Bienvenida, Ley Celaá

Quién me iba a decir que mi antigua profesora de inglés, a la que cariñosamente apodábamos Rottenmeier, acabaría bautizando una ley de Educación. Pues ahí la tienen. Ayer se aprobó en el Congreso de los Diputados, en medio de un broncazo de sonrojo infinito, la que quedará para los restos como Ley Celaá, con tilde en la segunda a. Así nos referiremos a ella, alternándola con su correspondiente acrónimo, LOMLOE, que se incorpora a la interminable lista de sopas de letras que han ido identificando desde el pleistoceno los empeños de cada gobierno por hacer una norma educativa del recopón. Todas iban a ser la definitiva y todas han ido cayendo al albur de las diferentes mayorías en las Cortes españolas. No ha habido reforma sin su contrarreforma, y así, en bucle.

¿Hay algún motivo para pensar que esta vez ocurrirá algo diferente? Por un lado, temo que no, pero por otro, tirando de un entreverado de malicia e ingenuidad, quiero pensar lo contrario. Sin conocer al detalle el texto, me resulta muy sugerente la suma de siglas que lo han respaldado. Claro que quizá el argumento definitivo está en la acera de enfrente. Si Vox, PP, UPN y Ciudadanos se han agarrado semejante cabreo, algo bueno tendrá el enésimo intento de establecer unas reglas básicas para algo tan fundamental como la Educación. Ojalá.

Con un suspenso

Les cuento una batallita de adolescencia. En 2º de BUP —4º de la ESO al cambio actual— me suspendieron Matemáticas. Fue un atraco a mano armada (de rotulador rojo) en toda regla. Mis ejercicios, confrontados con los de mis compañeros de fila, daban, como poco, para un 8. Sin embargo, la peculiar docente al mando de mi destino académico, una tipa que espero paste ya en el infierno, decidió catearme simplemente porque le caía mal, supongo que por mi fama de rebelde, aunque no podría asegurarlo. Mi respuesta a la injusticia, acorde con esa reputación de indócil, consistió en no presentarme a ninguna recuperación. Ni ese mismo mes de junio, ni en septiembre, ni en las mismas fechas del año siguiente. Total, que llegué a COU —de letras puras, latín y griego, por demás— arrastrando la maldita materia y, en consecuencia, sin el título de Bachillerato que era la condición obligatoria para poder presentarse a Selectividad.

Ni se imaginan la bronca que me montó mi tutora por mi absoluta irresponsabilidad, pachorra, inmadurez, soberbia y no sé cuántas cosas más. Aunque la inmensa mayoría de los profesores, en atención a mi currículum, abogó por regalarme el aprobado y dejarlo correr, ella se negó en redondo y me obligó a presentarme a un examen a cara o cruz.

A quien no esté en el secreto le desvelo ahora que esa tutora inflexible (buena profesora y persona a la que siempre he tenido en gran estima, por otra parte) se llamaba Isabel Celaá Diéguez. Es, en efecto, la misma ministra de Educación que impulsa una reforma que contempla que se pueda obtener el título de bachillerato con una asignatura pendiente. Paradojas.

Filosofía obligatoria

Escucho entre el pasmo, la pereza infinita y algo muy parecido a la indiferencia el clamor festejante unánime por la vuelta de la Filosofía como asignatura obligatoria a los programas educativos del bachillerato. Si tanto molaba, se pregunta uno a santo de qué convirtieron en optativa la untuosa materia que ahora devuelven con los votos de todo el arco parlamentario español, como la piedra que es, a las mochilas de los atribulados cachorros de la tribu. No se esfuercen, que sé la respuesta: cada reforma educativa de un gobierno lleva como hipoteca de vencimiento fijo una contrarreforma a cargo del siguiente gabinete. Y en este caso, parece que del millón de aspectos muy derogables de la anterior ley, se ha decidido empezar por este bonito fuego de artificio para la galería.

Como hace bastantes lustros dejé de estar en edad de frecuentar aulas, ahí me las den todas. Me limito a dejar constancia de mi solidaridad con la chavalada que, igual que centenares de generaciones anteriores, tendrán que apechugar con una serie de enseñanzas perfectamente prescindibles. Su única suerte será que den con un docente que les suministre las dosis de nada con cierta gracia. Huelgo decirles, porque son lo suficientemente avispados para estar al cabo de la calle, que la tal filosofía no les hará “instalarse conscientemente en el tiempo y en el espacio”, como exageró, rozando el desabarre, la ministra Celaá. Tampoco les “enseñará a pensar” ni “desarrollará su conciencia crítica”, según la chachiversión oficial. De tales menesteres deberán encargarse ellas y ellos, igual que de aprobarla en como se llame ahora la Selectividad.

