Twitter, qué asco más rico

El hombre más rico del mundo, un sudafricano excéntrico y ególatra que atiende por Elon Musk, se ha comprado Twitter por la bonita suma de 44.000 millones de euros. Lo ha hecho, sin más y sin menos, porque se lo puede permitir. Ya, pero, ¿con qué fin? Pues esa es la madre del cordero. Ahora mismo hay casi tantas teorías al respecto como usuarios activos de la cosa esa del pajarito azul, que son 330 millones en todo el planeta. Ese dato, de entrada, nos sirve, para saber, mediante una simple división, que el tipo ha pagado 133 euros por cada uno de los que hacemos uso del artilugio. No sé decirles si somos un chollo o salimos por un ojo de la cara, pero sí soy capaz de ver que mientras sigamos voluntariamente alimentando el invento, tendremos que asumir que nuestra condición no es la de clientes sino la de productos sometidos a compraventa.

Ahí es donde termina de interesarme, salvo como mera curiosidad, lo que pretenda hacer o dejar de hacer el megamillonario con el juguete recién adquirido. Imagino que no va a ser nada mucho mejor pero tampoco peor que lo que han venido haciendo sus anteriores propietarios. Literalmente, de lo suyo gasta y, vuelvo a repetir, si lo hace con nuestro consentimiento, poco tendremos que decir. O, siendo más cínicos, tendremos mucho que decir, pero nada con más valor que cualquiera de las piadas que echamos a volar en la red social de marras. Vamos, que nos pongamos como nos pongamos, independientemente de quién sea su dueño, Twitter seguirá siendo ese lodazal inmundo en el que retozaremos con fruición al tiempo que lo ponemos a caldo. Qué asco más rico. Tan rico como Musk.

Sálvese quien pueda

Les confieso mi absoluta zozobra con ribetes de sensación de irrealidad y hasta unas gotas de impotencia. En el sur de Euskal Herria hemos alcanzado una velocidad de crucero de casi 3.000 contagios diarios con una incidencia a 14 días que supera los mil por cada 100.000 habitantes. Como dijo ayer en Onda Vasca la consejera Gotzone Sagardui, en la lotería del covid, cuanto mayor es el número de positivos, mayor es el número de papeletas para que nos toque el premio indeseado de acabar en el hospital o, si la suerte es más chunga aún, en la UCI. Y sin necesidad de que nos lo cuenten las autoridades sanitarias, todos tenemos uno o varios familiares o amigos que han dado positivo directamente o que están en el entorno estrecho de alguien infectado. Sin ser un experto en cálculo de probabilidades, parece bastante razonable pensar que estamos a cinco minutos de incrementar el balance de mañana o pasado mañana.

Una situación así sería delicada en cualquier época del año, pero se antoja que lo es más en unas fechas en las que se multiplican por ene los contactos sociales. La más elemental de las prudencias nos llevaría no ya a limitarlos sino a evitarlos directamente. Pregúntense si están dispuestos a hacerlo. Si son sinceros con ustedes mismos, dirán que esta vez no. Incluso los más cautelosos tendrán que claudicar ante la resistencia de su círculo inmediato. La consigna general es que sí o sí habrá celebraciones casi a la antigua usanza y que salga el sol por Antequera. A ver cuál de las arriba mentadas autoridades sanitarias es la guapa que toca el pito y se atreve a cortarnos el vacilón. Ya les digo yo que ninguna.

No se culpe a nadie. ¿O sí?

Incidencia de 937… y subiendo en la demarcación autonómica. Es el récord, no de esta sexta ola, sino de toda la pandemia. Las UCI de los hospitales vascos siguen la escalada y hemos pasado los 90 ingresados. Es verdad que junto a la comunidad foral, vamos en cabeza, pero los números del resto, da igual que miremos al Estado español o a Europa, no andan muy lejos. Solo las vacunas, con todas sus limitaciones, han evitado una tremenda escabechina. Pero aún así, la cifra de muertos es bastante mayor de lo que hubiéramos sido capaces de imaginar hace dos meses, cuando se decretó, ya vemos que demasiado a la ligera, la derrota del virus.

Ocurre todo esto exactamente a diez días de la nochebuena y a 17 de la nochevieja. Y este es el minuto en el que no hay decretada en nuestro entorno ni una sola medida concreta que se refiera esos días señalados. Se ha llegado a la suspensión de Santo Tomás en Donostia y Bilbao o a la del PIN en el BEC. Igualmente, han decaído esta o aquella actividad en las que se espera cierta concentración de público. Y sí, de acuerdo, también está implantado el pasaporte covid más como autoengaño que como medida efectiva. Pero sobre todo lo demás en lo que se actuó hace un año con cierto rigor no se ha determinado nada. Podremos reunirnos sin límite alrededor de una mesa en los días críticos, después de haber poteado hasta la hora que nos dé la gana y sin preocuparnos por los aforos de los tascos. Por descontado, ahora mismo todo indica que también seremos libres de echarnos a las calles atestadas para recibir el año nuevo. Lo haremos, ojo, por iniciativa propia. Si pasa algo, ya encontraremos culpables.

