Qué miedo

Hoy sí que no puedo negarlo. Esta es la columna de un cuñado. Escribiré sobre lo que no sé. Peor que eso, seguramente lo haré desde los prejuicios alimentados por el miedo. Confieso que es todo lo que hallo al palparme los bolsillos del alma: un canguelo creciente como el que a mi abuela le hacía llevarse las manos a la cabeza mientras se preguntaba adónde vamos llegar.

Pues les traslado tal cual la pregunta: ¿Adónde vamos a llegar (o sea, adónde hemos llegado ya) si en un abrir y cerrar de ojos es posible montar un desaguisado del carajo en los sistemas informáticos de gobiernos y multinacionales de todo el mundo? Lo nombro así, desaguisado, porque no tengo ni pajolera idea de la palabra más adecuada, al igual que se me escapan todos los detalles fundamentales del asunto. Y no será porque en las últimas horas no he leído y escuchado a individuos presentados por mis colegas plumillas como expertos en la materia. En general, todos (sí, la mayoría hombres) sonaban la mar de solventes, pero al traducir sus palabras, el mensaje venía a ser que lo mejor es que vayamos rezando lo que sepamos porque lo del viernes fue un menú-degustación.

Imposible no agarrársela llorona y filosófica ante tal panorama. Tanto esfuerzo, tanta pasta, tanto discurso engolado sobre la seguridad, y resulta que un grupo por lo visto no muy numeroso de tipos que ni siquiera sabemos si son malvados, guasones o buenos samaritanos, demuestra que somos vulnerables como gatitos recién nacidos. Según nos cuentan, de propina, para llegar al tuétano de la Bestia les bastó un agujero del mismo Windows que usted y yo usamos todos los días.

El fin del sistema

Vuelvo de unas vacaciones de diez días disfrutadas a partes casi iguales en un pequeño pueblo que no sale en ninguna guía y en una gran capital turística. En ambos lugares y en los respectivos viajes de uno a otro más el de regreso a mi casa —dos mil kilómetros en total— me he encontrado con hordas de seres humanos de amplísimos bolsillos. Allá donde mirara, corrían con igual alegría las modestas rondas de vermú con tapa incorporada que las prohibitivas comandas de combinados alcohólicos acompañadas de generosas raciones de gambas o ibéricos. Y no era solo una cuestión del sector hostelero. Ante cada caja de cada local comercial abierto he visto interminables colas formadas por individuos que aguardaban a que les cobrasen, y no precisamente a precio de ganga, toda clase de quincallería de quinta, sexta o séptima necesidad. Teniéndome por un tipo austero por lo general, debo confesar que yo mismo he participado de esa ligereza de cartera con un levísimo, apenas imperceptible, sentimiento de culpa.

Mientras derrochaba y (sobre todo) contemplaba cómo derrochaban los demás, me rascaba la cabeza pensando en lo poco que se parecía el brutal espectáculo consumista que se desplegaba a mi alrededor con el paisaje lunar que me pintan una y otra vez en algunos medios y no digamos en las redes sociales. ¿Esta es la crisis sistémica, la antesala de la muerte inminente del modelo-que-nos-ha-traído-hasta-aquí, los postreros estertores del malvado y alienante capitalismo antes de dar paso a un nuevo orden requetejusto y megaigualitario que lo flipas mazo? Joder, pues yo no lo diría. Pero quizá esté equivocado.

El fin del sistema

Como el abuelo de Víctor Manuel, me he sentado en el quicio de la puerta —en mi caso, con el pitillo encendido entre los labios— a ver pasar el cadáver del bipartidismo, y creo que tres cuartos de hora después, el del sistema político español en pleno, incluyendo la monarquía de reestreno. Lo están aireando a todo trapo en los dos canales de teleprogre, entre anuncios de coches, colonias para machotes y el ultimísimo grito en cachivaches tecnológicos. Debe de ser que los publicistas y las empresas que hay detrás son la recaraba de la estupidez y venden su mercancía entre los que los quieren tirar por el barranco de la Historia. O a lo peor es justo lo contrario, que son bastante más avispados que la media, y saben que ahora mismo los bolsillos más desahogados y los caracteres más antojadizos se concentran en la audiencia de esos programas. El tiempo nos dirá si se están haciendo el harakiri o, como ha venido siendo desde que existe el capitalismo, si están cubriendo el jugoso nicho de mercado de los antitodo de pitiminí. “Moda punk en Galerías”, cantaba ya hace treinta años Evaristo, bañado a lapos por un público que hoy solo esputa (con perdón) cuando se lo manda el médico para unos análisis.

