Unos buenos servicios sociales

Pésimas noticias para los contumaces cofrades del cuantopeormejorismo y para los aventadores de las mil y una plagas que presuntamente padecemos en esta esquinita del mapa peninsular. Según un documentado estudio elaborado por un amplio grupo de cualificados técnicos, la CAV cuenta con los mejores servicios sociales del estado español, con una nota final de 7,95, una vez analizados 25 indicadores. La segunda en la clasificación es Nafarroa, con solo 5 centésimas menos. A partir de ahí, vemos una notable brecha respecto a la tercera (Asturias, con 6,2) y unas diferencias que se van ensanchando hasta lo grosero en relación a las últimas del pelotón, que son Canarias, Murcia y, qué cosas, Madrid, todas por debajo del 3,5. Queda claro, por lo que toca a Ayusilandia, lo que implica ser un paraíso fiscal no declarado: las festejadas bajadas de impuestos se traducen en inversiones ridículas para lo social. Pero esa es la esencia del ideario del partido que lleva 26 años gobernando en aquella comunidad.

Volviendo a lo nuestro, que es lo que nos interesa, la excelente nota no debe llevarnos, desde luego, a la autocomplacencia ni al ombliguismo. El mismo informe señala también los campos de mejora, y sobre ellos habrá que aplicarse, sin descuidar el mantenimiento del buen nivel general. En todo caso, no podemos dejar de sentirnos satisfechos al ver que el esfuerzo por atender a las capas más vulnerables de nuestra sociedad se refleja en evaluaciones externas como esta de la que hablamos. Las buenas intenciones no son nada sin el refrendo de los datos, como ha sido el caso. Y a quien le pique, que se rasque.

Rotherham y los canallas

Rotherham, ¿les suena? Es bastante probable que no, a pesar de que lo que se ha sabido que ocurrió en esta ciudad inglesa durante 16 años constituye una inconmensurable ignominia que, en condiciones (medio) normales, habría sido noticia de apertura prolongada y material de abasto prioritario para tertulias y columnas. Estamos hablando —es decir, deberíamos estar hablando— de 1.400 menores sistemáticamente violadas, secuestradas, prostituidas, torturadas y vendidas por un puñado de libras. En un lugar del presunto primer mundo, en la llamada sociedad de la información, y prácticamente a la vista pública. Pero ni las autoridades políticas, ni la policía, ni los servicios sociales movieron un dedo. Tampoco, oh sorpresa, las beatíficas ONGs. Las víctimas que, venciendo el pánico, se atrevieron a denunciar lo que les habían hecho fueron tratadas de busconas o, en el mejor de los casos, de adolescentes fantasiosas. Las mandaban a casa advirtiéndoles sobre las consecuencias que podría tener abrir la boca. A las amenazas de sus extorsionadores se unían las de los representantes del sistema que supuestamente velaba por ellas.

Si no tenían conocimiento previo de la tremebunda historia, se estarán preguntando dónde estaban los —¡y las!— apóstoles del discurso de género, con su soniquete del empoderamiento y sus diatribas de la sociedad heteropatriarcal. Se lo desvelo: estaban y están echando tierra a todo esto. Aunque las víctimas pertenecían a la comunidad paquistaní, sus victimarios, también. Compréndanlos, no querían pasar por racistas. Era (y es) preferible guardar silencio. Cómplice, naturalmente.

Líneas rojas

Cuando oigo hablar de líneas rojas, es decir, una media de seiscientas veces al día, se forma en mi cabeza la imagen mental de la cancha del polideportivo de mi barrio. Menudos cristos me montaba entre el galimatías de demarcaciones superpuestas. No había forma de saber si tu colosal internada por la banda discurría verdaderamente dentro de los límites del campo de futbito o si echabas el bofe inútilmente por el terreno dispuesto para el balonmano, el basket, el voley o el tenis. Me da que hoy vivimos instalados en la misma confusión de lindes, con el agravante de que no nos jugamos unas cañas, como en aquellas pachangas entre amigos, sino algo de bastante más enjundia.

