El enfado de los soberbios

Lo escribió ayer Daniel Innerarity en Twitter: “Cuanto peor sea tu opinión del adversario que te ha ganado más estúpida es tu derrota”. Poco tardaron en saltar como resortes decenas de individuos que se habían dado claramente por aludidos o, directamente, por ofendidos. Más modestamente, a este servidor le había ocurrido algo similar por anotar que no me parecía una gran estrategia tachar de fascistas e ignorantes a las personas cuyo voto se aspira a conseguir. La mayoría de las enfurruñadas respuestas deseaban los peores males a quienes habían optado por la papeleta del PP en las elecciones del martes. Estamos hablando, ojo, de uno de cada dos votantes madrileños.

Y por los mismos cerros rencorosos transitaban buena parte de las reacciones de los perdedores, que no salían del bucle del trumpismo, la campaña sucia orquestada por los poderes fácticos y, una vez más, la vomitona superiormente moral contra la plebe palurda que se deja engañar. “Los que ganan 900 euros y votan a la derecha no me parecen Einstein», llegó a aullar Juan Carlos Monedero, que se presenta (y cobra un pico por ello) como fino analista político. Ese es, por desgracia, el nivel intelectual de pozo séptico que quizá explique en parte el apoteósico triunfo de Díaz Ayuso y en el mismo viaje, el tortazo sideral de los soberbios.

Patada en la puerta

No hay discusión. Una patada en la puerta es de lo más antiestético. Peor que eso: es abiertamente contraria a las garantías jurídicas más primarias. O directamente un atentado a los derechos básicos. Incluso mentes obtusas como la mía lo entienden y hasta lo defienden. También es verdad que ahí se acaban mis certezas y comienza mi proceloso mar de ignorancias. La primera de ellas es obvia y presumo que compartida con muchos lectores: si lo escrito es así, ¿qué sentido tiene dictar normas de lucha contra la pandemia que atañen a lo que ocurre en el interior de los inexpugnables domicilios, moradas, residencias, aposentos, quelis u hogares?

Quiero decir que parece que sirve de bien poco prohibir reuniones de no convivientes —da igual para jugar al parchís que para correrse un fiestón multitudinario—, si no hay modo práctico de llevar a cabo la disposición. En el mejor de los casos, estamos abocados a imágenes delirantes como la de varias patrullas de la Ertzaintza haciendo vigilia durante horas en un convento de Derio hasta que los participantes de un sarao etílico sin mascarillas ni distancia tuvieron a bien salir. ¿Es lo que cabe hacer ante cada una de las incontables juergas a puerta cerrada que se celebran a diario? Pues asumamos que tenemos un problema muy gordo en la lucha contra el virus.

Después de Trump

Maldito escepticismo crónico. Quiero unirme al entusiasmo general por el relevo en la Casa Blanca, pero apenas me sale una triste mueca de algo parecido a alivio por el descabalgue de Donald Trump. Y eso, sin dejar de preguntarme para mis adentros si muerto políticamente el perro del pelaje naranja, se habrá ido con él la rabia. Mucho me temo, y apuesto que bastantes de ustedes piensan igual, que no será así. El trumpismo va a seguir estando ahí durante mucho tiempo. Quizá jamás vuelva al poder, pero todo parece indicar que la brecha no solo no se va a cerrar sino que irá creciendo y, si cabe, radicalizándose… tanto en Estados Unidos como en latitudes más cercanas.

¿Haremos algo por combatirlo de forma efectiva? Aquí ya no soy escéptico sino directamente pesimista, o sea, realista informado. Llevamos años de avisos en bucle sobre el crecimiento a nuestro alrededor de una indignación que, a base de ser sistemáticamente ninguneada y despreciada, acaba siendo ciega e irracional sin posibilidad de vuelta atrás. Detrás de buena parte de lo que los superiormente morales tildan desde su confort de señoritos como populismo gañán de ultraderecha hay personas que se sienten arrojadas a patadas a la cuneta social. No sería tan difícil recuperarlas. Otra cosa es que interese mantenerlas encabritadas.

Distraerse en el cine

Me confieso sin rubor un paleto cósmico en doce millones de materias. En la audiovisual, por ejemplo, que ya no sé si es séptimo arte, octavo o ni llega a entresuelo desde que la gran pantalla se ha dejado comer la tostada por las medianas, las pequeñas y las ultracanijas. Fíjense qué ignorancia la mía, que hasta anteayer no tuve conocimiento de la existencia de un astro del firmamento cinematográfico-televisivo-platafórmico que atiende por Luca Guadagnino. “Hombre, Vizcaíno, no me joda que no conoce al insigne autor de esa ambrosía para los sentidos titulada Call me by your name”, se mesarán los cabellos los lectores más puestos. Y servidor contestará que no, y que de hecho, le importa media higa, especialmente después de haber leído en un diario de la acera de enfrente una entrevista al susodicho, que a la sazón es presidente del jurado de la actual edición del Zinemaldia.

