‘Nuestra’ culpa

Desconozco los plazos de expedición al paraíso musulmán, pero si la efectividad es pareja a la de los métodos de los santurrones para el matarile, a esta hora es probable que los hermanos asesinos (seguro que en progresí hay un término menos rudo) de Bruselas anden retozando con las huríes a todo trapo. Entre polvo y polvo, Khalid puede guiñar un ojo a Ibrahim, y viceversa, con la satisfacción del sangriento deber cumplido y, de propina, el despendole de comprobar que su matanza es justificada —uy, perdón; contextualizada quería decir— con denuedo por lo más granando del pensamiento avanzado europeo.

Algún día alguien subvencionará una investigación sobre la paradoja que supone que los más comecuras y requetelaicos a este lado del Volga sean también los más encendidos defensores de una teocracia reaccionaria y criminal. Y ya para nota con doble tirabuzón, que además sean los campeones mundiales de la culpa judeocristiana y acaben echándose a la chepa la responsabilidad única de cualquier injusticia. Me corrijo: si bien usan frenéticamente la primera persona del plural, también han conseguido el prodigio gramatical de librarse de la parte chunga de ese Nosotros. Así, cuando braman que la masacre de la capital belga es el justiprecio de “las guerras que hemos provocado en su territorio”, la respuesta al “modo inhumano en que tratamos a los refugiados” o, por no extenderme, la contrapartida por “el trato cruel que damos al pueblo palestino”, se refieren a todos menos ellos y ellas. Claro que es todavía peor que de verdad piensen que merecemos ser eliminados uno a uno. Salvo sus mendas, faltaría más.

Derecho a ofender

Una de tantas derivadas perversas de la matanza de Charlie Hebdo es —y no lo señala por primera vez este humilde plumilla— el manoseo grosero hasta la náusea del concepto de libertad de expresión. Favorecidos por el poder hipnótico de la sangre ajena, los agarradores de rábanos por las hojas han tomado sin permiso los cadáveres de los dibujantes asesinados y los enarbolan como mártires de algo que llaman, con una jeta de alabastro, derecho a ofender.

Lo formulan así, a la brava y con esa chulería tan progresí, como la facultad inalienable que tienen determinados seres humanos para zaherir, vilipendiar, afrentar o, más llanamente, tocar las pelotas a quien les apetezca. Por supuesto, sin pararse en barras ni miramientos: si a alguien (con el certificado de ofensor autorizado en regla, se entiende) le pide el cuerpo tildar de asesino, ladrón, violador o pederasta a un mengano al que tiene ojeriza, o incluso sin tenérsela, puede y debe hacerlo sin temer ninguna consecuencia que no sea el aplauso borrego de los que disfrutan con los linchamientos, que por desgracia, son legión. Va de suyo que a la persona receptora de la descarga dialéctica no le queda otra que joderse y aguantar. Se abstendrá de obrar a la recíproca, so pena de ser considerada floja de tragaderas, vengativa, fascista y, en resumen, enemiga de la libertad de expresión.

En uso de la que reclamo para mi, me atrevo a señalar que se me ocurren muy pocos planteamientos tan reaccionarios como este, que no es más que una ruin y cobarde apología del maltrato verbal ejercido a discreción, unidireccionalmente y sin posibilidad de defensa.