Casos leves, consecuencias graves

Miren a su alrededor. ¿Cuántos positivos o sospechosos de serlo tienen cerca, quizá empezando por ustedes mismos? Hablamos de 10.000 contagios diarios entre la CAV y Navarra, y de 100.000 ya en el conjunto del Estado español. No se libra nadie. Políticos, deportistas, actores y actrices, comunicadores y toda suerte de personajes públicos anuncian su diagnóstico en lo que empezó como un goteo y ahora es un torrente que no para de crecer. Incontables actividades dejan de realizarse no ya por precaución o en cumplimiento de las restricciones, sino directamente por imposibilidad material y, sobe todo, humana: quienes deben llevarlas a cabo están tocados por el virus. Hay sectores que no pueden dar servicio y otros a cinco, cuatro, tres, dos, un minuto del colapso, empezando por el sanitario.

Y ahí era donde quería llegar yo porque la gran cantinela de estos días es que la desmesura de la variante ómicron en cuanto a contagios no tiene su reflejo proporcional en ingresos hospitalarios y ocupación de UCI. Pero eso es una verdad a medias, o sea, el peor tipo de mentira. Puede, efectivamente, que no se llenen las camas ni de planta ni de las unidades de críticos con enfermos de covid. Sin embargo, el mero intento de atender a las miles y miles de personas que requieren una prueba y todo lo que ello conlleva tiene ahora mismo prácticamente bloqueado nuestro sistema sanitario público desde su puerta de entrada, que es la atención primaria. Una vez más, los grandes damnificados son quienes sufren patologías distintas del covid, que vuelven a quedarse en el banquillo porque simple y llanamente no hay manos para ocuparse de ellos.

Vacunar más o menos

Por enésima vez aparece el espíritu del gendarme de Casablanca: “¡Qué escándalo, aquí se juega!”. O lo que aplicado al caso viene a ser: “¡Qué escándalo, no se vacuna lo que nos habían prometido!”. Si no hubiera por medio una enorme tragedia, sería para despiporrarse de la risa. Hasta el que reparte las cocacolas sabe que, en caso de que el ritmo equivaliera a un pinchazo por dosis recibida, los mismos protestones estarían poniendo el grito en el cielo por la injustificable explotación semiesclavista del personal sanitario empleado en la inoculación. Los monopolistas de la ley del embudo siempre ganan. Toda situación y la contraria es susceptible de ser utilizada a su favor. Dense por jodidas las autoridades sanitarias. No acertarán ni vacunando más ni vacunando menos.

Ocurre que esto era previsible como los telefilmes dominicales de sobremesa. Cuando hace dos semanas se disparató la loca carrera de la vacunación, cualquiera que no padeciera la tendencia a engañarse en el solitario tenía claras algunas cosas obvias. Primero, que por muy preparada que estuviera la red pública, el curro recaería en unas espaldas ya sobrecargadas. Segundo, que ni con todo el oro del mundo se encuentra hoy más personal. Y tercero, que esta práctica no se aprende de un rato para otro. ¿Qué tal un poco de realismo?

Las donaciones de Amancio

Palabra que no dispenso gran simpatía por Amancio Ortega. Ni antipatía, ojo, que hay sarampiones que tengo muy pasados a estas alturas de mi vida. Sí es verdad que le valoro, porque yo también sé por experiencia lo que es la necesidad, su condición de pobre casi de solemnidad en los primeros años de su vida. Y por supuesto, las horas y horas de curro que se pegó cuando solo era un tipo que quería salir adelante. Ahí les gana por goleada a su legión de odiadores, que amén de no haber madrugado un puñetero día de su vida, ni se imaginan qué es no saber si vas a cenar mañana.

Me divierte a la par que me encabrona que sean estos seres de mentón enhiesto los que vuelvan con la martingala chochiprogre de las actividades filantrópicas del gallego podrido de pasta. Versioneándose una vez más a sí mismos, los campeones de la rectitud moral reclaman que la sanidad pública no acepte sus donaciones de carísimas máquinas para el tratamiento del cáncer. Sostienen, en su infinita sapiencia prepotente, que lo que tiene que hacer el baranda de Inditex es pagar todos sus impuestos. Ocurre que al hacer la cuenta, les sale la de la lechera y le atribuyen a Ortega una elusión fiscal del recopón. Tan cabestros han sido, que el gabinete de comunicación del Midas de la ropa low cost lo ha tenido a huevo para rebatir la letanía. El imperio de Arteixo apoquinó a las arcas españolas 1.700 millones de euros en 2019. Seguramente mejorables, mantiene 50.000 empleos. ¿Beneficencia? Me quedo con lo que leí a una querida compañera que también sabe, desgraciadamente, de lo que habla: ojalá tantos multimillonarios del fútbol sigan su ejemplo.