¿Por dónde iba antes de perderme en digresiones inútiles? ¡Ah, sí! Peroraba sobre la inminente vuelta a la tortilla de la que seremos testigos privilegiados y felices, según los que leen el porvenir en los posos del gintonic. A la casta, sea eso lo que sea, apenas le queda teleberri y medio. Será sustituida por un ejército de seres angelicales que nos inundarán de pan, amor y fantasía. Qué maravilla.

Épica de la violencia

Siento que me han pillado a contrapié. Mientras en esta parte del mapa llevamos unos años —no sabría decir cuántos— inventando un discurso deslegitimador de la violencia, un poquito más abajo, bastantes de los que nos miraban con desdén porque a la mínima se liaba parda en nuestras calles parecen haber descubierto la taumaturgia de las piedras y los contenedores ardiendo. Sin recato ni rubor, se proclama que a un sistema que no escatima precisamente en el uso de la fuerza hay que darle donde más le duele y devolverle cada golpe con otro golpe. Cualquiera que haya renovado varias veces el carné recordará ambos eslóganes, quiénes los aventaban y qué se solía decir al respecto. Con la suficiente perspectiva y una abundante relación de hechos tasados y testados, también podemos comprobar la nula eficacia de todo aquello. Al contrario: si nos está costando tanto salir del berenjenal es, en buena medida, porque no se puede arreglar de un día para otro lo que se ha jodido durante décadas.

Claro que a ver quién es el valiente que se lo explica a los que celebran exultantes la paralización del proyecto urbanístico aberrante de Gamonal. Con toda la razón del mundo, argumentarán que lo que no hubieran conseguido mil concentraciones pacíficas ha sido posible gracias a las imágenes de lunas rotas, barricadas incendiarias e intercambios de adoquines por porrazos. ¿O hay alguien tan cínico como para sostener que el alcalde ha dado su brazo a torcer al comprender súbitamente que su plan (o el de su amo) no contaba con el respaldo popular?

La lectura automática y sin filtrar de este episodio es que el modo de conseguir lo que el poder niega al sentido común es a hostia limpia. Y si hacen falta padrinos intelectuales, se cita a Chomsky, que desde un mullido sillón afirma que la violencia nunca surge de la nada. El problema es que eso también es aplicable a la violencia del represor, que tiene más fuerza.

Protestar en bolas

La protesta es el qué, pero también el cómo. En no pocas ocasiones, las formas secuestran al fondo y las causas justas se van a la quinta fila. Un ejemplo muy claro, Femen, cuyo activismo folclórico y, sobre todo, muy visual, rellena minutos de telediario que acaban siendo tan intrascendentes como los que se dedican al heroico rescate de un gatito que se había subido a un sauce llorón. En la mente del espectador —y sí, también de la espectadora— lo que quedan son las tetas al aire. Los mensajes que pretendieran comunicar hacen mutis, si no provocan el sonrojo incluso de los más partidarios. ¿Qué inmensa chorrada es esa de que el aborto es sagrado? ¿Sagrado? Mira que hay palabras en el diccionario y tienen que elegir justamente esa. Buena parte de lo que nos pasa tiene su base en la puñetera manía de sacralizar a troche y moche, que es una especialidad, por cierto, de quienes han creado y sostienen el orden que dicen combatir las reivindicadoras sin camiseta. Como tantas veces, el sistema se come con patatas a los antisistema, que ni aun en el tracto digestivo de la bestia se dan cuenta de que se los han zampado.

No, Femen no le hace ni cosquillas al estabilishment, que se las toma a chunga, igual cuando las encarcela en sus geografías de origen que cuando las convierte en anécdota divertida o moda en los estados de más acá del antiguo muro a los que han extendido sus ingenuas performances. Quien dice ingenuas, dice antiguas. Según se cuenta, lo de montar el cirio en pelota picada ya lo inventó Lady Godiva allá por el siglo XI. Mucho después, pero en una época que se diría el pleistoceno, llegó el streaking, con efectos tan letales como una infame película al respecto dirigida por José Luis Sáenz de Heredia y protagonizada por Alfredo Landa. Todavía hoy, ucranianas aparte, se sigue usando la anatomía descubierta como reclamo. Luego nos quejamos de la cosificación del cuerpo, claro.

