Otra subida, y van…

Hay cosas que no cambian. Busquen las diferencias entre el Cristóbal Montoro de la mayoría absolutísima y el de los equilibrios aritméticos sobre el alambre. Ninguna. Ahí lo tienen, igual en la opulencia parlamentaria que en las estrecheces, teniendo idénticas ideas, es decir, ocurrencias, para rascar el parné que la madrastra europea le ordena recortar de donde duele.

Digamos de saque que algunos nos acordamos de la reiterada promesa, en labios del patrón Rajoy, del propio Montoro o de su antagonista en el gabinete, De Guindos, de dejar enterrada para siempre la tijera. Pues ya ven. Y también dijeron que no habría subida de impuestos, que es adonde vamos. ¿Acaso no son impuestos los recargos sobre el precio del tabaco, las bebidas alcohólicas o (ahora también) las azucaradas? Metan la mano en los bolsillos de los ciudadanos, pero, por lo menos, no nos traten como a imbéciles.

Por lo demás, se pregunta uno hasta dónde dan de sí el bebercio graduado, el fumercio, los brebajes con el llamado veneno blanco y dulce, o los combustibles, que esta vez se han librado de la subida. Desde su reconquista del poder en 2011, el PP ha usado estos productos supuestamente perversos como surtidor de pasta, juntos o por separado, en más de una docena de ocasiones. En una de ellas apunté la tremenda catástrofe económica que supondría el triunfo de las (hipócritas) campañas para que el personal abandone los malos hábitos. O quizá no, porque conociendo los procesos mentales de los gobernantes, pondrían la diana en las actitudes saludables. Y ya que lo menciono, ¿qué tal un impuesto especial a artículos para runners?

La vida mata

A la Organización Mundial de la Salud, OMS por nombre de guerra, no le gusta el alarmismo, qué va. Por eso Osakidetza, Osasunbidea y otros sistemas públicos se comieron con patatas las chopecientas mil mascarillas y las ni se sabe cuántas vacunas que hubo que comprar a toda prisa cuando al chiringo de marras le dio por pregonar urbi et orbi que la gripe aviar diezmaría la población del planeta. Luego la catástrofe no llegó ni a una millonésima parte de lo anunciado. Y esa no fue la primera ocasión ni la última que el siniestro sindicato sanitario nos acojonaba con un apocalipsis que se quedaba en leyenda urbana. En todas y cada una de ellas, qué raro, el juicio final se aplazó tras la adquisición a escala global de este o aquel milagroso material dispensado por la industria farmacéutica.

¿Y esta vez? Pues confieso que se me escapa qué pretenden que nos agenciemos y de qué proveedor los ayatolás de la cosa que acaban de lanzar su fatua contra la carne en general y la chacinería en particular. Como sabrán, porque desde ayer no se habla de otra cosa en ascensores, barras de bar y telediarios, ya no es solo que las viandas señaladas nos suban el colesterol y nos dejen las arterias como los accesos a Bilbao en hora punta. Ahora, de propina, provocan cáncer en una escala que poco tiene que envidiar al tabaco, el amianto o el arsénico. Se pregunta uno, primero si esto lo han descubierto anteayer, que ya me extraña, y segundo, si el mejor modo de anunciarlo es soltarlo así, a las bravas. Por lo demás, quizá el hallazgo no sea para tanto. Recuerdo haberlo leído en la pintada de un baño: la vida mata.

Cuando prohibir funciona

Los fumadores tenemos un mal pronto, pero a la larga y aunque sea echando cagüentales, acabamos desfilando por la vereda que nos señalan. O para ser más exactos, retirándonos de los andurriales que ahumábamos a discreción y sin mayor cargo de conciencia. Aquí donde me leen, yo le he dado al trujas en el difunto cine Fantasio de Barakaldo, en el tren de color chicle de menta que nos bajaba al instituto de Erandio, en los pasillos y las aulas de la facultad de periodismo de Leioa, en alguna que otra iglesia o, por no hacer más larga la lista, en el ambulatorio (entonces, solo consultorio) de Astrabudua, mientras esperaba que me llamara un médico que tenía un cenicero sobre la mesa. En ninguno de los casos se trataba de actos de rebeldía o extravagancia juvenil. Simplemente, era lo normal, actitudes que no causaban escándalo ni extrañeza, y que solo deponíamos con magnanimidad ante la presencia de un asmático que nos lo pedía por favor.

Cuando alguien de arriba cayó en la cuenta de que eso no tenía medio pase, el primer intento por cambiar las cosas fue a buenas. En los lugares mencionados comenzaron a aparecer simpáticos y educados carteles rogando que no se fumara. Puesto que eso no funcionó, se optó por la prohibición, que acabó revelándose como santo remedio y por eso mismo fue extendiéndose a otros espacios donde parecía imposible erradicar las chimeneas humanas, como los centros de trabajo o, en el más difícil todavía, los bares. Ahora el proyecto de ley de adicciones del Gobierno Vasco veta el tabaco en campos de fútbol y txokos. No faltarán bufidos, pero, como a todo, nos acostumbraremos.