Hospital Alfredo Espinosa

Alabo el buen gusto, el tino y el sentido de la justicia de quienes eligieron a Alfredo Espinosa para dar nombre al nuevo hospital de Urduliz. Pocas figuras encarnan mejor la entrega desinteresada a los demás que el consejero de Sanidad del heroico gobierno de José Antonio Aguirre. Entrega hasta sus últimas consecuencias, pues como se sabe —o debería saberse—, el doctor Espinosa, miembro de Unión Republicana, dejó su vida en el paredón de la prisión de Vitoria a tres meses de cumplir 34 años.

Apenas dos horas antes de ser acribillado por las balas de sus captores franquistas, plenamente consciente de su destino, tuvo la presencia de ánimo de escribirle a su lehendakari y, sobre todo, amigo, una carta que es imposible leer sin que los ojos se humedezcan y sin sentir una profunda y genuina admiración. En esas líneas está el retrato de un hombre de una pieza y, de alguna manera, el de una generación irrepetible compuesta por servidores de lo público que nada tienen que ver con la frecuente canalla política actual, tan dada a la impostura.

Les invito a buscar la carta y a dejarse conmover por su contenido. Como anticipo, permítanme que comparta con ustedes uno de sus párrafos: “Dile a nuestro pueblo que un consejero del Gobierno muere como un valiente y que, gustoso, ofrenda su vida por la libertad del mismo. Diles, asimismo, que pienso en todos ellos con toda mi alma y que muero no por nada deshonroso, sino todo lo contrario, por defender sus libertades y sus conquistas legítimamente ganadas en tantos años de lucha. Que mi muerte sirva de ejemplo y de algo útil en esta lucha cruel y horrible”.

Derechos y privilegios

A 150 kilómetros, sigo con pasmo infinito el novelón del convenio-chollo de la Sanidad Pública navarra con la universidad privada y su clínica adosada. Con la Obra de san Josemaría hemos topado. O en palabras mil por mil pertinentes del portavoz de Geroa Bai, Koldo Martínez, con la médula de la Navarra católica, foral y española. Lo brutalmente revelador es que tal médula sea apenas un billetero. Por más que se engole la voz y se inflame la carótida, todo acaba siendo cuestión de pasta y, como síntesis, de unos sentimientos de superioridad e invulnerabilidad arraigados en el tiempo y amparados… hasta ahora (¡ay!) por los sucesivos gobiernos, santificado sea el quesito ya rancio de Miguel de Corella.

Humanamente, se comprende el cabreo de los trabajadores y las trabajadoras de la Universidad y la Clínica. No debe de ser fácil distinguir un privilegio de un derecho, sobre todo, cuando el momio viene de largo y a nadie se le ha ocurrido discutirlo. 30 años pagando la misma cuota que cualquier hijo de vecino y disfrutando de un servicio exclusivo porque la diferencia la apoquinaba el erario común. Ahí la igualdad ni está ni se la espera. Claro que lo más lisérgico, rozando lo insultante, es tener que lidiar con cuentas de la vieja que pretenden demostrar que la bicoca descarga la sanidad pública y, por tanto, los verdaderamente beneficiados son los pringadetes que la utilizan porque no les queda más remedio. Hace falta un enorme desparpajo para defender ese planteamiento. Por fortuna —y no hay mejor moraleja—, como otras que han ido cayendo desde junio, esta gran injusticia forma parte del pasado.

El negocio de la salud

Andamos tarde para salvar la sanidad pública. De hecho, me temo que ya hace mucho tiempo que la perdimos entre la grande polvareda, como cuenta el romance que ocurrió con el tal Don Beltrán en Roncesvalles. Puede que las privatizaciones que vienen sean las más salvajes y las más desacomplejadas en sus planteamientos, pero no son las primeras. Ni las segundas. Ni las terceras. Es más, si hacemos un recorrido histórico por los sistemas sanitarios públicos de nuestro entorno —digamos España, digamos sur de Euskal Herria—, veremos que aunque la titularidad y la gestión hayan estado en las administraciones, su modelo y su funcionamiento han atendido siempre a intereses privados casi al ciento por ciento.

No diré que no ha habido un cierto margen de maniobra para que los ministerios o las consejerías decidiesen sus políticas sobre salud. Sin embargo, las líneas maestras, que no eran precisamente rojas, venían y vienen marcadas por las grandes corporaciones. Son ellas las que dictan el tipo de medicina que se oferta (tremendo verbo, lo sé) hoy en día en esta parte del mundo, una en la que los pacientes han sido convertidos en clientes. Hasta las enfermedades y sus tratamientos parecen depender de modas que, a su vez, vienen determinadas por el puro negocio.

Esa es la palabra clave, negocio, porque estos poderosos entes controlan cada uno de los elementos que intervienen en el proceso. Son ellos los que suministran el carísimo equipamiento con el que nos diagnostican, que siempre tiene que ser el último que han puesto en el mercado. Por descontado, también son los proveedores de los fármacos que se nos recetan, a veces como si fueran caramelos. Aunque sean nuestros impuestos los que sufragan todo eso, no resulta muy apropiado seguir hablando de sanidad pública. Las manos que mecen la cuna son privadas, muy pero que muy privadas. Y a partir de ahora, sospecho, más todavía.