y las causas justas se van a la quinta fila. Un ejemplo muy claro, Femen, cuyo activismo folclórico y, sobre todo, muy visual, rellena minutos de telediario que acaban siendo tan intrascendentes como los que se dedican al heroico rescate de un gatito que se había subido a un sauce llorón. En la mente del espectador —y sí, también de la espectadora— lo que quedan son las tetas al aire. Los mensajes que pretendieran comunicar hacen mutis, si no provocan el sonrojo incluso de los más partidarios. ¿Qué inmensa chorrada es esa de que el aborto es sagrado? ¿Sagrado? Mira que hay palabras en el diccionario y tienen que elegir justamente esa. Buena parte de lo que nos pasa tiene su base en la puñetera manía de sacralizar a troche y moche, que es una especialidad, por cierto, de quienes han creado y sostienen el orden que dicen combatir las reivindicadoras sin camiseta. Como tantas veces, el sistema se come con patatas a los antisistema, que ni aun en el tracto digestivo de la bestia se dan cuenta de que se los han zampado.

No, Femen no le hace ni cosquillas al estabilishment, que se las toma a chunga, igual cuando las encarcela en sus geografías de origen que cuando las convierte en anécdota divertida o moda en los estados de más acá del antiguo muro a los que han extendido sus ingenuas performances. Quien dice ingenuas, dice antiguas. Según se cuenta, lo de montar el cirio en pelota picada ya lo inventó Lady Godiva allá por el siglo XI. Mucho después, pero en una época que se diría el pleistoceno, llegó el streaking, con efectos tan letales como una infame película al respecto dirigida por José Luis Sáenz de Heredia y protagonizada por Alfredo Landa. Todavía hoy, ucranianas aparte, se sigue usando la anatomía descubierta como reclamo. Luego nos quejamos de la cosificación del cuerpo, claro.

Lo llaman ‘escrache’

Vale, ya lo pillo: el tal escrache viene a ser lo del cobrador del frac pero en versión colectiva. Se fija un objetivo humano y se le sigue a su curro o, más divertido, a su casa. ¿Y dicen que es nuevo por estos pagos? Pues, para serlo, juraría haberlo visto antes. Muchas veces, además, y con diferentes excusas y participantes. También es distinto lo que te parece en función del papel que te toque en la representación. Si eres visitador, te hace una gracia loca. No solo eso: crees también estar llevando a cabo una acción de higiene social del carajo de la vela que, de propina, podrás tuitear en vivo o contar como batallita hoy a los colegas y pasado mañana a los nietos. Por descontado, sabes que la razón está de tu lado y que cualquiera que te afee la conducta es un cortarrollos, amén de un cómplice de aquel a quien hayas ido a darle la serenata. La cosa cambia cuando te cae ser visitado. Entonces, no te hace ni puñetero chiste y tienes la sensación de que se están vulnerando tus derechos, incluso siendo tú mismo un contumaz vulnerador de derechos.

Sospecho que los protagonistas activos y pasivos de las rondallas domiciliarias que vemos estos días, sobre todo los primeros, no tienen claro que el fenómeno es reversible. Donde las toman pueden darlas… y viceversa. Estaría bien que unos y otros le dieran un par de vueltas a tal cuestión antes de lanzarse a defender o atacar esta moda recuperada —en realidad, nunca abandonada— de echarle el aliento en la nuca al de enfrente. Estoy viendo flagrantes contradicciones.

En cualquier caso, no andaría yo jugando mucho con estas cosas. No me quita mayormente el sueño que algún su-señoría pase un mal rato. Pero puede ocurrir que cuando se piensa que se está haciendo justicia poética, en realidad se esté a diez centímetros de cometer una tropelía mayor que la que se denuncia. Nunca sabe uno dónde termina el escrache y dónde empieza el linchamiento.

Protesta, que les joroba

Suelo llevar en la cartuchera, siempre listo para desenfundar, un discurso entre cínico y resabiado que corta como una navaja de Albacete vacilones reivindicativos. Básicamente se trata de tirar de memoria histórica para recordar que incluso las que ya se han hecho son revoluciones pendientes. Las bellas consignas se las lleva el viento y, al final, suele tocar volver a la miseria cotidiana con la pancarta entre las piernas. El cabrón del Sistema es tan grande que hasta tiene unos discretos bolsillos interiores para albergar a los antisistema, muchos de los cuales van saliendo de ahí por su propio pie según renuevan el carné de identidad o aprueban oposiciones. Andando el tiempo, a algunos te los encuentras poniendo ojitos de yonohesido en carteles electorales que chorrean photoshop.

¿Lo ven? Sin querer, ha vuelto a salirme el pinchaglobos en que nos hemos convertido por despecho bastantes de los que no encontramos la playa bajo los adoquines. Y no, esta vez no era mi intención largarme la clásica perorata paternalista de rebotado de viejas barricadas sobre las miles de personas que se están echando a las calles estos días al grito de “¡Democracia real ya!”. Todo lo contrario. Pretendo dejar constancia de mi respeto y mi admiración hacia cada una de ellas. Para mi no son ni perroflautas, ni ilusos, ni borregos manipulados, ni cualquiera de las mil etiquetas que les están calzando los que les miran con el fastidio de los señoritos que no soportan que un descamisado se apoye en la carrocería de su BMW.

Los aguafiestas pronostican que no conseguirán nada. No es cierto. Por de pronto, ya han triturado las teorías que sostenían que aquí no se movería nadie. Tal vez no hayan llegado a poner de los nervios a los dueños del balón, pero sí los han incomodado lo suficiente como para hacerlos balbucear melonadas -¿eh, López?- en sus mítines. Y han logrado también que pensemos. Por ahí se empieza.