Sexta ola: actuemos ya

Las gradas desnudas de mascarillas del frontón Bizkaia en la final del cuatro y medio explican perfectamente cómo y por qué el gráfico del covid ha emprendido su sexta cuesta arriba. Y que tire la primera piedra quien esté libre de pecado. Desde que sonaron los felices pífanos dando por prácticamente cautiva y desarmada la pandemia, la mayoría del personal se ha entregado no ya a la recuperación del tiempo perdido sino al disfrute a cuenta de lo que sea que tenga que venir. Hemos estado viviendo como antes de la irrupción del virus y lo peor de todo es que va a ser complicado devolvernos al carril de la prudencia y la contención. Miramos las cifras de aumento descontrolado en la incidencia como las vacas al tren. Es como si no fuera con nosotros, y hasta podemos refugiarnos en una coartada bien cierta: las propias autoridades sanitarias nos habían mandado señales en el sentido de que lo peor había pasado.

Claro que tampoco es cuestión de ponerse moralista ni de llorar por la leche derramada. Con los positivos multiplicándose, los ingresos creciendo y la navidad a la vuelta de la esquina, toca ser prácticos. De entrada, habrá que estudiar al milímetro qué restricciones pueden ser efectivas y realistas. Es vital también reforzar el ya alto nivel de inmunización y, en este viaje, tomar por los cuernos el toro de la población a la que no le ha salido de la entrepierna vacunarse. Puesto que los datos demuestran que están detrás del repunte, ha llegado el momento de dejarles claro que el precio de su falsa libertad es que no podrán hacer la vida que hacen los que sí han sido solidarios con sus semejantes.

Efecto Semana Santa

Lo sorprendente de verdad es que siga sorprendiéndonos. Aunque ya sé que todo es impostura entreverada de eso que hemos dado en llamar fatiga pandémica. Hace catorce días, cuando ya la curva había emprendido su cuarta subida, teníamos una idea bastante aproximada de cómo iban a estar hoy los contagios y los ingresos. Sabíamos también cómo evitar ese reventón de casos a plazo fijo. O, por lo menos, cómo limitarlo. Y aquí es donde cambio la primera persona del plural por la tercera: muchos de nuestros convecinos no quisieron hacerlo. Era Semana Santa y, en el caso de Gipuzkoa y Bizkaia, con la propina de una final de copa entre los eternos rivales. Había que ser de piedra para no sumarse a la algarabía. Ya saldría el sol por Antequera. Además, teníamos el permiso silencioso de las autoridades sanitarias, que ni habían dicho ni habían dejado de decir. O viceversa, tanto da.

El resultado es, insisto, exactamente el esperado. Se ha consumado el efecto Semana Santa y nos debatimos entre el “Que nos quiten lo bailado” y el fastidio al ver que vuelven los cierres perimetrales y las persianas bajadas de los bares en los municipios en rojo. Eso, mientras los organismos competentes parecen haber tirado la toalla. ¿Qué nuevas medidas pueden adoptarse si no se cumplen ni la cuarta parte de las vigentes?

3 de marzo, 45 años

Sin desdeñar ninguno, de los aniversarios que se nos han venido y se nos vienen encima estos días, me quedo con el de hoy. 45 años de la matanza de Gasteiz. Por fortuna, a diferencia de muchísimos otros casos, esta vez sí se ha conseguido mantener vivo el recuerdo de lo que el propio patrullero que hablaba por radio con sus jefes calificó como masacre. Desde el primer minuto, prácticamente desde el conmovedor e indescriptible funeral por los cinco asesinados, los supervivientes, las familias, el movimiento obrero, la mayoría de los partidos políticos y una parte no pequeña de los vecinos de la capital alavesa se conjuraron contra el olvido. Y con los años entrarían también las instituciones, aunque no todas: las gobernadas por el PP siempre evitaron no ya la condena, sino una mínima reprobación.

Esa cerrilidad con aroma culpable no ha impedido, como digo, que en Gasteiz —y diría que en cualquier lugar del Estado— se tenga una conciencia muy nítida de la injusticia todavía sin reparar que cometieron hace tres decenios y medio personas cuya responsabilidad tampoco ha sido señalada por los órganos supuestamente competentes. Ese debería ser el siguiente paso. Sin ánimo de venganza, y aunque ni siquiera acarree consecuencias penales, es necesario que quede claro quiénes fueron los culpables.

Evitemos la tercera

Es mejor que no nos engañemos en el solitario. Ciertamente, es un alivio ver cómo muy poco a poco la curva de la segunda ola ha emprendido el descenso. También lo es comprobar que en el mapa el color rojo va apagándose de día en día. Pero todavía estamos muy lejos de lo deseable, incluso de lo aceptable. Los números de hospitalizaciones siguen siendo demasiado altos y las tantas veces mentadas tasas de positividad y de incidencia acumulada por cada 100.000 habitantes continúan casi escandalosamente por encima de lo que marcan las recomendaciones de las autoridades sanitarias. Qué decirles de las cifras de fallecidos, que aún tardarán en dejar de crecer. Eso, sin perder de vista que cada muerte es una tragedia.

No pretendo ser un cenizo. Soy el primero en necesitar imperiosamente buenas noticias. Y sin duda, no son malas las que vamos contando últimamente. Parece que la tendencia ha cambiado y que la tempestad empieza a amainar. Si añadimos los prometedores avances sobre las vacunas, tenemos motivos para la esperanza. Sin embargo, una mirada hacia atrás —y no muy atrás; hablo de apenas unas semanas— nos debería servir para evitar caer de nuevo en los mismos errores. Cuando todavía no hemos abandonado la segunda ola, no podemos permitirnos de ningún modo poner la simiente para la tercera.