Los dueños del balón

Desde el patio del colegio, los dueños del balón han hecho siempre lo que les ha salido de la entrepierna. En cuanto la pachanga se les ponía cuesta arriba o no les concedías penalti en un piscinazo, agarraban la pelota y se marchaban. Básicamente, esto de la pomposamente anunciada Superliga viene a ser lo mismo. Los señoritos del fútbol europeo se han cansado de alternar con la chusma y se han montado un chiringuito para uso y disfrute exclusivo. Y como ellos lo valen, se arrogan el derecho de quedarse en las competiciones que desprecian. Lo presentan, además, como un plato de lentejas que el resto de los clubs y las turbias instituciones comunes (lean UEFA, FIFA y federaciones estatales) tienen que tragar sin rechistar.

He leído y escuchado en las últimas horas incontables apelaciones al romanticismo y a los valores originales del deporte como argumento de oposición a la tocata y fuga de los aristócratas del balompié. Sinceramente, me parece que, además de un autoengaño, es una pérdida de tiempo y de energías ponerse sentimental. También es verdad que hablo desde la ventaja que supone en este caso ser un apóstata del opio del pueblo. Como acabo de constatar con la casi total indiferencia que me me ha provocado ver perder dos finales seguidas a mi equipo, este negocio ya no me hace sufrir.

Si se va, pues adiós

Sigo de refilón cierto serial sobre un futbolista que no acaba de irse ni de quedarse en el club en el que está desde que era una criatura. La cosa va, como poco, para tres meses. ¡La tinta y saliva que se habrán vertido sobre su marcha o su permanencia! Hay medios de comunicación que en un alarde del rigor que les caracteriza han asegurado en absoluta primicia lo uno y lo otro. Cuando ocurra lo que ocurra, que está al caer, según parece, correrán a proclamar que ya lo adelantaron, verán qué risa. O bueno, qué llanto, que esto hay quien se lo toma a la tremenda, y deja de comer el postre, se siente objeto de una traición imperdonable, víctima del mal hacer de los mandarines del equipo, o todo a la vez.

Quizá hubo una época en que yo mismo habría salido por idéntica petenera, pero gracias a los dioses, conseguí ya hace unas canas desengancharme (o solo desengañarme) de la farlopa balompédica. Tampoco les voy a decir que ahora ni me va ni me me viene el asunto, pero sí que no se cuenta entre mis principales motivos de preocupación. Pienso, de hecho, que ojalá todas las desgracias fueran como este pequeño baño de realismo para quienes se niegan a asumir que el romanticismo murió hace varias ligas. Mi animal mitológico favorito es el amor a los colores de los futbolistas. Y no lo anoto como crítica, sino como constatación del signo de los tiempos. Lo normal es que un chaval de 23 años con un futuro del carajo apueste por lo que entiende que es su carrera. ¿No haríamos todos lo mismo? Otra cosa, efectivamente, es que las formas no hayan sido las mejores, pero, oigan, el fútbol y la vida son así.