Desaforar, pero menos

Si la Historia se repite, la historieta, ni les cuento. Ahora vuelve a tocar la milonga de la eliminación de los aforamientos. Por un ratito, no se crean, que hasta empiezo a sospechar que esto que escribo se está quedando viejo según tecleo. Les dispenso de leerlo, si andan con prisa o les da pereza. No creo que me vaya a salir nada muy diferente a las otras veces en que los prestidigitadores de la política hispanistaní han querido dárnosla con queso sacando el mismo conejo de la chistera. Con todo, reconozco que me sorprendió que lo hiciera Sánchez. De Rivera, vendedor de humo compulsivo, trilero sin complejos, no me extraña en absoluto que venga a colarnos la filfa. Que el recién llegado a Moncloa tenga que recurrir tan pronto al birlibirloque da a entender que se le están acabando los fuegos artificiales.

Más allá de eso, las propuestas de la camarilla naranja y del presidente inesperado se parecen en su inmensa racanería a la hora de quitar patentes de corso y en su indisimulada intención de blindar aquellas instituciones y magistraturas del Estado por las que justamente debería empezar la reforma. La cosa tendría que ir del rey (o sea, de los dos reyes, el emérito y su vástago) abajo. Si se buscara que se queden a cuerpo gentil ante la Justicia, como estamos el resto de los mortales, todos y cada uno de las miles de personas que actualmente mantienen ese privilegio (algunas, ojo, contra su voluntad), cabría tomarse en serio la propuesta y cada quien quedaría retratado. Pese a mi largo carrerón de vaticinios fallidos, aquí sí me atrevo a apostar que eso no lo verán nuestros ojos. Ojalá me equivoque.

Gracias, Felipe VI

Pues qué quieren que les diga, a mí sí me gustó la largada del Borbón joven. De hecho, cada minuto que pasa, me relamo un poquito más evocando esos seis minutos de cháchara furiosa. Y eso que, como les ocurriría a tantos de ustedes, la primera reacción fue de gran cabreo al asistir a tal exhibición de desparpajo autoritario por parte de un gachó que parecía tonto cuando lo compramos en aquel birlibirloque que fue la abdicación de su viejo tras el episodio del paquidermicidio y la caída etílica en un bungalow de Botswana.

Menudo retrato de sí mismo se ha hecho el fulano. Muy preparao, pero ni se ha debido de leer la Constitución a la que debe su chiringo. Vale, sobresaliente cum laude en lo de garante de la unidad de la patria, pero cero patatero en todo lo demás. ¿Papel de moderador y árbitro? Sí, igual que Mateu Lahoz cuando le pita al Athletic, no te joroba. Eso, sin mencionar el rostro que hay que gastar para que un tío que es lo que es por haber sido en su día un espermatozoide en los dídimos de su padre se permita echarle los perros a un gobierno como el de la Generalitat, legítimamente elegido por la ciudadanía de Catalunya.

Para que luego digamos que Rajoy es una máquina de hacer independentistas; pues este no es manco. Por cierto, recuerden la columna de ayer. Ya ven que el cachazudo de Moncloa no es el único problema. Tras él hay toda una tramoya, el andamiaje de un régimen que no es el del 78, como le dicen, sino el régimen a secas. Hasta Isabel y Fernando debemos remontarnos. Pero que siga. Un día ojalá no muy lejano gritaremos en su honor: “¡Gracias, Felipe Sexto, contigo empezó todo!”.

Monarquía bananera

Lo raro es que el separatismo no prenda también en Cuenca, Vitigudino o Almendralejo. Tiene que ser difícil amar a España y comprobar una y otra vez que quienes se arrogan su representación oficial son una panda de patanes con balcones a la calle. Qué bochorno infinito, sin ir más lejos, el pifostio verbenero que se montó el viernes pasado a cuenta del enésimo descoyunte de la cadera del ecce homo que a duras penas sostiene la corona hispana. Habría sobrado una nota de prensa para hacernos enterar de la nueva entrada a boxes de su desvencijada majestad. Sin embargo, los lumbreras de Zarzuela, que andan con el culo prieto viendo que se les descuajeringa el invento, no tuvieron mejor ocurrencia que convocar a los medios con pompa, boato y urgencia a las puertas de un fin de semana. Hasta los más prudentes ataron cabos, sargentos y coroneles de la legión, y barruntaron que se nos iba a hacer partícipes de algo muy gordo. La abdicación, como poco.