¿Crisis sistémica?

Warren Buffett, un tipo que tiene el riñón forrado con más de cincuenta mil millones de dólares, concede que la humanidad está inmersa en una lucha de clases. Sería todo un detalle y hasta un motivo para la esperanza, si no fuera porque inmediatamente después añade con suficiencia y cinismo que es la suya, la de los que nadan en pasta, la que va ganado la contienda por goleada. Al otro lado de la acera ideológica, económica y ética, Julio Anguita es aun más cenizo y certifica la derrota sin paliativos de la clase obrera. Bien es cierto que, inasequible al desaliento y genéticamente peleón, el viejo profesor anima a pedir la revancha y a jugarla con la inteligencia que ha faltado en el siglo y pico anterior.

Por pura tozudez, me apunto a esa filosofía, aunque si lo que tenemos a la vista son los compases iniciales del nuevo partido, me temo que ya vamos palmando de nuevo. Ni siquiera creo que sea pesimismo vaticinar el vapuleo definitivo. De esta volvemos a los economatos, las alpargatas con agujeros y el cuarto de socorro de beneficencia. No todos, claro. Se librará la cantidad mínima de productores-consumidores necesaria para que siga rulando el Sistema.

¿Cómo que el Sistema? ¡Pero si nos han dicho que el puteo incesante que padecemos es el síntoma inequívoco e incontrovertible de que las oprobiosas cadenas están a un cuarto de hora de saltar! ¡Si hasta unos tales Krugman y Stiglitz, que tienen sendos premios Nobel de Economía como dos soles, juran que esto no es una crisis de chicha y nabo sino una señora crisis sistémica del carajo de la vela! El malvado gigante capitalista se derrumbará sobre sus codiciosos pies de barro, víctima de sus propias contradicciones, como anunciara el profeta Carlos Marx. Sí, no cabe duda. Va a ser exactamente así. No hay más que ver la tremenda preocupación del citado Buffett y los congéneres que lo acompañan en la lista de megamillonetis de Forbes.

Protesta, que les joroba

Suelo llevar en la cartuchera, siempre listo para desenfundar, un discurso entre cínico y resabiado que corta como una navaja de Albacete vacilones reivindicativos. Básicamente se trata de tirar de memoria histórica para recordar que incluso las que ya se han hecho son revoluciones pendientes. Las bellas consignas se las lleva el viento y, al final, suele tocar volver a la miseria cotidiana con la pancarta entre las piernas. El cabrón del Sistema es tan grande que hasta tiene unos discretos bolsillos interiores para albergar a los antisistema, muchos de los cuales van saliendo de ahí por su propio pie según renuevan el carné de identidad o aprueban oposiciones. Andando el tiempo, a algunos te los encuentras poniendo ojitos de yonohesido en carteles electorales que chorrean photoshop.

¿Lo ven? Sin querer, ha vuelto a salirme el pinchaglobos en que nos hemos convertido por despecho bastantes de los que no encontramos la playa bajo los adoquines. Y no, esta vez no era mi intención largarme la clásica perorata paternalista de rebotado de viejas barricadas sobre las miles de personas que se están echando a las calles estos días al grito de “¡Democracia real ya!”. Todo lo contrario. Pretendo dejar constancia de mi respeto y mi admiración hacia cada una de ellas. Para mi no son ni perroflautas, ni ilusos, ni borregos manipulados, ni cualquiera de las mil etiquetas que les están calzando los que les miran con el fastidio de los señoritos que no soportan que un descamisado se apoye en la carrocería de su BMW.

Los aguafiestas pronostican que no conseguirán nada. No es cierto. Por de pronto, ya han triturado las teorías que sostenían que aquí no se movería nadie. Tal vez no hayan llegado a poner de los nervios a los dueños del balón, pero sí los han incomodado lo suficiente como para hacerlos balbucear melonadas -¿eh, López?- en sus mítines. Y han logrado también que pensemos. Por ahí se empieza.