El relato de Carmena

Probablemente, lo que cuenta (Santa) Manuela Carmena sobre la empresa de su marido sea cierto. Al primer bote, desde luego, suena a una de tantísimas desgraciadas historias que han ocurrido al calor —es decir, al frío polar— de las vacas flacas. La compañía número ene que después de haber ido viento en popa se da de morros con la realidad y cae en picado sin que los heroicos esfuerzos de sus propietarios logren impedirlo. Al final del final, la decisión más dolorosa, la que se trataba de evitar a toda costa: el despido de los trabajadores y las trabajadoras… de acuerdo con las condiciones que establece la legalidad vigente. En este caso, ¡ay!, la perversa reforma laboral del Partido Popular. Pero qué se le va a hacer. Como cantaba Gardel, contra el destino nadie la talla.

Queda por encajar en el relato lo de las contrataciones mercantiles en lugar de laborales, con lo mal vista que está tal práctica entre los que los guardianes de la ortodoxia que nos amenizan las mañanitas. Dejando ese detalle —y otra media docena— al margen, insisto en que estamos ante la narración verosímil y hasta humanamente comprensible de una fatalidad que las mejores intenciones no han podido evitar por más que se luchara con uñas y dientes.

Llama la atención, eso sí, lo poco que se parece la reacción indulgente y justificatoria a la que nos encontramos en casos prácticamente idénticos. Esta vez se han dado la vuelta los papeles. Allá donde suele haber un empresario sin alma que se quita de encima a los trabajadores como si fueran chinches, tenemos un bondadoso empleador y unos pérfidos currelas. Curioso, ¿no creen?

Politiqueo bastardo

Los pesimistas irredentos tenemos una máxima que se basa, no tanto en nuestra condición de cenizos, como en la tozuda constatación de los hechos: ninguna buena acción queda sin castigo. La penúltima víctima de la maldición a nuestro alrededor es el recién nombrado consejero de Empleo y Políticas sociales del Gobierno vasco, Ángel Toña. Manda muchísimas pelotas que, además de ver su intachable trayectoria de muchísimos años arrastrada por el barro, haya tenido que poner su cargo sin estrenar a disposición de la Comisión del Código ético… ¡justamente por haber actuado conforme a la ética defendiendo a los más débiles frente a la infame Ley Concursal, que es el complemento y martillo pilón de la Reforma laboral!

Bonito retrato de los que han ejercido de acusicas esgrimiendo un supuesto incumplimiento de la legalidad (española de pura cepa, por cierto) como causa para destituir a Toña. Que Borja Sémper, compañero de mil y un imputados que no se bajan del cargo ni por error, nos suelte una charla sobre la ejemplaridad es un puñetero chiste malo. Pero es mucho peor que EH Bildu, una formación que reclama la insumisión a las leyes injustas y se dice aliada de los currelas, saque el zurriago contra un tipo que actuó en conciencia para evitar a los trabajadores los daños de una norma arbitraria.

Queda como consuelo que allá donde el politiqueo se ha demostrado cutre y bastardo, hayan venido los cuatro grandes sindicatos en una unidad muy poco frecuente a respaldar sin fisuras y con un lenguaje rotundo la conducta de Ángel Toña en el caso por el que se le ha querido enmerdar. Ese gesto sí es honrado.

El modelo que no existió

Ahora que está moribundo o definitivamente cadáver, se escuchan elogios tardíos sobre el modelo vasco de relaciones laborales. Confieso que siempre tuve mis dudas acerca de la existencia de lo que se nombraba así. Hasta donde soy capaz de recordar, nunca nos han faltado conflictos de tronío que se resolvían o no de un modo bastante similar a como se hacía en cualquier otro lugar, es decir, tirando de cada extremo de la cuerda hasta conseguir que cediera la otra parte. Es probable que durante los años de bonanza los combates fueran menos crudos o, incluso, que del lado patronal se optara por no contender previa mirada a los balances en verde y hacer los cálculos pertinentes sobre el coste-beneficio de mantener la paz social. Incluso en esos casos de firma sin tirarse demasiados trastos a la cabeza, subyacía la confrontación pura y dura. Unos se quedaban con la sensación de haber hecho mayores concesiones de las que debían y en el otro flanco se barruntaba que los logros podrían haber sido mayores si se hubiera apretado un poquito más.

Hay teóricos que sostienen que este es el único paradigma posible para llevar el agua a cada molino. Desde luego, ha sido el más frecuente y quizá por eso mismo, el que da la impresión de resultar más sencillo de poner en práctica. La costumbre o la inercia han conducido sistemáticamente al enfrentamiento. A veces se ganaba, a veces no. Lo que no se ha querido ver es que esta forma de actuar prolongada en el tiempo ha polarizado las posturas hasta llevarlas a lo irreconciliable. La desconfianza mutua se ha multiplicado exponencialmente. Lo razonable o el bien común se hacen impensables en gran parte—por fortuna, no en todas— de las empresas vascas de hoy. Me temo que con el desequilibrio de fuerzas que ha supuesto la reforma laboral y la larga lista de cuentas pendientes andamos tarde para fundar ese modelo del que presumimos y que quizá jamás existió.

