Grecia ya no importa

El domingo hubo elecciones generales en Grecia. Lo habrán visto en un suelto de aliño perdido entre la crueldad de la canícula, las broncas orgullosas de diseño y, ya si eso, la cuenta atrás de Sánchez hacia su investidura (o no) o los pactos anunciados y desmentidos de la triderecha cañí. Ganó por goleada, o sea, por mayoría absoluta, Nueva Democracia, el partido conservador que empufó el país y lo condenó al infierno de la austeridad despiadada y los rescates europeos que se pagaron con sangre, sudor y lágrimas. O contado a la inversa, perdió Syriza, la formación supuestamente de ultraizquierda que se vio domesticada cuando le tocó bregar desde el gobierno con la pura y dura realidad.

El resultado, en todo caso, es lo de menos. Mucho más digna de subrayado me parece la diferencia con los comicios de hace ahora cuatro años y medio, que fue cuando Alexis Tsipras asaltó los cielos ante la ovación cerrada de la crema y la nata de la progresía. Los que no tenemos memoria de pez conservamos fresco el recuerdo del seguimiento al milímetro de aquella contienda electoral por tierra, mar y aire. Qué vivas, qué hurras, qué olés, qué colas de lideres de partidos de la izquierda fetén, incluidos los locales, para fotografiarse junto al gran líder de la imparable revolución helena que devolvería la dignidad a su pueblo.

Como suele ocurrir, la lírica de la campaña se trocó por la aburrida y tozuda prosa del gobierno. Hubo que tragar quina por arrobas y convocar, incluso, otras elecciones en las que Tsipras retuvo el poder al trantrán. Anteayer lo perdió otra vez en el final de una historia cuya moraleja les dejo a ustedes.

(Sin) noticias de Grecia

Qué tiempos aquellos, casi ayer como quien dice, en que conocíamos la plaza Syntagma de Atenas mejor que la del Castillo o la Consti. Allá donde no teníamos ni idea de los nombres de tres cuartas partes de los consejeros de nuestros gobiernos domésticos, hablábamos del (auto)defenestrado Varoufakis como si tomásemos potes con él cada día. Qué pronto aprendimos que OXI significaba No y con qué pasión lo tuiteábamos, bien es cierto que en la inmensa mayoría de los casos, pasando por alto que eran caracteres de un alfabeto distinto al latino.

¿Y ahora? ¿Por qué han caído cien velos? ¿Es que ya no pasa nada digno de ser contado? Pongamos, por ejemplo, las 48 horas de huelga general de la semana pasada, trufadas de protestas callejeras muy parecidas a aquellas que tanta exaltación vicaria nos despertaban a 5.000 kilómetros. No piensen que porque no las hayan difundido a troche y moche han dejado de existir las mantas de palos que ha repartido la policía a los infelices que protestaban por el recorte de otros 5.400 millones de euros, el aumento del IVA al 24 por ciento, y de propina, la prórroga de la edad de jubilación de 63 a 67 años. De una tacada aprobó todo eso el lunes el parlamento griego, con los votos de la Syriza del primer ministro Alexis Tsipras a la cabeza. Ni 24 horas después, el otrora malvado Eurogrupo le daba unas palmaditas en el lomo al tipo al que le queda como única rebeldía no llevar corbata. Clap, clap, clap, chaval, te estás portando, le vino a decir el pijín Dijsselbloem antes de pedirle un par de vueltas de tuerca más. Los que lo tuvieron por su gran héroe callan como tumbas.

Grecia ha elegido

Vayan y tósanle a Alexis Tsipras. Parecía que estaba destinado a darse la bofetada del siglo, y ahí lo tienen, prácticamente con la misma mayoría de hace ocho meses y libre de críticos esencialistas. Menudos linces, por cierto, los que vaticinaron que la escisión de Syriza por la izquierda arrastraría a las masas descontentas por la claudicación ante la malvada madrastra Europa. Pues de eso, nada. Los que han acabado en el guano extraparlamentario han sido los que, como tantas veces, habían hecho las cuentas de la lechera. Cuando eres Varoufakis y vives como Zeus, es muy fácil apelar a la dignidad porque por muy mal que vayan las cosas, a ti te va a seguir yendo de narices. Los que intentan comer al día siguiente tienden a pensar de otra forma… y por lo que acabamos de ver, también a votar en consecuencia. Hay que ser malnacido para tildarles explícita o implícitamente de cobardes.