NOTA: Conste que aunque me defino como fumador y seguiré haciéndolo, llevo más de un mes sin echarme un pitillo a los labios.

Fumemos, bebamos

Si el Gobierno español fuera medio consecuente —qué cosas pido—, debería dejarse de campañas ñoñas contra el alcohol y el tabaco y empezar a promocionar el bebercio y el fumeque a todo trapo. Canta una barbaridad que después de las moralinas que nos atizan, presuntamente en beneficio de nuestra salud, los primeros bolsillos en que se piensa para restañar las heridas de la caja sean los de quienes le pegan a uno, al otro o a ambos vicios. Cada equis viernes, salen los santurrones Soraya SdeS y Cristobal Montoro, dama mayor y caballero magno de la liga de la decencia y las buenas costumbres, respectivamente, a arrearle un buen tantarantán a la lista de precios de los trujas y las bebidas espirituosas. En la última vuelta de tuerca, 15 céntimos más por cajetilla y 85 por litro; eso sí, dejando exentos el vino y la cerveza, no se nos vayan a enfadar según qué señoritos. A modo de justificación, la armonización europea, esa misma que se pasan por la entrepierna cuando se trata de salarios y no digamos ya de derechos sociales.

Aparte de revelar una creatividad recaudatoria manifiestamente mejorable, el empeño obcecado en acudir impepinablemente a los estancos y los bares para rebañar calderilla es síntoma de una inmensa contradicción. Si un día a la población le diera por atender a rajatabla los llamamientos a adoptar hábitos saludables y a mantener a raya los demonios etílicos y nicotínicos, nos encontraríamos con un colosal problema. De saque, se acabaría la única teta fiscal de chorro sostenido, pero la cosa no quedaría ahí. Veríamos irse al guano, puestos de trabajo incluidos, los multimillonarios negocios basados en la producción y/o distribución legal de las perversas y dañinas sustancias. Con cinismo pero también con cierta razón, un amigo mío dice, pitillo en una mano y chupito en la otra, que sus pulmones ennegrecidos y su hígado castigado son pilares fundamentales de la economía.

Un mes sin fumar… en los bares

Algunos se maliciaban que el fin del permiso para ahumar al prójimo iba a acabar como lo de Túnez o Egipto. Habría tenido su gracia que lo que no ha conseguido la seguidilla de recortes sociales -más los que vendrán- hubiera sido posible por la ley seca del fumeque en establecimientos públicos que estrenamos con el año. Pero no. Nuestras calles siguen, para lo bueno y para lo regular, igual de amodarradas. Como mucho, medio diapasón más vivas gracias a las pequeñas e inofensivas asambleas de portadores de pitillos que se dan al vicio de puertas afuera con alegre resignación. Ya ni siquiera es la prohibición y sus consecuencias el asunto principal de conversación en esos cociliábulos. Con absoluta naturalidad, incluso en medio de los rigores meteorológicos que invitarían a mantener la boca cerrada y el espíritu ennegrecido, se habla entre bocanada y bocanada de las mismas cuitas de siempre. La charla del interior se traslada al exterior sin echarle más drama. Una mesa con un cenicero bajo un toldo protector (a veces, una simple repisa) es toda la logística necesaria para que la vida siga.

Dentro

Y al abrigo de la barra tampoco ha habido ninguna gran revolución. Yo mismo esperaba ver caras de urgencia. manos nerviosas, o cuerpos en estado de máxima tensión. Supongo que en algunos casos la procesión irá por dentro, pero nada me ha hecho pensar en estos treinta días de abstinencia hostelera que me hallara en un polvorín a punto de explotar. Al principio se hacía novedosa la ausencia de la neblina característica y de las sempiternas colillas pisadas en el suelo, y según en qué locales, se percibía más penetrante el olor de la surtida barra. A la tercera o cuarta visita los parroquianos dejan de reparar en todo eso y siguen a lo suyo, que es darse un respiro, avituallarse o compartir un rato con sus semejantes. Para eso servían los bares antes y para eso seguirán sirviendo durante muchos años. Queda en entredicho que el tabaco fuera un elemento imprescindible de su magia y de su servicio.

Sólo hace falta que se convenzan de ello los que están aprovechando el río revuelto para subirnos la dosis de titulares exagerados o imágenes con su puntito de morbo. Como tantas de nuestro tiempo, esta también está siendo un guerra mediática. Demasiado ruido para tan poca nuez. Leyendo algunas informaciones o viendo ciertos reportajes, cualquiera diría que las tascas y tabernas son reproducciones a escala de la zona cero de Bagdad. Basta llegarse a cualquiera para comprobar que no es así.