Rojos sobrevenidos

Ya lo escribió Larra hace cerca de dos siglos: todo el año es carnaval. No esperen, pues, que con este miércoles de ceniza llegue el finiquito de los bailes de máscaras. Al contrario, tiene toda la pinta de que en las fechas que vienen aumentará el número de los que se embozarán en el disfraz de moda que, mal que le pese al EBB, no es el de escocés, sino el de rojo sobrevenido. El pasado fin de semana los hemos tenido a decenas en las calles, empotrados entre miles de personas que salieron a mostrar su digno y justificado cabreo. Menudo cante daba, por ejemplo, el último ministro de Trabajo del PSOE, chupando pancarta como si él mismo no hubiera tenido nada que ver en la escabechina de derechos sociales que no cesa.

Al menos, ese pisó el asfalto. Los que nos tocan más de cerca se han conformado con ir de boquilla y acrecentar la antología de los rostros marmóreos con arengas de plexiglás. Qué despiporre, sin ir más lejos, ver a Roberto Jiménez, sujetatijeras de Barcina, clamando contra la impía reforma laboral que a él no le rozará ni un pelo… ni le hará abandonar su condición de monaguillo del Gobierno más retrógrado a este lado del Volga. De nota también lo de Gemma Zabaleta, responsable convicta y confesa de un buen puñado de tajos en Patxinia, sacando ahora a paseo la mano izquierda y sentenciando que la situación invita, como poco, a una huelga. Pena que no haga ella una indefinida para dar un respiro a la nutrida legión de víctimas de su gestión. Eso sí sería revolucionario.

Pero abandonemos toda esperanza y dispongámonos a presenciar durante mucho tiempo el obsceno espectáculo de las sopas gubernamentales y el sorber opositor. Los mismos que nos rasurarán el cogote dirán que ellos no han sido y nos despacharán a las barricadas a protestar por la ignominia. Una vez allí, claro, nos mandarán a los guardias para devolvernos, hechos un puñetero lío, a la casilla de salida.

Lágrimas por unos derechos

Desde Boabdil para acá han corrido ríos de lágrimas por lo que no se ha sabido defender. Suele ser lo único que queda, llorar y patalear hasta que se encuentra una distracción o un motivo nuevo y siempre mayor para el berrinche. Ahora toca hacerlo por los derechos que se esfuman en el birli-birloque de una reforma laboral que, para colmo, sabemos de sobra que tendrá corrección y ampliación en cuanto se encuentre una excusa. Vayamos preparando los pulmones para otra llantina porque esto no ha hecho más que empezar.

Lo que no procede es llamarse a engaño ni trampearse en el solitario. Si el Gobierno del PP se ha tirado a esta piscina es porque sabía que no se iba a dejar la crisma. Por algo ganó unas elecciones hace dos meses y medio con una mayoría aplastante. Se ve que los que se quedan en casa viendo Sálvame o los culebrones de la primera son más que los que bajan al asfalto o, como sucedáneo, al Twitter a protestar. Esa lucha final en la que habríamos de agruparnos todos y alzarnos con valor fue hace mucho tiempo y se perdió. La prueba es que La Internacional se ha convertido en un karaoke de fin de fiesta para partidos con militantes que entre rojez y rojez te aleccionan en una conversación sobre las diez mejores ginebras o lo que va de un jamón de Joselito a un Cinco Jotas.

Anteayer mismo, uno de los susodichos, diputado con varios millones de euros en diferentes cuentas que apoyó dos reformas laborales y ni se sabe cuántos recortazos cuando sus siglas gobernaban, clamaba contra el vil saqueo de Grecia. Él, que sólo la pisa al bajarse del coche oficial para ir de jarana, pedía que el pueblo tomara la calle. ¿Es con ese con el que debo compartir la pancarta? No sabe ya uno ni quién es el enemigo de clase, y se tiene que acoger al comodín del público, a saber, “el empresario”, perverso genérico que engloba a Amancio Ortega y a la sufrida propietaria del bar de la esquina.

Reforma sobre reforma

Decía Einstein que el peor de los errores es hacer siempre lo mismo y esperar resultados diferentes. Tan simple como, por lo visto, difícil de ponerle remedio. Volveremos a verlo el viernes, cuando el Consejo de ministros español bendiga la reforma laboral número ene que, como todas, viene anunciada como la definitiva y, como todas, no lo será. Lo malo es que de versión en versión, el producto degenera y avanzamos retrocediendo. Y cuando los datos lo demuestren, la burra volverá al trigo: nueva llamada a la negociación, nueva ruptura y nuevo decreto que dejará las cosas un escalón por debajo de donde estaban.

¿Hay modo de pegarle un tajo a esta espiral perversa? Lo dudo porque para ello habría que echar abajo varios puntos de partida irrenunciables y sospecho que eso no está en el guión de ninguno de los llamados —siempre me ha resultado curiosa la expresión— “agentes sociales”, que en el fondo son, cada uno a su modo, muy conservadores. Si alguna vez, sin embargo, fueran capaces de desprenderse de las orejeras, podrían preguntarse para qué sirve cambiar el cuerpo de la legislación laboral. La respuesta única en este momento donde el suelo se abre bajo nuestros pies es que se hace para luchar contra el paro o, en enunciado positivo, para crear empleo.

Como intención es irreprochable, desde luego, pero si nos detenemos a pensar, estamos dando carta de naturaleza a la caza de moscas a cañonazos. En lugar de hacer frente a un problema específico y con herramientas específicas, desmontamos todo el tinglado y lo volvemos a montar pieza a pieza para encontrarnos, oh sorpresa, con que el problema sigue donde estaba, si es que no ha crecido. Al paro se le hace frente, opino humildemente, con medidas concretas y actuando en la raíz. Otra cosa es que no sepa, que no se pueda o que no se quiera y se combata la impotencia por ello haciendo indefinidamente una reforma sobre otra reforma.