Cabe, por supuesto, echar mano del comodín de la participación más baja de la historia, atribuyéndose cada sufragio no emitido. Un siglo de estos veremos que no votar es otra forma de votar y que, en consecuencia, quien decide quedarse en casa es tan responsable de los resultados como los que sí han echado esta o aquella papeleta a una urna.

Resumiendo, que el pueblo que ha querido que sea Tsipras quien gestione el malhadado tercer rescate es exactamente el mismo que hace dos meses y pico optó en masa por el ‘no’ en el referéndum y el que en enero aupó a Syriza al gobierno. Si en esas dos ocasiones se hicieron encendidas loas a su arrojo y su sabiduría, no parece muy coherente ponerles ahora como una panda de mansos.

¿Y Grecia?

Grecia celebra elecciones el domingo que viene. ¿Quién lo diría, eh? Hay que buscar con lupa y paciencia los sueltillos que le dedicamos los medios a la cosa. Qué diferencia, oigan, con la tabarra inmisericorde que acompañó al (inútil) referéndum de julio o, mismamente, a los comicios de enero. ¡Enero! Cuenten con los dedos y verán que no han pasado ni ocho meses completos de aquello. Imposible olvidar lo que aprendimos a 3.500 kilómetros en los días previos y posteriores a la victoria de Syriza.

La de gachós que devinieron en helenistas honoris causa o, directamente, en griegos de ocasión o lance, habiendo nacido en Chamberí, Moaña o Apatamonasterio. Qué ovaciones con vuelta al ruedo al iluminado pueblo que (después de decenios haciéndolo muy mal) había sabido votar a la fuerza que en un par de birlibirloques obligaría a inclinar la testuz al malvado neoliberalismo recortador. Menudas erecciones y mojaduras intelectuales provocaba por aquel entonces el Mesías Alexis Tsipras. La de políticos de este rincón del mundo que procesionaron a Atenas y alrededores, cual groupies sin remisión, a la búsqueda de una foto junto al neoicono yeyé, de su bendición, o de ambas cosas. Cuántos tuits emocionados se aventaron tras haber alcanzado el objetivo, siempre con las siglas bien a la vista.

¿Y ahora? ¿Puede alguien darme pelos y señales de peregrinos a la campaña en curso? Me temo que ya no hay lista de espera para marcarse un cameo en este o aquel mitin del primer ministro claudicante. Gran zozobra, la de los indoctos como el que suscribe. Nos hemos quedado sin saber qué ha de ser lo correcto el domingo.

Tsipras, tú molabas

Al habla, un gran experto en decepciones. Ni se imaginan la cantidad de veces que me han abandonado en una gasolinera. O quizá deba decir que me he sentido así, porque uno de los aprendizajes de tantas y tantas frustraciones clavadas en la glotis es que la mayoría de los desencantos nos los curramos a pulso. Es nuestra candidez —en llano, pardillismo— la que nos hace concebir expectativas treinta pueblos más allá de las posibilidades reales. Con una capacidad de idealización a prueba de misiles nucleares, patéticamente necesitados de creer en lo que sea, levantamos mitos a partir de cualquier carne mortal que tiene pinta de no querer robarnos la cartera. El último, o sea, el penúltimo, ese ser que se ha demostrado humano, corriente y moliente que atiende por Alexis Tsipras.

