Vicepresidente Jiménez

Antes de las elecciones del 22 de mayo, Roberto Jiménez, el rampante y trepante líder del PSN, obviaba el nombre de su presunta rival, Yolanda Barcina, y se refería a ella como “la señora”. Como suele ocurrir con tantas gracietas de campaña, cuando los votos estuvieron contados, al ingenioso vendedor de humo el chiste se le volvió calabaza. La “señora” chascó los dedos y llamó a su presencia a Jiménez para endiñarle una de esas ofertas que un partido en liquidación por derribo no se puede permitir el lujo de rechazar. Magnánima ella, antes de usarlo como felpudo durante la inminente legislatura foral, permitió que su futuro siervo tuviera unas migajas de gloria haciendo como que negociaba supuestas mayorías de progreso. El mismo timo que hace cuatro años, pero corregido y aumentado.

Es curioso, no obstante, que pese a la profunda huella que dejó aquella felonía, las tres fuerzas que ahora representan las ganas de aire fresco en Navarra volvieran a morder el anzuelo. Probablemente les pudo más la intensidad de su deseo que su capacidad de análisis. Alguien que te la da con queso la primera vez, la segunda te la pega con un calcentín, y más, como es el caso, si se trata de un tipo que desconoce voluntariamente la existencia de cualquier cosa parecida a unos principios. Desgraciadamente, salvo honrosas y contadas excepciones, es la clase de personas (más bien, de individuos) que se llevan el gato al agua en la política. La ideología es un lastre muy grande camino de la cima.

Habrá que reconocérselo como mérito. Cualquiera con media gota de pundonor que hubiera cosechado un fracaso tan bochornoso como el suyo, habría cogido el abrigo y estaría a esta hora conduciendo un quitanieves en Vladivostok. Él no. Él se ha colocado como palafrenero y a la vez mascota de “la señora”, con derecho a utilizar resmillería con el membrete de Vicepresidente del Gobierno más reaccionario del hemisferio norte.

Úriz frente al aparato

Cuando Roberto Jiménez, rampante líder del actual PSN, vino al mundo, José Luis Úriz ya había corrido unos cuantos encierros delante de los grises y tenía estrenado el certificado de penales. Va a tener bemoles que aquella criatura que, tras feliz infancia y escaladora juventud, se amorró al puño y la rosa por los oscuros tiempos de Urralburu, Otano y Roldán, firme el acta de expulsión del veterano militante. De hecho, los tiene ya que el pipiolo y no improbable futuro presidente foral ande poniendo de chupa de dómine al díscolo abuelete (lo escribo con respeto y cariño), y marcando, con perdón, aparato.

En ese feo y ambiguo vocablo está la clave de todo. Hace mucho tiempo que la ideología dejó de tener la menor importancia en un partido político. Eso es, como mucho, para los afiliados de base, que en lugar de cobrar, pagan, los muy tontorrones. En los peldaños de arriba se juega una timba con reglas diferentes. Ahí no hay ideas; sólo aparato, y que se mantenga perfectamente engrasado es vital para la supervivencia de los que han arribado -arribistas, la misma palabra lo dice- hasta la sala de máquinas del portaviones. Cualquiera con dos o tres principios está de más en un lugar así. Estrategas, tácticos, correveidiles, tránsfugas irredentos, zancadillistas, fontaneros, lamelibranquios, alfombras humanas y otros seres de sangre helada forman el bestiario eternamente dirigente. Y me apuesto la columna de mañana a que nueve de cada diez lectores tienen ahora en su mente un nombre de siete letras y un apellido de cuatro. Sólo Pío Cabanillas y el mismo Maquiavelo le pueden hacer sombra desde el más allá a ese que están ustedes pensando.

Expulsión y liberación

El entusiasta militante, por más quinquenios de cuotas pagadas que lleve, no tiene nada que hacer frente al aparatero profesional recién desembarcado. Y vuelvo al caso del correoso Úriz, nacido nada menos que en el número 70 de la madrileña calle Ferraz, sede de la PSOE Corporation, que va a ver cómo el advenedizo Jiménez le rompe el carné. “Estamos hartos de quijotismos”, ha dicho el joven y sobradamente arrogante secretario general en una tosca adaptación del legendario “El que se mueve no sale en la foto” de Alfonso Guerra.

Dicen de la disciplina inglesa, pero la que duele de verdad es la de partido. No hay grilletes que aprieten como unas siglas. Y eso es lo que se llevará por delante el rebelde de Villava, que en lo sucesivo podrá discrepar hasta de sí mismo sin tener que rendir más cuentas que las que le pida su conciencia.