Pues no. Se trataba de un numerito que a los que tenemos el carné renovado unas cuantas veces nos trajo a la memoria a aquel célebre equipo médico habitual que fue radiando la muerte por entregas del predecesor de Juan Carlos en la jefatura del estado, un tal Francisco Franco, que también fue, por cierto, el que lo atornilló donde está. El mensaje vino a ser que según las últimas autopsias, el abuelo de Froilán goza de una salud excelente. Para nota, el galeno que le va a hincar el bisturí, intentando convencernos de que su paciente está hecho un chaval. Como si no hubiéramos visto a la triste piltrafa humana sesteando con baba en presencia de cuerpos diplomáticos, anunciando en un acto al gachó que acababa de hablar o trompicándose insistentemente con su propia sombra.

Si entre la patulea de pelotas cortesanos hubiera medio gramo de corazón, deberían dejar de exhibir impúdica y cruelmente ese amasijo de pieles y huesos que tanto dicen idolatrar.

Me lo perdí

Por primera vez en ni sé los años, no vi en directo la charla borbónica de estasfechastanentrañables. Acababa de sintonizar la Uno de Televisión Española (ya dije que es la única en la que de verdad se pueden apreciar todos los taninos rancios que exhala el mensaje), y el ring de mi teléfono le ganó la partida al chuntachunta. Hacía como mil o dos mil lunas que no hablaba con la encantadora persona que llamaba en tan peculiar momento, así que ni lo dudé. Curiosidades de la vida o tal vez no, colgamos en el preciso instante en que el sucesor de Franco a título de rey cerraba su siempre pastosa boca y el realizador fundía su imagen con la de la choza en la que vive como preámbulo a la clásica programación intelectual que cascan las teles, públicas o no, el 24 de diciembre por la noche.

Con la salvedad de una miradita en diagonal a Twitter, donde llegué a apostar que el discurso del año que viene lo daría otro, fui capaz de sentarme a cenar en la ignorancia de las monárquicas palabras. Tampoco me acordé de ellas, la verdad, durante la sobremesa surtida de peladillas, turrón de chocolate de marca blanca y todo lo demás contraindicado para mi colesterol. Luego, claro, había que irse a la cama, no fuera que Olentzero viera luz y pasara de largo. Unas horas más tarde, mientras el peque —el auténtico monarca, no nos engañemos— rasgaba papeles y disimulaba la decepción al encontrarse con un pijama o un paraguas, seguía sin parecer el mejor momento. Lo mismo, cuando tocó hacer el tour de abuelos, cuñados y amigos cercanos a ver qué había caído en sus casas.

Total, que hasta el telediario de las tres, banda sonora ambiental de la comida de sobras de ayer, no volvió a mi mente la homilía juancarluda. En cuádruple genuflexión, la voz en off gorgojeó tras la sintonía: “Su majestad el rey reivindica la política con mayúsculas para superar la crisis”. Y a partir de ahí, francamente, dejé de escuchar.

El escriba del rey

Qué joío, el fulano que redacta las paridas que firma el Borbón. Tenía huevo y medio de metáforas y alegorías tan o más chorras que las que espolvoreó en su última creación, y se le ocurre poner lo de las quimeras. ¿A qué venía la alusión a un monstruo con cola de dragón, vientre de cabra y cabeza de león que vomita fuego? Ya, los catalanes y tal, que les tira la sangre de Sant Jordi y se dedican a cazarlos en pleno siglo XXI. Sí, eso tiene buena venta y por ahí se lo ha tomado todo el mundo, pero a mi me da que allá en el fondo había una carga de profundidad contra su jefe. Aparte de los grabados a cuatricomía, el hábitat natural de esos bichos son los efluvios etílicos. Cuanto más cerca del delirium tremens, más reales —uy, perdón— se aparecen, y se cuenta que hay quien huyendo de ellos entre la neblina del licor llegó a desgraciarse una cadera. Toma indirecta. Si al chófer le arreó un hostión por saltarse su orden de aparcar donde le salía de su regia entrepierna, a este lo ensarta en una picota o se lo regala a Froilán para sus prácticas de tiro.