Tribulaciones de un fumador

Gran alarde de imaginación del Gobierno español para achicar con vasos de chupito el océano deficitario que conduce al temido rescate: subamos el impuesto sobre el tabaco. Dicho y hecho. Aunque en el primer anuncio habían amagado una moratoria hasta el inminente cambio de calendario, el nuevo sablazo se aprobó el funesto viernes 3 de diciembre, de matute junto al Decreto Ley que puso malitos de acostarse a los mártires de las torres de control aeroportuarias. Como los yonkis del trujas no tenemos la capacidad de paralizar nada que no sean nuestros pulmones o, un mal día, nuestras alquitranadas arterias, nos quedamos incluso sin la pírrica victoria de haber protagonizado los titulares del día siguiente. Un breve perdido en cualquier sitio de los papeles -lo ideal, junto a las esquelas- dio cuenta del edicto de los genios de las matemáticas: entre treinta y cincuenta céntimos más por cajetilla. El Estado de Alarma nos resultó una broma a los que hemos vuelto a ser sometidos a toque de queda en los bolsillos. El martes pasado el precio ya estaba actualizado en los estancos.

Con alguna razón se nos dirá que buena parte de la culpa es nuestra, por ser incapaces de poner a escuadra para siempre al vicio que nos mata y, como extra, nos saquea la hacienda. Ojalá fuera tan fácil como planteárselo, creérselo y levantarse al día siguiente sin la necesidad de atizarse una dosis cada media hora. Lo de la fuerza de voluntad es un bello concepto, pero hasta el más talibán de los expertos en deshabituación tabáquica les echará abajo ese mito. Contra la química sirve de poco luchar a pecho descubierto. Dicen los tratados -los escritos por especialistas, no por vendepeines- que quienes han dejado de fumar sin esfuerzo de un rato para otro no eran fumadores.

Siete mil millones

Ya les conté aquí mismo que no me cuento entre los botafumeiros andantes que se creen con licencia para emponzoñar al prójimo. De hecho, no tengo ni un cuarto de argumento que oponer a la vigente ley sobre el tabaco, ni a la vuelta y media de tuerca que se nos viene encima. Sé de sobra que hasta ahora se me ha permitido hacer lo que no debía y asumo con deportividad que se acabe el recreo.

Sin embargo, eso sólo no finiquitará el problema. Hablan los datos. Los que certifican que el número de fumadores ha aumentado en los últimos cuatro años, pero sobre todo, los que ponen negro sobre blanco cuánto ingresamos cada año al Estado: siete mil millones de euros. Como lo dejemos todos de golpe, prepárense de verdad para el rescate.

Los fumadores y la tolerancia

Vaya por delante y como parapeto, que los pulmones de quien escribe estas líneas trasiegan cada día la ponzoña destilada de entre cuarenta y cincuenta cigarrillos, encendidos todos ellos -por lo menos, presuntamente- por voluntad propia. Mi espasmódica tos matinal, el chotunesco olor de mi ropa, la constatación de que un primer piso puede ser el Sisha Pangma y las otras cien mil consecuencias adosadas al llamado vicio me surten de argumentos de sobra para desmentir a Sara Montiel. Fumar no es un placer. Es, en todo caso, lo que Toxo dijo de la huelga del día 29, una gran… ya me entienden.
Ocurre que hay un efecto de la nicotina aun no suficientemente estudiado: altera la percepción de la realidad a tal punto, que los yonkis del trujas desarrollamos fantasías persecutorias. Nosotros, que somos los victimarios, ponemos cara de pollito Calimero y nos travestimos en víctimas vergonzosamente repudiadas por la injusta y cruel sociedad. “¡No queremos ser los apestados del siglo XXI!”, plañe un comando de adictos autodenominado “Fumadores por la tolerancia”, que acaba de presentar medio millón de firmas contra la versión corregida y aumentada de la ley del tabaco que prepara el Gobierno español.

Liberales liberticidas al frente

Entre lo grotesco y lo morrudo, este lobby de andar por casa presidido por Antonio Mingote y con miembros de amplio currículum revolucionario como Alfonso Ussía, Antonio Burgos o Carlos Herrera, se ha agenciado como lema el trillado “Prohibido prohibir”. Tiene bemol y medio, los mismos que aplauden con las orejas el cierre de periódicos que no bailan su agua, los mismos que celebran como triunfo de la democracia la exclusión de las siglas que envenenan sus sueños, sí, esos mismos, reclaman ahora la libertad para ahumar al prójimo. Tampoco es tan extraño, si pensamos que tienen como líder carismático al Titán de Quintanilla de Onésimo, aquel que defendió con lengua de trapo su derecho a conducir con Don Simón como copiloto.
También yo me acuerdo de todas las constelaciones cuando tengo que salir a atizarme la dosis a la abrupta intemperie con el gesto clásico -hombros sobre la cabeza, rodillas flexionadas, cara de urgencia infinita-, pero no me da por fantasear con que soy un proscrito. En eso, por lo menos, no. Admitidas tantas derrotas, poco me cuesta asumir, bandera blanca en ristre, lo ridículo e indecente de plantear como reivindicación innegociable la licencia para intoxicar a discreción a quien se ponga a tiro. Perdonen que los abandone: tengo que vaciar el cenicero.