Subir cotizaciones, solo un parche

Veo con estupor que el gobierno español y los dos grandes sindicatos del Estado celebran por todo lo alto el acuerdo para subir la cotización a la Seguridad Social. Debo de estar perdiéndome algo porque no se me ocurre ningún motivo para el festejo. Sé que me aparto de la doctrina oficial, pero este presunto éxito no deja de ser justo lo contrario: el reconocimiento de un fracaso. Si hay que venir ahora con esta derrama de urgencia es porque el sistema hace aguas. Se ha pulido lo ahorrado en los lejanos años felices y nos disponemos a rellenar una hucha insaciable como aquellas calderas de los primeros ferrocarriles. Lo peor es que hasta quienes ahora muestran tanta satisfacción saben que se ha sentado un peligroso precedente. Este pan de hoy será hambre de mañana y miseria de pasado mañana. Cada vez que la alcancía vuelva a vaciarse, se echará mano del mismo recurso: dar otra vuelta de tuerca a las cotizaciones.

Y sí, ya sé que en esta parte es donde viene el argumento definitivo de los diseñadores de castillos en el aire, a saber, que la mayor parte de la subida corre a cargo de las empresas. Sin entrar en mayores consideraciones ni subirme a la parra neoliberal, cabrá explicar que no todas las empresas tienen la misma capacidad para hacer frente a estos pellizcos. Y no hablo de negreros y precarizadores de empleo contumaces, sino de pequeños o medianos negocios que ya van al límite. Mucho cuidado, no sea que hagamos un pan con unas tortas. Por lo demás, se sigue dando la espalda a una realidad que está perfectamente diagnosticada: solo con cotizaciones el sistema de pensiones no se sostiene. Hay que buscar la alternativa.

Después de los ERTE

Hay cosas que no han cambiado en estos quince meses de agonía pandémica que acumulamos. Cada vez que llegaba la fecha límite de vigencia de los ERTE, el gobierno español, los sindicatos y la patronal se entregaban a la misma coreografía. Las negociaciones para la prórroga se rompían y se retomaban media docena de veces hasta que, justo con el plazo a punto de vencer, se alcanzaba el acuerdo. En el fondo, todos sabíamos, incluidos los participantes en la ceremonia, que se trataba una especie de combate fingido, puesto que no cabía otro desenlace que la renovación. Y así ha vuelto a ser en esta ocasión, donde todas las diferencias han quedado aparcadas ante lo evidente: la alternativa era peor para todas las partes. El resultado es el alivio para los afectados y una nueva fecha en el horizonte, el 30 de septiembre. Menos da una piedra, pero hay una pregunta que casi nadie se atreve a formular en voz alta: ¿Cuántas veces más se pueden prorrogar los ERTE? Hay quien sostiene, desde el conocimiento de los entresijos del mercado laboral, que ya se ha sobrepasado el tope.

Nadie niega las bondades de la medida y su contribución a limitar los daños del desastre causado por el virus. Ha sido un mal menor muy efectivo. Sin embargo, también resulta evidente que su aplicación generalizada ha enmascarado la realidad. O dicho en términos más crudos, se tiene la constancia de que muchas empresas no van a poder afrontar la vuelta de todos sus trabajadores en ERTE. Otras han descubierto que pueden funcionar con un tercio menos de la plantilla. Bienvenida, en todo caso, la nueva prórroga. Pero se impone buscar una solución más estable.

Pues otra más

Las huelgas generales en mi país son previsibles de cabo a rabo, y la de ayer no ha resultado excepcional. Aseguran los convocantes que fue un éxito apoteósico. Al otro lado, gobierno, patronal y esta vez también las muchas organizaciones incluso de izquierdas que no se han sumado pregonan que ha sido un fiasco del quince. La cuestión es que es inútil tratar de explicarles a estos y a aquellos que ni tanto ni tan calvo. Como en tantas cosas por estos y otros lares, el asunto va de construirse la realidad al gusto y/o de acuerdo a los intereses.