Definitivamente, entre ese tipo y yo hay, como cantaba Serrat, algo personal. “El cine debe crear en el público emoción y una necesidad incómoda y permanente de cambiar de ideas, no entiendo a la gente que dice ir al cine para distraerse”, proclama el señorito, tomándonos por escoria a los que más de una y más de quince veces nos repanchingamos en la butaca esperando olvidar por un ratito que casi todo es una mierda. Un respeto.

Derecho a contagiar

Un tipo que lleva la mascarilla a la altura de la generosa papada emite un horrendo sonido gutural, se arranca un gargajo del nueve largo, y lo estrella contra el pavimento. ¿Le digo algo? Qué va; no soy un policía de acera.

Unas horas más tarde, a la salida del súper, otro mengano se despoja de los guantes de plástico e, ignorando la inmensa papelera que hay junto a la puerta del establecimiento, deja que se los lleve la brisa. ¿Le digo algo? No; no soy un policía de acera.

Y lo mismo, con la individua que se baja el tapabocas para estornudar en medio del autobús, el gañán con la higiénica en el codo que va repartiendo su humo fétido por un paseo concurrido, el runner miserable que, no contento con ir a morro descubierto, no lleva camiseta y va esparciendo todo tipo de fluidos sobre los viandantes. No digamos ya con la cuadrillita de adolescentes que, sin cumplir ni media de las presuntas normas obligatorias, se pasan los cachis y los petas bien embadurnados de saliva mientras, para colmo, llenan de mierda el césped.

Uno de los aprendizajes más terribles de la pandemia es que para la flor y nata de la conciencia social más avanzada, esos que nos miran con suficiencia, estos comportamientos no solo no son insolidarios o directamente ruines, sino que resultan sanos ejercicios de libertad. Y chitón.

Diario del covid-19 (23)

Acabaremos teniendo que pedir perdón por no dedicar el confinamiento a leer tochos de autores ignotos a 25 euros la pieza. O por no sacrificar nuestras retinas y nuestros cerebelos frente a las llamadas series de culto, denominación que suele querer decir que son tubos infumables producidos con el único fin de tirarse el moco. O, en fin, por no ser capaces de enriquecer nuestro encierro con todas las cosas elevadísimas para el espíritu a las que se entrega esa élite que muestra su desprecio por la zafiedad de las costumbres del populacho en estos días de clausura domiciliaria obligada.

Quizá hayan tenido la suerte de no cruzarse en las redes (que es donde ahora hacemos mayormente la vida dizque social) con estos individuos de mentón enhiesto y rictus, según los ratos, de asquete o de ironía ante lo que arrumban como costumbres bárbaras de la chusma. Yo, sin embargo, no paro de darme de morros con sus diatribas contra cualquiera de las iniciativas con las que los tipos corrientes y molientes tratamos de hacer más llevadero el chape. Enarcan la ceja ante los aplausos de las ocho, fingen erisipela cuando denuncian haber escuchado Resistiré o ¿Quién me ha robado el mes de abril?, se mofan de las pancartas caseras con mensajes de ánimo y, en definitiva, se retratan como los absolutos esnobs que son.

Antirracistas muy racistas

Confieso que el viernes evacué —no hay mejor verbo— un tuit muy desafortunado en las formas sobre quienes llevaban horas cargando contra la candidata a lehendakari propuesta por la dirección de Podemos en Euskadi, Rosa Martínez, por no estar en condiciones de desenvolverse en euskera. Me avergüenzo, no saben cuánto, de la grosería y hasta de la procacidad de mi mensaje, pero mantengo lo que debió ser la sustancia de mis torpes líneas: me resulta repugnante el rancio etnicismo de quienes luego tienen los santos bemoles de ir por la vida como la hostia en verso del antirracismo, el antifascismo y me llevo una.

No, miren, que si quieren un debate sereno y sosegado sobre la conveniencia de que la primera autoridad de los tres territorios de la demarcación autonómica deba ser capaz de dirigirse a su ciudadanía en las dos lenguas cooficiales de los tres territorios, ningún problema. Personalmente, y aunque en el primer bote creo que tendría que ser así, cuando le doy media vuelta al cacumen, concluyo que es mejor que sean los votantes los que lo decidan.

Pero es obvio que esto no va de reflexiones sinceras, sino de la enésima exhibición del pelo de la dehesa de unos miles de campuzos del terruño —Belcebú me libre de poner siglas— que son tan esencialistas como los del háblame en cristiano de enfrente. Acertó de pleno el mengano que, tratando de ponerme a los pies de los linchadores de corps, ironizó con que mi tuit era materia de Cocidito madrileño —¡ahora, Suspiros de España, por favor!—. Los participantes en el acollejamiento de Rosa Martínez forman parte del mismo género de mastuerzos que yo pongo en solfa.