Aclaro, antes meterme de en más honduras, que en estas líneas no me refiero a sus compatriotas, cuyos sentimientos respeto honda y sinceramente, sino a los millones de griegos vicarios que han crecido como setas a 3.500 kilómetros de las tierras helenas. Ya saben cuáles les digo, esos que cada rato histórico se apuntan a lo que toque en el ancho mundo. Ahí andaban, hace diez días, no más, gritando al líder de Syriza que querían un hijo suyo, proclamando que se lo comerían a besos (este ejemplo es casi literal) y con los pelos como escarpias ante su inmarcesible dignidad. Salvo tres o cuatro que aún le dan a la manivela de pensar, son los mismos que desde el lunes por la mañana lo han declarado traidor a mil y pico causas, mientras se ciscan en sus muelas por cobarde, gallina y capitán de las sardinas. Dan entre pena y risa.

El ‘no’ era claro que sí

A lo de Grecia se le llama hacer un pan con unas hostias. Y eso, en la versión suave. Hace solo una semana, ¡una!, el pueblo soberano y cabreado expelió un no como la catedral ortodoxa de Atenas. Más de veinte puntos por encima del . Puesto que nadie tenía demasiado claro sobre qué se votaba, se llegó a la interpretación más o menos compartida de que la ciudadanía griega le había hecho un inmenso corte de mangas a los que nombramos como acreedores. Se sobreentendía, y como tal se celebró en la Plaza Syntagma original y en las mil réplicas progresís allende las tierras helenas, que el primer ministro y proponente en jefe de la negativa, Alexis Tsipras, quedaba facultado para llevarla ante los eurotacañones a ver qué se les ocurría.

Pues hete aquí que a los mentados se les ocurrió, de buenas a primeras, endurecer la propuesta original que condujo a la convocatoria del plebiscito. Eso fue tal que el jueves de la semana pasada, y Tsipras, glu, glu, glu, tragó. Pero no acabó ahí la cosa. En las reuniones del sábado y el domingo en que debía firmarse el acuerdo que ya los poderosos mercados habían amortizado, Alemania y otro puñado nutrido de estados decidieron tomarse venganza de la ofensa que supuso la consulta. Por sus bemoles, recrudecieron sádicamente las condiciones y plantearon la disyuntiva final: o bajar la cabeza o fuera del euro.

A estas horas, ya saben cómo acabó la extorsión. Con su no gigante bajo el sobaco, Tsipras dijo sí. A la fuerza, literalmente, ahorcan. Llevo un buen rato frente al teclado preguntándome si Grecia sigue siendo, como proclaman más de tres, el modelo a seguir

Salga lo que salga

A ese punto hemos llegado: la convocatoria de un referéndum provoca una tremenda zapatiesta entre quienes se pasan la vida dando lecciones de democracia al por mayor. Que es un suicidio, llegó a mentar la soga en casa del ahorcado Jean Claude Juncker, el tipo al que hicieron presidente de la Comisión Europea (premio a quien sepa para qué sirve tal cosa) en uno de los cambalaches de costumbre. ¿Y qué si lo fuera? Los pueblos también son —o deberían serlo, vamos— libres de irse por el despeñadero abajo.

Se ponen unas urnas, se cuentan los sufragios y, acto seguido, se asumen las consecuencias. Doy por hecho que en la otra bancada, la de los cantores de aleluyas a la soberanía popular, se tiene claro que su ejercicio implica esta última parte. Si sí, sí, y si no, no. Después no vale llamarse andanas, pedir revancha o silbar a la vía para aplazar la ejecución de lo que hayan dicho las papeletas, por jodido que pueda parecer. Pasaron los tiempos de las prórrogas. Ni siquiera estamos en los penaltis, sino en el cara o cruz, con la parte levemente positiva de que, en lugar del azar, decidirá la ciudadanía griega.

Hay quien sostiene, y no sin lógica, que la semana que va a mediar entre la convocatoria y la celebración del plebiscito es un periodo demasiado corto como para tomar una determinación de tal magnitud. Ocurre que no hay mejores opciones. Ya van suficientemente forzados (e incluso rebasados) los plazos como para retrasarlo más. El domingo es el gran día. A 3.500 kilómetros de distancia, me declaro incapaz siquiera de intuir cuál de las opciones es la menos mala. Aplaudiré la que salga.