Aquí, un posibilista

Sé que desde Jamaica mi añoradísimo Javier Ortiz me presta gustoso el copyright del título que le acabo de birlar y —menudo morro— tunear para que encaje en mi humilde persona. “Perdonen: aquí, un radical”, se presentaba en su inolvidable columna de estreno en el último medio para el que escribió. En ella asumía, entre la claudicación y la reivindicación, lo que se decía de él, con brillantes anotaciones sobre lo que es y deja de ser la palabra del encabezado. Me corporizo en estas líneas para hacer lo propio, no como radical, que también lo soy en ratos perdidos por más que nadie me crea, sino como posibilista. ¿Demasiado cobarde para luchar y demasiado gordo para salir corriendo, como decía Hubbard en una frase que ya les he citado alguna vez? No confundan, eso se refería al conservadurismo, punto de la evolución que todavía no he alcanzado… aunque ya veo a los que me quieren regular terciando que todo se andará o, [snif], que ya se ha andado.

Dejémoslo, pues, en posibilista, que es algo que tiene igualmente una pésima fama en estos tiempos —o sea, en cualquier tiempo— donde lo que mola son los extremos, mayormente de piquito y exentos de acompañamiento práctico. Hoy, no hace falta que me lo digan, lo que goza de un prestigio social del quince y un glamour del cuarenta es ser utópico. ¿Y qué hay de malo en soñar con Arcadias, Ítacas o Jaujas? Nada, salvo que buena parte de los que diseñan mundos perfectos no están dispuestos a mover el culo por mejorar el imperfecto en el que, quieran o no, nacen, crecen, se reproducen (esto es optativo) y mueren. Lo quieren todo, ya, y caído del cielo porque, además, tienen teorizado que es un derecho natural. Es este pensamiento literalmente totalitario el que les hace, manda huevos, escaquearse de la lucha por parciales.

Los posibilistas, como aquí su seguro servidor, creemos que para recorrer un millón de kilómetros es preciso dar el primer paso.