Esclavos de Facebook

Dedico estas líneas al selecto (y espero que todavía nutrido) grupo de lectores y lectoras que acceden a ellas únicamente a través del papel. Se me antojan como los últimos de las Filipinas tecnológicas, aguantando a pie firme el asedio de esa modernidad que, paradójicamente, se hace vieja al poco de nacer. No crean que no me los imagino arrugando la nariz cada vez que menciono —casi a diario— las llamadas redes sociales, especialmente la del pajarito azul. Me consta, porque así me lo han dicho en las impagables ocasiones en que los conozco en persona, que muchos ni son capaces de hacerse una idea de lo que va el invento. Y tres cuartos de lo mismo con Facebook, que es adonde quería llegar. Benditos ellos y ellas, que se permiten vivir al margen de esta gran trampa para elefantes —nosotros mismos— de la que en los últimos días se leen y escuchan tantas diatribas.

Menuda novedad, resulta que es un sórdido bazar donde se trafica con datos al por mayor para fines escasamente decentes, como hacer ganar las elecciones a Donald Trump, sin ir más lejos. Está bien, y ojalá sirviera para algo, que las instituciones que dicen preservar la democracia (ya será menos) llamen a capítulo al niñato eterno Zuckerberg, pero conviene que tampoco nos vengamos arriba. El tipo en cuestión puede ser uno de los pobladores del planeta más vomitivo y falto de escrúpulos. pero engañar, lo que se dice engañar, engaña lo justo. Cada uno de esos datos con los que trapichea se los hemos dado libre y voluntariamente los usuarios de su telaraña. Lo gratis sale caro, decía mi abuela. Qué tentación, volver al papel y solo al papel.

De personas y máquinas

Lo lógico, lo humano: a partir de otoño, cuando llamemos al ambulatorio para pedir cita volverá a atendernos una persona. Más o menos amable, más o menos dispuesta, más o menos competente, pero persona al fin. Podremos explicarle que no recordamos si nuestro médico se apellida Díez o Díaz, preguntarle si es necesario que vayamos en ayunas, pedirle que nos apunte al final de la lista porque tenemos que recoger al niño de la ikastola, o incluso, confiarle lo nerviosos que nos ponen las batas blancas. Y despedirnos de esa voz que sabemos que se corresponde con una cara dándole las gracias y deseándole que tenga un buen día.

Nada de eso se podía hacer con las infernales máquinas que alguien decidió interponer en nuestro camino hacia la curación. Su supuesta inteligencia artificial no pasaba de sí, no, marque uno, marque dos, diga treinta y tres, vuelva a llamar pasados unos minutos si es que sigue vivo o le quedan ganas. Ni sé las veces que he maldecido al autor o autores de ese insulto tecnológico a sus administrados. En nombre de la eficiencia y de la racionalización de los recursos, se sacaron de la sobaquera un ingenio, toma ya con las lumbreras, ineficaz e irracional. Antes que nuestra salud, antes que nuestro bienestar, antes que nuestro derecho a recibir el trato que merecen los seres de carne y hueso, estaban los números. Los que, previamente cocinados como estadísticas, se presentarían como grandes logros de gestión, pero también esos otros que todos imaginamos porque no nos hemos caído un guindo y sabemos que concesión viene del verbo conceder. ¿A quiénes, por qué? Ahí lo dejo.

Espero que los actuales responsables de Osakidetza hayan aprendido la lección. Están muy bien el progreso técnico y esos cachivaches requetemodernos que hoy pueblan el entramado sanitario. Sin embargo, lo más valioso, lo insustituible en la inmensa mayoría de las ocasiones, siguen siendo las personas.