Lo mejor y lo peor

Prometo que cuando esta columna empezó a tomar forma en mi cabeza, la intención era, por una vez, fijarme en lo positivo. Centenares de ciudadanos que salen de casa de madrugada para donar sangre, bomberos que abandonan la huelga, sanitarios, policías (sí, policías, ¿qué pasa?) o personal de servicios de emergencias que aparcan sus vacaciones y acuden a echar una mano porque sí, hosteleros que organizan un banco de habitaciones para los familiares de las víctimas… Y cómo olvidar a mis compañeras y compañeros que tuvieron que contarlo luchando contra su condición humana —no imaginan lo jodido que es mantener a raya los sentimientos en situaciones así— y contra los elementos: precariedad general del oficio, verano, noche, víspera de puente, confusión indescriptible, ausencia casi total de fuentes fiables, portavoces mudos y otros que hablan de más, la presión de lo que ya ha sacado el de al lado. Ahí quería ver yo a los cátedros de periodismo que, en pijama y con una cerveza al lado, se pusieron a impartir lecciones y soltar doctas collejas. Pena que no se les comiera el smartphone o la tableta un cerdo.

Fueron esos toreros de salón los primeros que cambiaron lo que pensaba escribir. Luego llegaron las condolencias con sigla e ideología en estandarte, donde uno no sabía si destacaba lo patético o lo miserable. Más o menos en la misma ola, acudieron los pescadores de río revuelto y los arrimadores de ascua a la sardina propia en dos bandos diferenciados, los que daban fe de que la culpa la tenían Rajoy y la troika y los que porfiaban que si no hubiera sido por Mariano, nadie habría salido con vida de los vagones. Aún quedaban los expertos en seguridad ferroviaria, que curiosamente son los mismos gurús que nos adoctrinan sobre Bárcenas, la prima de riesgo o la madre que nos parió.

Mi enseñanza es que, efectivamente, las tragedias sacan lo mejor que tenemos. Y por desgracia, lo peor.