Español en Sestao

Cuánta razón, señor Basagoiti. Es un escarnio, un vilipendio, una ignominia y un oprobio de cuatro copones de la baraja el trato que recibe en esta pecaminosa linde vascongada la lengua de Cervantes, que es también, no lo olvidemos, la del insigne Pemán. Se le vuelve a uno el corazón paté de canard paseando por Sestao con la dolorosa impresión de ser un extranjero en su propia tierra. Allá donde se pongan ojos u oídos, la demoníaca fabla vernácula golpea con su soniquete de serrucho oxidado. En la Pela, en el Casco, en las Camporras o en Simondrogas no hay forma humana ni divina de comunicarse en cristiano. Las carnicerías de siempre son harategias, los cambios de sentido, itzulbideas, y hasta los monigotes de los semáforos llevan txapela. ¿Para esto ganaron nuestros abuelos una guerra?

Hay que hacer algo, Don Antonio, hay que hacer algo. No digo yo que otro alzamiento nacional, pero qué menos que un estado de excepción, a ver si enseñándoles los tanques se les bajan los humos y los pantalones a estos indígenas. Como usted bien dijo —¿acaso dice mal alguna vez—, va siendo hora de devolverle al idioma pequeñajo todas las afrentas que le ha escupido al grande, único y verdadero. Y mire, la ley de su compadre Wert, a quien el altísimo guarde muchos años, apunta en la dirección correcta. Mas (con perdón), pero, sin embargo, se antoja corta para desfacer este entuerto creado por tres décadas de paños calientes con los deletéreos nacionalismos periféricos. Si queremos que las criaturas abandonen el imperdonable vicio de llamar aita a sus cada vez menos venerados progenitores o que los locutores de la radio se apeen del procaz egunon y vuelvan a saludarnos como Dios manda, procede aplicar una cirugía mayor. El anillo, los varazos en las yemas de los dedos, unos capotones en el occipucio, por qué no el aceite de ricino. En diez minutos se vuelve a hablar español en Sestao, ya lo verá.

La séptima de Wert

Ataúlfo, Sigerico, Walia, Teodoredo, Turismundo, Teodorico, Eurico… y así hasta Égica, Witiza y Rodrigo. Mejor que vayamos refrescando la lista de los reyes godos por si nos toca echar una mano con los deberes a los churumbeles. Yo que ustedes, rescataría del trastero la Enciclopedia Álvarez y me pondría a darle duro a lo del Ebro que nace en Fontibre y el Guadiana en las Lagunas de Ruidera, aunque esto último se haya demostrado que era mentira. También lo era la versión de la llamada Reconquista, el glorioso descubrimiento de América y no les digo nada la Santa Cruzada. Pero así venía y tal cual había que recitárselo a Don Román, salvo que quisieras ganarte un par de hostias y ser enviado con deshonra al pelotón de los torpes. Quién nos iba a decir que nuestro pasado era el futuro de nuestros hijos y nuestros nietos.

Séptima reforma educativa en 35 años. Si las seis anteriores fueron, con sus matices, una chufa que no sacó a los alevines hispanistanís del analfabetismo funcional, esta llega con la intención de que salgan igual de parvos pero con un sentimiento patriótico del nueve largo. “La actual dispersión de contenidos es inmanejable”, ha justificado el parraplas Wert la confiscación de las competencias territoriales que trae de serie su ordenanza. Uno de los órganos paraoficiales de propaganda y lametones gubernamentales lo puso ayer en román paladino en su portada: “Una Educación, una Nación”.

Eso lo sueltas en euskera, catalán o gallego, y se te vienen encima los cien mil hijos de Don Pelayo a ponerte de esencialista totalitario para arriba. Suerte si Manos Limpias o los talibanes de DENAES no te arrean una docena de querellas en el occipucio. Pero lo bramas en castellano y eres una persona de bien que pide lo justo y lo necesario. Enterémonos: el disgregar se va a acabar. Ahora, si es caso, es tiempo de segregar. Por sexos y, desde luego, por el tamaño del bolsillo.