Empezando por mi, no tengo empacho en confesar que probablemente mi sensación de que la movilización se quedó en gatillazo tiene que ver con mis juicios previos, o sea, con mis prejuicios, siguiendo la etimología de la palabra. Por lo demás, la cosa creo que fue literalmente por barrios. En mi pueblo, Santurtzi, sin ir más lejos, Kabiezes y el centro lucieron prácticamente como cualquier otro día, mientras que en Mamariga predominaban las persianas bajadas. Puro retrato sociológico, supongo.

En cuanto al temor que anoté aquí el otro día sobre el derecho a parar y el derecho a no parar, me temo que hay pocas dudas. No entenderé jamás que si estás convencido de que tu causa es justa, tengas que coaccionar a los demás para que se sumen en lugar de esperar que se apunten voluntariamente. Paradojas, digo yo, como lo es también la encendida proclama a favor de la huelga no ya del tipo de bolsillo desahogado que les conté en la columna anterior, sino de un millonario con todas las de la ley que aprovechó para colarnos como heroico seguimiento del planto el día de descanso de su club.

Modorra sindical

Primero de mayo, y serenos. Probablemente, demasiado serenos. Calma chicha, se diría. Desde hace mucho, este día se ha convertido en casi nada entre dos platos. Un poco de color, media docena de gritos que no se renuevan desde la reconversión que nos atizó Felipe Equis, y las encendidas declaraciones de fondo de armario. Miren que en lo más crudo de la cruda crisis hubo una oportunidad para salir del adocenamiento. sacudirse el polvo, comprender que estamos en el tercer milenio y tomar un nuevo rumbo.

Lo escribo, por supuesto, desde el escepticismo más absoluto. Si la refracción a la autocrítica (no digamos ya a la crítica de terceros) acompaña de serie a personas y organizaciones, en el caso de los sindicatos, hablamos de una marca indeleble de identidad. Y no será porque ahora no tienen fácil el ejercicio de introspección. Les bastaría pararse a pensar cuánto han tenido que ver en los dos fenómenos de movilización social más amplios e interesantes a los que estamos asistiendo, el de las y los pensionistas y el de las mujeres. Si bien no se puede asegurar que han sido ajenos del todo, su papel ha resultado casi testimonial. Han ido a rebufo, y en más de un caso, provocando el malestar de los convocantes originales y no pocos de los asistentes.

Por descontado, siempre será mejor que haya sindicatos a que no los haya. Siendo justos, habrá que reconocer que también encontramos ejemplos recientes de conflictos que han tenido un desenlace medianamente aceptable. Otra cosa es que un vistazo a esas situaciones lleve a una conclusión terrible: entre la clase obrera también hay clases, valga el contradiós.

El ejemplo de los viejos

Enorme lección de dignidad de las personas mayores. Han llenado el asfalto del que tantas y tantas mareas se habían ido retirando desde aquellos tiempos nada lejanos en que nos prometían no sé qué estallido social y no sé cuál estrepitoso derrumbamiento del sistema. No es improbable que de aquí a unas vueltas de calendario, ocurra lo mismo con estas protestas que hoy ocupan las portadas y las tertulias. Pero que les vayan quitando lo bailado a quienes han conseguido volver el foco sobre ellos después de años de ninguneo y desprecio.

Ya están tardando las peticiones de perdón de la panda de oportunistas que estos días, y particularmente ayer, se les pegan como lapas para salir en una foto. Hay que tener el rostro de mármol negro de Markina para sumarse a la fiesta después de haber acusado a los viejos de ser el freno que impide la victoria en las urnas de las fuerzas redentoras. Repasen lo que se ha dicho y escrito tras las últimas citas electorales, y verán cuántos de los actuales abrazadores de abuelitos les deseaban que la fueran diñando.