Y todavía sería precio de amigo para los méritos del amanuense, que se cubrió de gloria con su epístola psicotrópica. Pase lo del “remar todos en la misma dirección”, que es un topicazo tan manido y ramplón que ya solo se atreve a utizarlo Patxi López. A regañadientes y achicharrándose por dentro del bochorno, se puede correr un tupido velo sobre la gilipuertez decimonónica de los galgos y los podencos. Lo mismo, con la vaciedad estomagante del “No soy el primero y con seguridad no seré el último de los españoles que bla, bla, bla”. Pero lo que es de fusilamiento con balas de tinta al amanecer es la melonuda expresión “escudriñar las esencias”. Eso roza la tentativa de magnicidio. Le salva que el texto era para la web. Llega a ser para un discurso, y el mataelefantes se queda seco frente al atril con el verbo atravesado en la glotis.

Otro 23-F y sin novedad

Como cada año por estas fechas, sólo que esta vez con más pandereta por lo redondo de la efeméride, las esquinas se nos llenan de sacamuelas y charlatanes varios que pregonan la verdad verdadera del 23-F. Los reclamos son imágenes y grabaciones nunca vistas, testimonios inéditos, actas que habían permanecido a buen recaudo y otro sinfín de cachivaches medio esotéricos que, salvo honrosas excepciones, no tienen más finalidad que mejorar las jodidas cifras de venta al número o de share, cuando no de embarrar más el campo para borrar las pocas pruebas que queden. Si alguien tuviera las seis vidas necesarias para meterse entre pecho y espalda todo el material publicado sobre aquello, acabaría de frenopático. Hay casi una versión para cada consumidor. Parece increíble que haya dado para tanta literatura lo que en el imaginario colectivo ha quedado como el chusco video de primera de un guardia civil garrulón acojonando pistola en mano a los presentes en un parlamento que todavía no se había quitado de encima las caspa franquista.

El rey no sabe nada

Según una anécdota apócrifa, hace unos meses Juan Carlos de Borbón tuvo el desahogo de decirles a los miembros de una asociación de víctimas de los atentados del 11 de marzo de 2004 que debían abandonar toda esperanza de saber algún día la verdad sobre la matanza porque a él todavía le ocultaban lo que pasó el 23-F. La desfachatez regia, equiparable a que el Dioni dijera que no se explica cómo llegaron a su furgón los trescientos kilos con los que se fue de naja a Brasil, confirma que quienes estuvieron en aquel ajo dan el capítulo por cerrado y duermen a pierna suelta. Las abundantes pruebas que han acumulado los investigadores fiables se han mezclado con las fantasías animadas de los vendepeines y la verdad se ha echado a perder. Con suerte, dentro de otros tres decenios, cuando ya no le importe a nadie, un trabajo que se quedará para los académicos más cafeteros pondrá al descubierto a tanto demócrata-de-toda-la vida que tuvo algo que ver con la cutre cuartelada.

Resignado a ese desenlace, mi conmemoración es íntima y personal. Vuelvo a aquellas horas de mi preadolescencia con la misma nostalgia tontorrona e inofensiva que me despierta escuchar una canción de Los Pecos o ver un capítulo de Curro Jiménez. Mi padre comprando dos sacos de patatas por si acaso y José María García metiendo el micrófono al teniente general Aramburu Topete cual si fuera un ciclista al final de una etapa son mis recuerdos más vivos de ese día. Es curiosa la memoria.