Cierto que también cabe pensar que es un caos voluntario y que no hay la menor intención de clarificar qué diablos queremos decir con la manida expresión. Es muy cómodo refugiarse en los sobreentendidos. Si gobiernas, quedas de cine prometiendo no traspasar la frontera maldita bajo ningún concepto, aunque tienes el inconveniente de que casi nadie te va a creer. Si estás enfrente, la cosa se pone mejor porque ni la realidad ni las arcas vacías te van a suponer un obstáculo a la hora de reclamar con voz grave y hueca el respeto a las sacrosantas líneas rojas.

Donde a unos y a otros les entran los titubeos y el oscurantismo es a la hora de entrar en detalles sobre lo que es y deja ser auténticamente intocable. Se conforman con ideas vagas y mantras resultones: la sanidad, la educación, los servicios sociales, el empleo público. Irreprochable en teoría. Sonar, desde luego, suena muy bien. De hecho, es lo que cualquiera quiere escuchar, ¿pero nadie se atreve a concretar un poco más? Más que nada, porque toda esa retahíla representa exactamente lo que ya teníamos. Y sabemos que no es posible mantenerlo en su integridad, ¿verdad que? Tal vez debería haber empezado por esta ingenua pregunta cuya respuesta, sospecho, es que no.

Luis Miguel pernocta al raso

Los números ocultan las caras, los nombres y las historias que hay detrás. Mil setecientos parados más en Euskal Herria en septiembre hasta sumar 172.000. Cuatro millones en el conjunto del Estado. No es un buen dato pero tampoco es tan malo, dice la anunciadora de las cifras, seguramente sin la menor mala intención y hasta con una calculadora científica de esas que nunca aprendimos a usar los de letras y un puñado de fórmulas macroeconómicas que podrían demostrar que tiene razón. Unas gráficas en colorines con sus parábolas y sus letras griegas bien puestitas serían capaces de probar que vamos camino de la recuperación.

La pena es que no pueda tirar de esa aritmética etérea y milagrosa un hombre llamado Luis Miguel Santamaría. Hasta junio vivió -es decir, sobrevivió- de la ayuda de 420 euros que este paraíso del bienestar limosnea a quienes han agotado la prestación por desempleo. Cuando perdió incluso eso, se quedó también sin techo y no tuvo más opción que coger cuatro mantas y refugiarse, junto a su hijo adolescente, en la única propiedad que le quedaba, un desvencijado coche granate aparcado en Sestao. Ahí pasaron el verano y tal vez podrían haber seguido hoy en el utilitario-patera de no ser porque las eficientes autoridades municipales tomaron cartas en el asunto. ¿Procuraron a Luis Miguel y a su hijo un lugar más digno donde pernoctar? Más bien no. Precintaron el destartalado vehículo y lo retiraron de la vía pública. Todo, por supuesto, con arreglo a la normativa legal vigente.

Incómoda realidad

Comprendo lo desasosegante que es leer esta historia en compañía de un cortado y un croasán a la plancha con mermelada, pero forma parte de la misma realidad por la que transitamos todos los días. No era mi voluntad ponerles mal cuerpo ni hacer que se sintieran culpables -no lo son, por descontado- o despertarles la angustia que da pensar que basta con que vengan mal dadas durante tres o cuatro meses para caer en una pesadilla como la que viven Luis Miguel y su hijo. Tampoco pretendía llamarlos a las barricadas.

Sólo quería -y no es la primera vez que lo intento en esta columna- llamar su atención sobre lo que se esconde tras esas cifras con las que hacemos malabares en los medios de comunicación. Ni más ni menos que personas. Algunas, como el protagonista del episodio que les acabo de narrar, terminan durmiendo al raso porque la autoridad municipal es implacable con los vehículos indebidamente aparcados en sus dominios e insensible hacia los verdaderos problemas de sus vecinos.