Y para los aguerridos dirigentes sindicales, igual de obediencia tiria que troyana, negociadores o confrontadores, una peineta como la de los carteles que exhibían los manifestantes. Sabemos lo que han hecho en los últimos cien otoños calientes: pasar un kilo de quienes técnicamente habían dejado de ser trabajadores y, en consecuencia, de pagar las cuotas de afiliación. Claro que de sabios es rectificar. Tienen toda la vida por delante, pero empezando hoy mismo, para concentrar sus esfuerzos de lucha en los pensionistas que son y en los que ojalá lleguemos a ser.

426 euros

La España de Los santos inocentes no pasa de moda. Qué magnánimos son los señoritos del cortijo, que en vez de gastárselo en aeropuertos sin aviones o juguetes de matar, dan una limosna a esos menesterosos que para no ofender la sensibilidad de los castos y pacatos llaman “parados de larga duración”. 426 euros al mes hasta junio, a ver si pican, y en mayo florido estos desgraciados echan en la urna la papeleta correcta. Populistas, ya saben, son los otros. Los dueños del trigo no tienen que predicar; les basta soltar unos granos en el suelo y convocar a las gallinas: pitas, pitas, pitas…

¡Ayuda! Nos colocan como ayuda un miserable aguinaldo durante medio año que, para colmo, ni siquiera llegará a la inmensa mayoría de sus teóricos destinatarios. De entrada, despídanse los parados de las demarcaciones autonómica y foral de Euskal Herria, porque el óbolo es incompatible con los respectivos sistemas de protección básica. Eso viene en la letra pequeña, junto a dos docenas de excepciones que limitan hasta el mínimo el número de posibles beneficiarios.

Lo tremendo, aunque no sorprendente a estas alturas de la claudicación sindical impúdica —¿o se trata de venta sin matices?— es ver en la foto del acuerdo las jetas de los barandas de UGT y Comisiones Obreras, más sonrientes incluso que Rajoy, Báñez y la dupla patronal, compuesta por Rossel y su antagonista Garamendi. Si esos son los agentes sociales, mejor no saber cómo serán los antisociales. En los días en que estamos, la imagen ilustraría perfectamente un christmas: Méndez y Fernández Toxo, qué pena y qué rabia tan grandes, posando en su pesebre.

Un gran éxito

La huelga general del pasado jueves fue un gran éxito… mayormente para las organizaciones patronales y para los gobiernos. Esta vez no tuvieron que hacer malabares con los datos ni esconder las fotos. Es probable que ni en sus cálculos más optimistas contaran con una respuesta tan escasa o si lo prefieren, tan desigual, según el eufemismo acuñado por un medio proclive a la causa. Mentira no era, desde luego: entre lo viejo de Donostia cerrado casi a cal y canto y la normalidad rayando lo insultante del centro de Bilbao cabe un mundo de interpretaciones. Allá cada quien con las trampas que decida hacerse en el solitario.

Comprendo que ni humana ni estratégicamente es esperable que las centrales que convocaron este paro a todas luces fallido salgan a la palestra y reconozcan que quizá hicieron un pan con unas hostias. Sería un regalo muy grande para los que esperan desde enfrente la debacle definitiva del sindicalismo y un castigo al amor propio nada conveniente cuando la moral está como está. Sin embargo, de puertas adentro y con la cabeza fría, parece razonable que se debería plantear de una vez la espinosa cuestión de la eficacia de la huelgas generales. O mejor, de cada huelga general. No en el vacío, no en el pasado, no en el futuro lejano, sino aquí y ahora, que son el lugar y el momento donde la acción cobra sentido.

Reflexión, algo tan viejo, si bien poco usado, como la propia lucha, de eso se trata. Sin enrocarse, sin encabronarse, sin ceder a la tentación de ver enemigos en cada sombra, en cada frente que no asienta con fruición. Bastante dividida viene de serie la otrora clase obrera como para seguir cortándola en rodajas. En este punto hago notar que muchos de los que el otro día se quedaron al margen no lo hicieron por el miedo inducido que suele citarse como factor desmovilizador, sino como fruto de una decisión consciente y meditada. Eso, digo yo, debería dar qué pensar.